El olor a pescaíto frito recorría los pasillos de aquel edificio casi en ruinas. Penetrante.Pegajoso. Había momentos en los que no lo soportaba. Resultaba ser aquel vecino inoportuno que ascendía por las tuberías, se entremezclaba con la humedad de la Primavera tardía y entraba sin llamar. Sin previo aviso. Le provocaba naúseas y más tarde vómitos. Cerraba las ventanas como podía. Los marcos de madera habían cedido con la humedad. Colocaba trapos sucios en las rendijas de los bajos de las puertas. Los enrrollaba como cuando intentaba abrir los paquetes de galletas tostadas. Muchas veces era casi imposible. Cuando estaba disgustada con el mundo descargaba toda su rabia en las propias galletas y, a pedacitos, las ahogaba en leche caliente. Los trapos sucios no frenaban ese olor que seguía siendo penetrante y pegajoso.
Resultaba insoportablemente desgradable. Recorría las tres plantas del edificio una tras otra. Sin llamar a las puertas abiertas. Sin encender las luces apagadas. Sin hacer ruido. Sin competir con el silencio.
Aquel edificio casi en ruinas cobraba vida vecinal con el olor a pescaíto frito. Aunque esos peces no estuvieran en las sartenes que no había de los vecinos que no existían. Aunque el sonido del aceite hirbiendo no llegara a las esquinas de las cocinas sin azulejos. A las cocinas sin cocina.
Evitaba que penetrara en su pequeño lugar casi en ruinas. Evitaba que le robaran sus tesoros de la basura. Su vida era suficientemente complicada para compartirla con ese olor invasor.
Cerraba las ventanas, empujaba los cristales rotos y se encogía de hombros. Quizás así se hacía invisible.
Quizás así seguiría siendo la única vecina en aquel edificio casi en ruinas.