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Categoría: Hechos Reales

Iguales IGUALES

IGUALES
Supervivencia
Antes de meterse en el monte, Florencio se da vuelta y echa una última mirada sobre el obraje que allá, en el bajo de una cuchilla, luce destartalado con sus enormes y desencuadernados galpones de chapa, corroídos en distintos tonos de oxido y cubiertos por la mansa nube de polvo rojizo que levantan los camiones transportando los rollizos hacia el puerto.
Acaricia con sus ojos al desvencijado conjunto, cobrando conciencia de que toda su vida está indisolublemente unida a él. Desde que apenas podía sostener el hacha, su padre lo llevaba con él a lo más profundo del monte. Eran épocas en que la fuerza y la habilidad del hombre determinaban su futuro en el obraje. Con infinita paciencia, su padre lo fue imbuyendo de las pequeñas triquiñuelas en el manejo de la herramienta; el ángulo, la cadencia en el movimiento de los hombros y el momento justo en que sacar la fuerza desde los riñones para que el golpe, firme y preciso, no rebotara sobre la dureza del tronco y penetrara profundamente, abriendo la cuña que provocaría la caída del gigante.
Eran tiempos de obraje en serio. Tiempos en que sólo se cortaban los troncos y la parte industrial se realizaba en la ciudad. Tiempos en que el hombre comulgaba con el árbol, en el entendimiento de que muerte del uno posibilitaría la vida al otro. El espacio ocupado por la inmensidad del árbol y sus raíces, cedería lugar para que allí se desarrollaran los retoños de sus propias semillas y así se perpetuaría la especie y con ella la grandiosidad del monte, permitiendo la supervivencia del hombre.
Lindo oficio el del hachero. Duro pero libre, haciendo sentir al hombre el sencillo orgullo de derribar con sus manos los centenarios troncos que entre tres hombres no podrían abrazar. Con el tiempo, la selva fue raleándose, reduciendo el rinde y cada vez fueron más escasos los ejemplares gigantes de maderas nobles, hasta que la Compañía “dueña” de ese territorio, decidió cerrar.
Apareció entonces una empresa de origen nacional que, con mayores ambiciones comerciales, instaló nueva maquinaria y al obraje se sumó el aserradero que dejó de lado las maderas finas, dedicándose a la explotación de especies utilizadas en la construcción y en la manufactura de muebles baratos.
Como fuente de trabajo fue una época de oro, pero la cantidad de gente utilizada por la simpleza de la maquinaria, trajo aparejada una oleada de incapaces que del monte sólo sabía hablar. La inexperiencia de estos trabajadores era tan grande como la de los nuevos dueños que, sentados en una cómoda oficina en Buenos Aires y creyendo que la selva era una fuente inagotable, dejaron que la viveza de los capataces desvirtuara el negocio y el mantenimiento de la maquinaria que, finalmente obsoleta, fue cayendo en desuso hasta que la actividad del aserradero se paralizó.
Con el cierre vino el desparramo y otra vez, sólo quedaron en el monte sus habitantes originales. Ahí fue donde apareció un checoeslovaco que se hizo cargo de todo. Nunca se supo si era verdaderamente el dueño o tan sólo el representante de alguien más importante, pero lo cierto es que hizo y deshizo a su antojo y en una hábil demostración de practicidad elemental, puso en funcionamiento sólo aquello que era capaz de funcionar, adaptando la explotación a la precariedad de los equipos y aprovechando los conocimientos de la gente del lugar.
Todo un caso este Don Hruza, quien con un tiránico paternalismo maneja a su arbitrio las cuestiones de la gente. Hosco, de pocas y mal chapurreadas palabras, se queja permanentemente en su jerigonza por la falta de mano de obra. A la gente ya no le gusta trabajar, refunfuña mientras acaricia con su mano inmensa la barba espesa y canosa. Ya no se queda por aquí, don Florencio. es cierto que las maquinas los fueron desalojando, pero aquí, en el monte, el hombre es irremplazable. Lo que pasa es que los políticos vienen y hacen leva con ellos como si fueran milicos y se los llevan a los pueblos, porque allí saben que los van a votar seguro; los apilan en unas casillas de la Acción Social y los dejan estar en las orillas. Sin trabajo fijo, son las pobres mujeres las que tienen que salir a trabajar de sirvienta y la mayoría, por comodidad, dinero y gusto, terminan por abrirse de piernas. para hacer la puta no hace falta estudiar. El hombre mira para otro lado y se acostumbra a esa plata fácil, se convierte en un mantenido y de vez en cuando hace algunas changas como para justificarse. Después, lo de costumbre, la botella y el tiempo al cuete terminan por hacerlo distraer en alguna picardía, se ceba y cuando se da cuenta, termina pudriéndose en un calabozo.Créame; a gente como usted hay que buscarla con lupa.
En un acto de desprendimiento poco habitual, el checo le ha dado permiso para volver a su casa al mediodía de aquel viernes y si se apura, dispondrá de casi tres días para estar con la patrona y los muchachos. Con un suspiro de resignación se dispone a meterse en el monte, no con gusto, pero la promesa de alargar las horas de descanso compartido lo anima a desechar la ruta habitual que supone una caminata al sol de doce kilómetros. Los escasos tres que deberá recorrer para atravesar esa lengua de selva virgen que lo separan de las casas, se ofrecen tentadores ante sus ojos y sacando el machete de la cintura la emprende contra la vegetación que cubre casi con tozudez el esbozado sendero.
Quien desconozca la selva misionera y se imagine que adentrarse en ella es como una aventura turística, rodeado por una vegetación bucólica y el selvático sonido de las películas de Tarzán en discordante sinfonía ejecutada por el estridente chillido de los monos y el dulcísimo canto de las aves, está totalmente equivocado.
El silencio ominoso resaltado por la penumbra, asciende casi a la categoría de siniestro. Allí, lo atávico de la supervivencia hace que aquellas especies, terrestres o voladoras, susceptibles de convertirse en presa, traten de pasar lo más inadvertidas posible y los predadores, exactamente por lo opuesto, hacen de la sutileza un arte.
Se mueven en una penumbra verdosa que es provocada por la imponente acumulación de vegetación que constituye a la selva en una muralla casi infranqueable. En distintos niveles, desde el dosel de casi cuarenta metros de altura de los gigantes del bosque, va descendiendo en diversas variedades hasta el exuberante desarrollo de las enredaderas que, desde el oscuro suelo del sotobosque, se elevan abrazándose a los troncos, usándolos como soporte en su camino hacia el sol en una maraña de formidable trama.
Y por sobre todo eso, el calor. Como en una campana de cristal, la temperatura se mantiene alta y húmeda, casi palpable, inmutable a los cambios climáticos del exterior, alimentada por el sol implacable que se derrama sobre la selva y que parece ser absorbido como por un acumulador gigante. A este aire, caliginoso y espeso, se suman los vahos que surgen de la espesa alfombra putrefacta de hojas y animales muertos que deja ver, fugazmente, la fértil tierra colorada.
Inconscientemente ajeno a la hostilidad del lugar, con esa facilidad que da lo cotidiano, Florencio se abre paso desbrozando la maleza con entusiasmo. Una hora después y cuando ya cree haber recorrido cerca de la mitad del camino, se detiene agotado y, bañado en sudor, se deja caer contra el tronco de una palmera pindó. Falta de raíces superficiales, sin recovecos en los cuales puedan esconderse alimañas peligrosas, su tronco representaba refugio seguro para quien precise descansar por un rato.
Descuelga su morral del hombro y buscando la cantimplora de agua, encuentra una bolsita de nylon con un olvidado paquete de galletitas que pese a la humedad del clima, aun se dejan comer. Masticando morosamente la otrora crujiente masa, cierra los ojos y piensa en las casas, en donde su mujer y los muchachos estarán alimentando a los animales del patrón.
En realidad, todo es del patrón; la casa y los animales. Aunque no se lo exige, él prefiere que su mejor gente viva en un grupo de casitas más o menos decentes que el checoeslovaco ha construido para ellos. A cambio, sólo pide que se ocupen del cuidado y alimentación de los animales, que no son muchos.unas docenas de gallinas y unos cuantos chanchos para engorde. Queda claro que los animales son de él y, aunque ellos los alimenten, no pueden comer ni un pollito, salvo en algún cumpleaños o fiestas religiosas, en que a regañadientes se los vende al mismo precio que en el pueblo.
Meditabundo, reflexiona sobre lo ingrata que es la vida en el monte. se trabaja y se sufre mucho. demasiado, con el hueco del hambre siempre refunfuñando en las tripas, tanto que hasta te acostumbrás. Ser pobre es un hábito y, si por ahí, en un sacrificio del orgullo les comprás zapatillas a los chicos para que no sufran vergüenza en el pueblo, te miran extrañados y preguntan para qué.
Se emociona con sólo pensar en ellos, tan buenitos, serios y callados, con sus miradas dulces, puras y lejanas. esas manitas inquietas de caricias, las sonrisas de cascabeles y lagrimas con dolor a chupetines ausentes. Parpadea para ahuyentar la humedad de sus ojos y se mira las manos.
Ya esta viejo, si hasta le tiemblan un poco. Y sin embargo, todavía son fuertes; toscas, tajeadas por el trabajo, las uñas aspeadas y los dedos que parecen eternamente encogidos pero que aun trabajan a mejor ritmo que las cintas transportadoras y saben seleccionar los mejores tablones. La que realmente lo trae bastante mal es su cintura y, de vez en cuando, esos tirones fuleros que la azotan la espalda. Desde hace un tiempo que las piernas lo están jodiendo; se ponen pesadas y las coyunturas hacen extraños crujidos. Tendría que ir pensando en retirarse y vivir tranquilo con Dionisia y los muchachos, pero el caso es que no sabe hacer otra cosa y a su edad no va andar mendigando trabajo, así que la cuestión será de apechugarla nomás y tirar “pa’ frenchi”, como dicen los brasileros.
Decididamente, se levanta con un esfuerzo y tomando el machete, la emprende nuevamente contra la vegetación, ajeno a la bullanguera alegría de las bandadas chillonas de chiripepés, esos pequeños loritos que hacen las delicias de los chicos y al melancólico canto del solitario surucuá. Absorto en la ruda tarea de desbrozar las enredaderas, se dispone a saltar por sobre un tronco podrido y se paraliza al descubrir a una enorme yaracusú que, arrollada en sí misma espera el ataque de esa inesperada presencia. Con suma lentitud, Florencio yergue el machete por sobre su cabeza y la víbora, presintiendo el peligro, hunde aun más su cabeza en el centro mismo del espiral y, bruscamente, el filo de la herramienta le disloca el espinazo.
Todavía estremecido por la tensión, verifica la muerte de la serpiente que aun seguirá agitándose hasta la caída del sol y al levantar los ojos, lo ve. Es casi como un movimiento apenas perceptible que altera la armonía de la selva, pero por un instante, lo entrevé deslizándose entre los tupidos cañaverales de yatevó y tacuaruzús, sombra amarilla entre los ocres de las cañas gigantes.
El enorme yaguareté hace ya un rato que viene sintiendo el olor inconfundible del hombre y aunque él se le cruza repetidamente en el camino, trata de esquivarlo lo más disimuladamente posible. Ya está demasiado viejo y pesado para enfrentarlo como antaño, cuando se hacía merecedor al mote de “tigre” que espantaba a medio mundo. Cuando toda su fiereza parecía ponerle resortes en los músculos y se divertía acechándolos, jugando como un gato para luego destrozarlos con sus jóvenes y afiladas garras. Hoy, el extenso territorio demarcado se reduce día a día y la escasa presencia de hembras a las cuales sólo el instinto le hace buscar, le exige tanto esfuerzo que después de cada acople queda exhausto, desganado hasta para comer.
Cada jornada, sobrevivir le supone un trajín extraordinario y el comer se ha convertido en todo un trabajo. La caza ya no abunda y él siempre se ha negado a acercarse a las casas del hombre, donde sus cachorros son presa sencilla, pero hace mucho que conoce de esos palos ruidosos y el peligro que representan. Tampoco los tigres jóvenes le hacen más fácil la vida. Antes se respetaba la edad, los límites del territorio y las hembras, pero ahora, los de menor edad se pastorean descaradamente por zonas que le fueran exclusivas, montan fogosamente a sus hembras y lo que es peor, ahuyentan la poca caza que queda.
No obstante su propósito, hay algo instintivo en el gran gato que lo lleva a no alejarse de esa presa que, en principio, se presenta como fácil. Con lentitud y silenciosamente, se desliza furtivamente sobre sus patas afelpadas en un extenso círculo que rodea al hombre, quien parece haber advertido su presencia. Como el calor aprieta, se recuesta sobre el colchón de hojarasca dejando descansar la cabeza sobre sus manos, los ijares agitándose por el acezar de su aliento, pero con la vista clavada en donde sabe que está el hombre.
El calor lo abruma y poco a poco, sus ojos van entrecerrándose mientras nostalgiosamente recuerda lo que era la selva cuando joven; hembras y caza por doquier y él, fuerte, ágil, fiero y envidiado. Revive con emoción la ocasión en que convivía con su hembra y jugueteaba como un cachorro más entre sus hijos, algunos de los cuales le hacen ahora la vida imposible.
No es el primer tigre con el que Florencio se ha topado en la vida, pero nunca lo ha hecho solo y era bastante más joven. Casi siempre fueron partidas organizadas por los vecinos porque alguno se cebaba con carne humana y había que eliminarlo, pero eso no le había causado placer, aunque fueran animales salvajes y peligrosos. Sigue atentamente el lento movimiento casi invisible del animal, desplazándose a su alrededor en silencio y comprende que para alguno de los dos, el encuentro será definitivo. La sigilosa sombra amarillenta con grandes manchas negras es a veces como una ilusión óptica que se disuelve entre las otras sombras de la espesura, pero luego vuelve a reaparecer detrás de algún tronco o confundida entre los matorrales y cañaverales.
Florencio imita los movimientos del animal y sus pisadas se vuelven tan livianas y acojinadas como las del felino y, sin embargo, en ese vano intento por esquivarse, los dos comienzan una ronda que en lento espiral los irá sumiendo en una obsesionada persecución. Algo primitivo les dice que la salvación de uno determinara la muerte del otro. que ambos son a la vez cazador y presa; sólo lo definitivo asegurará la supervivencia del más hábil y fuerte.
Jadeantes, se detienen a descansar en el tórrido atardecer y, por un instante, sólo por un instante, sus miradas se encuentran y permanecen hipnóticamente fijas. La amarilla de la bestia y la gris acuosa del hombre, rastro evidente de algún antepasado centro europeo, dejan traslucir todo el cansancio que los años han acumulado en ellos pero también la experiencia del monte y una férrea determinación de salvar la vida a toda costa.
Con la caída de la noche, la selva parece cobrar una nueva dimensión sensorial en la que el animal lleva claramente las de ganar. Su vista, su oído y su olfato superan con creces las limitaciones del hombre; él sólo puede confiar en sus oídos para distinguir las variaciones en los sonidos del monte y en su olfato, que determinará la proximidad del fuerte olor a salvajina y almizcle que exhala el felino.
Después de terminar con las últimas migas de las galletitas y tras un largo trago al agua tibia de la cantimplora, Florencio se recuesta en un tronco y permanece inmóvil, adivinando la silente actividad del sotobosque. Sabe que si consigue pasar la noche, tal vez la luz del día le permita escapar. El aspecto nocturno de la selva es realmente lúgubre y espantoso; al calor agobiante se suma la incertidumbre de ni siquiera saber en dónde se encuentra. Si bien hay muchas alimañas que la oscuridad llama a sosiego, con sigiloso silencio se desplazan serpientes y arañas de venenosa y urticante picadura.
Por sobre el silencio ominoso, se destaca el rumor de la corriente del río y Florencio piensa con ironía que esa única vía de escape, tan próxima, le está vedada por los farallones de negro basalto que en ese lugar encajonan a las aguas, setenta metros más abajo.
Un bochorno soporífero va sumiéndolos en el sueño y cuando las rosáceas tonalidades del alba se filtran por la maraña, ambos saben que la hora ha llegado. Como en un acuerdo tácito, han decidido dejar de huir y lentamente reanudan su deambular en círculos concéntricos, ya sin afán de esconderse, sino de encontrar el sitio más propicio para el enfrentamiento.
De pronto, un pequeño claro se abre ante ellos y se encuentran frente a frente. Florencio se afirma con las piernas semi dobladas para soportar el embate de la bestia y el gran gato se agazapa con toda su imponente musculatura en tensión. Un repentino rayo de luz hace que sus pupilas dilatadas se contraigan en una estrecha raja vertical. Sintiendo que la excitación de la lucha ha disuelto el peso de los años, emprende una corta carrera y sacando un hondo bramido de su pecho, se eleva en el aire con una plasticidad insospechada.
Ante el salto acrobático del tigre, Florencio hinca una rodilla en tierra y sosteniendo el machete con ambas manos, lo apunta hacia arriba. El gato, con las zarpas extendidas traza una parábola en el aire, de pronto siente como el afilado acero le raja el pecho y, arrastrado por su propio peso, le destroza las entrañas. Florencio cae de espaldas y mientras revuelve el machete en el vientre de la fiera, un postrer, agónico y alocado zarpazo instintivo, le secciona la garganta de lado a lado.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 5.61
  • Votos: 46
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
carmen gonzalez cuadros
invitado-carmen gonzalez cuadros 02-06-2011 00:00:00

mi padre era y es un santo y lo quiero despues de su muerte, ninguna pantera horrenda podia profanar su cuerpo, su espiritu su vida entera fue la de un santo.

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