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Imágenes tras el espejo

~Siempre que llegaba a mi oficina acostumbraba decirle un cumplido a mi hermosa secretaria, pero aquel día no lo hice, me contuvo su gesto demudado.
-¿Qué ocurre? –indagué extrañado
-Es su esposa, señor, acaban de llevarla al hospital general –repuso ella con tono grave.
-¿Mi esposa? Pero eso es imposible, yo..
-Llamaron con urgencia solicitando su presencia inmediata en el hospital, parece que es algo grave. Lo lamento, señor.
Quedé anonadado, hacía escasos veinte minutos había salido de mi casa y todo estaba en orden. Pensé que algo andaba mal, posiblemente se trataba de una equivocación o alguien trataba de jugarme una broma de mal gusto.
-Bien –gruñí –cancele todos mis compromisos de la mañana. Veré de qué se trata, volveré en un par de horas.
-Si señor, y ojalá que no sea nada grave –dijo mi secretaria con cierta pena.
En la sala de información del hospital, una enfermera gorda de rostro mofletudo me miró con severidad a través de sus gafas estilo mariposa.
-Señor Mariñas, espere en el pasillo por favor, en este momento no puede ver a su esposa.
-Deseo hablar con el médico de turno – declaré un poco alterado.
La enfermera me lanzó una mirada fulminante.
-Le repito, señor, espere en el pasillo, el doctor no puede atenderlo, en este momento se encuentra atendiendo a su esposa.
-Pero... usted sabe...
-Ya le he dicho lo que debe hacer, señor, aquí no tenemos tiempo para discusiones inútiles –cortó ella tajante.
De mala gana me dirigí a aquel pasillo lleno de personas que aguardaban expectantes. En aquellos rostros advertí expresiones de congoja, incertidumbre o impaciencia. Tuve deseos de fumar pero un aviso muy visible indicaba la prohibición de hacerlo, de modo que me aguanté.
Un momento después se abrió una puerta y apareció un médico. Todos nos dirigimos hacia él con precipitación tratando de hablarle al mismo tiempo.
-El señor Mariñas ¿Se encuentra aquí? –preguntó el galeno con acento reposado.
-Soy yo, doctor, quiere usted explicarme...
-Le ruego acompañarme –cortó él – debemos hablar en privado.
Me condujo a un pequeño consultorio. Reparé en su gesto adusto acentuado por una incipiente arruga que se asomaba a su frente.
-Señor Mariñas, seré absolutamente franco –dijo con gravedad- Su esposa tiene un embarazo ectópico cuyas complicaciones son generalmente fatales. ¿Cómo pudo ser usted tan descuidado? ¿Quién estuvo llevando el control de este embarazo? Sepa usted que la trajeron aquí en estado bastante delicado, pero desgraciadamente aquí no contamos con los recursos necesarios para atenderla. Así que he dado orden de que la trasladen a una clínica privada. Usted puede acompañarla en la ambulancia y hacerse cargo ¿Comprende?
-Por supuesto, pero déjeme explicarle que...
-Es un caso de alto riesgo, señor –interrumpió tajante- No hay tiempo que perder, la ambulancia está por salir en este momento.
-De acuerdo, pero yo..
- No voy a escucharlo –interrumpió de nuevo- Tengo que ir al quirófano en este momento.
En el aparcamiento de emergencia externa un numeroso grupo de personas escuchaba, entre gritos y palmoteos, la prédica vehemente de un predicador religioso. Con esfuerzo pude ver por sobre el grupo la camilla en que conducían a la paciente en dirección al vehículo. Me abrí paso como pude, pero cuando ya iba a abordar la ambulancia alguien me detuvo con fuerza poniendo una mano sobre mi hombro. Era el predicador.
-Sabemos de su angustia, hermano – proclamó- Hemos recaudado este dinero que buena falta le hace en este momento, le ruego aceptarlo. Y tenga fe y confianza, la fe mueve montañas,
-Le agradezco, pastor – repuse sorprendido- pero no puedo aceptar ese dinero, yo no soy..
-¡No resista la voluntad de lo alto, hermano! –exclamó –Hay que aceptar la voluntad divina.
-De acuerdo, pero yo no...
Sin saber cómo el predicador introdujo el grueso fajo de billetes en el bolsillo de mi chaqueta. Hice el intento de devolvérselo pero un fuerte empellón que me dio uno de los paramédicos casi me envía de bruces sobre la paciente. Un segundo después la ambulancia arrancó en medio de un estrepitoso ulular de sirenas.
La interné en una clínica muy prestigiosa donde recibió la atención más esmerada. Al cabo de un par de horas una enfermera me indicó que un facultativo deseaba hablarme. Era un hombre de edad avanzada, alto y circunspecto, su aspecto denotaba al hombre seguro de sí mismo.
-Lo felicito señor Mariñas – expresó con cierto entusiasmo- Es usted padre de un hermoso varón.
-Gracias –balbucí apenas – Y ella... ¿Está bien?
-Por supuesto. La operación fue un éxito. Usted trajo a su señora en el momento oportuno, dada la gravedad del caso, de no ser así quizás lo estaríamos lamentando, pero gracias a Dios tanto ella como el niño están bien.
-¿Puedo verlos?- pregunté
-En este momento no es recomendable –explicó el facultativo- Ella todavía está bajo los efectos de la anestesia y el niño está bajo observación, pero podrá verlos esta misma tarde, quizás dentro de un par de horas ¿De acuerdo?
Guardé silencio, mi vista estaba fija en un expresivo cuadro situado tras el escritorio del médico. Al fin dije:
-Lo siento mucho, doctor, pero no regresaré.
El médico me miró con sorpresa, casi con desconcierto, pareció no entender el significado de mis palabras.
-¿Qué....qué dice usted? –tartamudeó
-Me alegro que la señora y el bebé estén perfectamente –dije pausadamente- Pero debo aclarar algo doctor, esa señora no es mi esposa ni ese niño es mío.
En su rostro hubo una expresión de estupor. No atinó a articular palabra.
-Soy un hombre soltero –proseguí – y no tengo la más vaga idea de quién es esa señora, mucho menos de quién es el padre de esa criatura que usted ayudó a traer al mundo.
-Pero...entonces -tartamudeó incrédulo.
-Lo lamento, pero es la verdad. Y ahora debo regresar a mi oficina. Pasaré por la recepción cancelando la cuenta, por eso no se preocupe. ¡Ah! Y ojalá encuentre al irresponsable causante de esta confusión. Hasta luego, doctor.
Boquiabierto, el galeno me vio salir del consultorio como una exhalación. Una vez en mi oficina, Acacia, mi secretaria, me sorprendió silbando alegremente una canción de moda.
-Señor –exclamó sorprendida- No me enteré cuando llegó, pero... ¿Todo está bien?
-Eso creo. Y a propósito ¡Que bien luce con el peinado que se ha hecho! ¡Está sencillamente maravillosa!
-Gracias –repuso con malicia -¿Sabe por qué acepto su cumplido?
-No, dígamelo usted
-Es imposible que un hombre diga mentiras mientras tiene a su esposa grave. Sería imperdonable ¿Verdad?
-Acacia.... sepa usted que todo fue una estúpida confusión. Ella no está grave, pero sobre todo ella no es mi esposa, yo soy un hombre soltero.
-¡Ah no! –exclamó con escepticismo- Eso sí que no voy a creerlo. Todos los hombres dicen lo mismo.
Abrí los brazos con gesto de impotencia
-De acuerdo –dije- Pero talvez me crea si le pido que envíe este dinero al hombre que predica en la emergencia del hospital general. Es algo que le pertenece, por favor haga que se lo lleven inmediatamente.
- Si señor, lo haré de inmediato –repuso fijando los ojos en el grueso fajo de billetes- Pero... sólo por curiosidad ¿Desde cuándo contribuye usted con las iglesias, señor? Que yo sepa, usted siempre ha sido un descreído...

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