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JERÓNIMO

Los lóbulos de las orejas, parecidos a dos aretes grandes como los que usaba su madre, no le gustaban. No, por lo grandes sino porque lo delataban cuando se asustaba, apenaba, enfurecía o mentía; porque se encendían, con un rojo vivo; similar, al color de las venitas que surcaban las córneas de sus ojos, pardos, y sin brillo.Con la mirada huera, la tez pálida, y un intenso hormigueo en el estómago, Pedro Luís, se acercó trastabillando a la puerta de la habitación contigua a la suya. Temblaba compulsivamente. Tenía frío; un frío como el que transmiten las historias de muertos. Ladeaba la cabeza de un lado a otro; escudriñando, con ojos y oídos, a través de aquella densa oscuridad y sepulcral noche. Horriblemente silenciosa. Inerme, frente a la puerta del lecho nupcial de sus padres,era incapaz de pronunciar palabra alguna; de hacer movimiento alguno; pugnaba por zafarse de las garras del monstruo del que era presa en ese momento: “El miedo”.

¡Papá! ¡Mamá!, gritaban sus pensamientos. Quería, tocar la puerta. La esperanza de que apareciera la figura valiente de su padre o la de su amorosa madre, lo animaba por segundos;anhelaba escuchar: -“Hijo, ¿Qué te pasa? Ven, acuéstate con nosotros”-.

El tiempo y el espacio, pareciera hubiesen hecho un pacto diabólico.Un macabro híbrido, para transformar aquello, que él pensaba por instantes era una pesadilla, en un hecho real; pero difuso y abstruso. Se hallaba en otro plano, en otra dimensión. Quizás en la cuarta dimensión: Donde, las formas se pliegan y repliegan. Lo sólido, y lo líquido se hunden en el abismo de la nada..Estaba, sin duda, en el temido plano astral.

Pedro Luís, era un niño de apenas once años. De apariencia tímida. Moreno, pelo negro, cuerpo ligero de peso, ojos pardos, y sin brillo. Tenía miedo, mucho miedo. Lloraba; lo hacía con el llanto del inocente desvalido. Ya nadie lo tomaba en cuenta-pensaba- “Si hasta mi maestra, que tanto me alababa, ahora me hace sentir como si no existiera. Ramoncito, mi mejor compañero no me responde cuando le habló. Hasta lo he tocado, y no me atiende”. “¿Es qué no existo? ¿Es qué no me ven?”- Se preguntaba-

De improviso, sintió una cálida humedad que corría desde la entrepierna de sus pantalones cortos hasta el tobillo. Impulsándolo a sacudir levemente las piernas para deshacerse de la incómoda secreción que lo había empapado. Por primera vez, sentía la repulsiva y vergonzante sensación producida por el contacto de la orina con la piel etérea de su cuerpo flotante. No obstante, la pérdida del control de sus esfínteres hizo que se calmará, poco a poco, intentaba vencer el miedo que lo mantenía atrapado; paralizado literalmente. Se decía: -Sólo, se interrumpió la energía eléctrica. ¿Por qué he de temer a la oscuridad? Los muertos no existen. Todo lo estoy imaginando-Así, más calmado; más animado llamaba con firmeza a la puerta de la habitación de sus padres; contrayendo la mano, con los nudillos de los dedos golpeó varias veces la lámina de madera contra enchapada. No obstante, al deseo inmenso de que le abrieran, temía alarmar a sus padres. Sobre todo a su madre quien, últimamente, permanecía muy triste y deprimida como el odioso color negro de la ropa que solía usar de un tiempo para acá. Él golpeteó a la puerta, extrañamente, se escuchaba, pero no se oía. Eso le inquietaba, pero, no le iba a hacer desistir de su determinación de librarse de aquella fenoménica situación. Por ello, había decidido llamarlos, a viva voz: - ¡Mamáa! ¡Papáa!.

Finalmente, tras escuchar el chirrido de las bisagras, sonido que imitaba su abuelo cuando de visita por las noches le narraba historias de muertos, que abrían y cerraban puertas, arrastraban cadenas, halaban cabellos, tocaban, al que dormía; la puerta se abrió. Lo había conseguido una vez más-pensaba-Estaba dentro de la habitación como quería. ¡Ahora podría dormir de nuevo con sus padres! Se acomodó entre ambos. Después de un breve serpenteo como el de las culebras cuando reptan, se disponía a dormir profundamente; no sin antes, levantar un poco su hombro derecho para liberar parte del cabello de su madre, que había quedado aprisionado debajo de éste. De inmediato, Elena, su madre, despertaba sollozando. Temblorosa, asiéndose firmemente al torso de José Augusto, su marido; despertándolo, angustiada, le decía casi al oído:-¡José, José, el niño. El niño, es él. Está aquí con nosotros en la cama! José, consciente del estado de conmoción, por la cual atravesaba su esposa, le respondió con infinita ternura:-Elena, Elena, mi amor tienes que sobreponerte. A mí me duele tanto como a ti; por favor duerme.

Mientras, la resistencia daba paso a la turbación. Las lágrimas, desobedientes, comenzaron a brotar de los ojos fatigados de José Augusto; quien hacía esfuerzos sobrehumanos para evitar que su atribulada cónyuge, se percatase de que el tenía desgarrada el alma. Desde aquel aciago día en el que una maldita bala perdida fue a dar contra la humanidad de su amado hijo. Quitándole la vida cuando el niño, Pedro Luís, un 27 de agosto como hoy, había salido de su cuarto, para continuar con la mala costumbre, de pasarse por las noches para la cama de ellos.
Datos del Cuento
  • Categoría: Misterios
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