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Jacinto

El más joven de los hijos de Amiclas, rey de Laconia, era Jacinto. Febo Apolo vio al apuesto muchacho y sintió por él una profunda inclinación; incluso llegó a pensar en elevarle al Olimpo con el fin de tenerle a su lado para toda la eternidad. Pero un aciago destino se opuso a aquella exaltación del ser mortal y lo arrebató a la vida cuando era todavía un delicado adolescente.

Apolo dejaba con frecuencia la sagrada Delfos para ir a so­lazarse, en compañía de su favorito, en las orillas del Eurotas, junto a la abierta ciudad de Esparta. Entregado a alegres jue­gos, olvidábase de la lira y el arco, y no desdeñaba lanzarse a cazar con Jacinto por las abruptas alturas del Taigeto. Un día, a la hora meridiana, cuando el sol enviaba verticalmente sus abrasadores rayos, se untaron el cuerpo con aceite y se entrega­ron al ejercicio del lanzamiento del disco. Apolo fue el primero en levantar el pesado redondel; lo balanceó con el brazo y lo arrojó al aire con tanta fuerza que desgarró una nube del cielo. Transcurrió largo rato antes de que el redondo metal cayera de nuevo al suelo. Ansioso de imitar al divino maestro, el mu­chacho se precipitó a recoger el disco antes de que terminara su caída; y el disco, rebotando de un fondo de rocas, fue a dar en el rostro del mozo. Tan pálido como el herido, acudió Apolo a toda prisa y levantó en brazos a la víctima ya insensible. Trató de reanimar los miembros inertes, de restañar la sangre que ma­naba de la terrible herida, de aplicar hierbas salutíferas que re­tuviesen el alma que se escapaba, pero todo en vano. Como la delicada flor que. quebrada, deja caer de pronto la marchita corola, así también la cabeza del pobre niño, desfallecida y lán­guida, se inclinó sobre el pecho del dios. Llamábale éste con los nombres más tiernos y regaba de amargas lágrimas su rostro. ¡Ay!, ¡ojalá le fuera permitido abandonar con él la vida! Al fin exclamó:

—No. dulce niño, no morirás del todo, mi música te cantará y, convertido en flor, pregonarás mi dolor a los vientos.

Así dijo Apolo; del torrente de sangre que teñía de rojo la hierba, brotó una flor de sombrío brillo como la púrpura de Tiro; de un tallo salieron numerosas flores en forma de lirio y cada una llevaba grabado en sus hojuelas, con escritura bien visible, el suspiro del dios, «¡ai, ai!». Por eso ahora viene con la primavera la flor que lleva el nombre del favorito de los dio­ses y, como aquél, muere pronto, símbolo de la caducidad de todo lo bello sobre la Tierra. Pero en Laconia se celebraba todos los años, a la entrada del verano, un gran festival en honor de Jacinto y de su divino amigo, las Jacintias, en el cual se reme­moraba melancólicamente la prematura muerte del muchacho, y a la vez se celebraba su divinización.

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