Al levantarme para pulsar un nuevo día, desempaño el cristal de la ventana con mi antebrazo y compruebo de mala gana si el mundo sigue afuera, donde lo dejé.
Voy a soltar al perro por esos campos, para que no se crea que todo en su vida es domesticidad y recogimiento.
La mañana ha salido de buen temple; caminaremos largo.
El animal se alboroza y cuando se siente libre de cadena pretende trotar al mismo tiempo cada palmo de terreno, sin descuidar ninguno, poseso de mil afanes.
Se va, se marcha lejos, se pierde entre el matorral y la zanja; pero siempre, siempre, siempre, de rato en rato se para quieto y la cabeza vuelve por ver dónde ando.
Sigue, pues, atado a mí por causas que ignora.

El dueño no es tan distinto.
Yo también me paseo para darle negación a las cadenas. Y me alejo, me voy evadiendo con el primer pájaro a sobrevolar los cerros y a ser un poco aire, una substancia distinta a la que lleva mis ropas.
Bajo al suelo, escarbo, busco la médula de mi universo, el alma de la madre tierra, el aliento telúrico que nos recoge. Me convierto en topo, en gusano, en víspera de mariposa. Y al final ya no sé por dónde paso.
Cargo mi fusil con emociones, recuerdos, fantasías, uso las armas inocuas que da la ingravidez del pensamiento.
A cada tramo de camino, igual me viene la risa que el severo gesto. Estoy vivo y revivo con gusto mi pasado, o mejor aun, imagino cosas que nunca sucedieron, más buenas o más malas porque se ha de vivir todo y de todo algo se saca si se sabe cómo hacerlo.

Vuelo sin cadena, sin bozal, sin amo.
Mas, de vez en cuando, detengo mis pies y echo la vista atrás, por si continúa estando ahí el mundo, con los brazos en jarras, a mis espaldas.