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Categoría: Ciencia Ficción

Jaque mate, homo sapiens (2 de 2)

-– ¿La puedo ayudar en algo, jovencita? -– preguntó, con voz profunda y ronca, el misterioso individuo.

-– Estoy buscando libros de ajedrez.

–- Están en la sección de ciencia ficción.

La joven fue rápidamente a dicha sección, apurada no tanto por encontrarse con sus añorados libros como por la necesidad de alejarse del sujeto cuyo anterior trabajo debió ser en algún castillo de Transilvania.

Allí estaban los libros que buscaba. Primero encontró 10 razones por las cuales el caballo es mejor que el alfil, del mismo autor de 10 razones por las cuales el alfil es mejor que el caballo. Enseguida halló también al best-seller Enroque largo, enroque corto. Siguió revisando los atestados estantes hasta que leyó el título que le faltaba a su colección: el controversial ¿Rey o reina?

Como era de naturaleza curiosa, una vez en la caja debía averiguar qué hacían esos libros en la sección de ciencia ficción.

–- ¿Están acomodando los libros? –- dijo

–- Los acomodé personalmente la semana pasada –- dijo el anciano.

La joven prosiguió la conversación con su sarcasmo característico:

–- Esteemmm, creo que se equivocó. Verá, el ajedrez no tiene nada que ver con ciencia ficción, se trata de un juego, un juego en el cual…

–- ¡Sé perfectamente lo que es el ajedrez! -– interrumpió el encargado de la librería mientras su puño golpeaba la mesa.

Cualquier otra chica de su edad habría temblado de terror ante semejante gruñido de ultratumba, pero no Josefina, ella mantendría su compostura hasta llegar al fondo del asunto.

-– ¿Se puede saber entonces qué hacían estos libros junto a los de Isaac Asimov y Ray Bradbury? –- dijo la joven.

-– Bradbury no era un autor estrictamente de ciencia ficción, lo sé. Los escenarios futuristas que él construía eran ornamentales, pretextos para contar historias de varios géneros, y uno de sus preferidos era el terror ¿Cree usted que sería mejor ubicarlo junto a Poe y a Lovecraft? – dijo el hombre en tono provocador.

Josefina entrecerró los ojos (algo que acostumbra hacer cuando alguien le toma el pelo) y contestó:

-– No es eso a lo que me refería.

El encargado sonrió mostrando sus escasos y amarillos dientes, luego dijo:

–- ¿Se refiere entonces a que los libros que van en otra sección no son los de Bradbury sino los de ajedrez?

–- Elemental.

–- ¿Qué es para usted el ajedrez, jovencita?

–- Es un juego en el que no influye el azar.

-– Correcto, ¿pero que representa?

–- Es una batalla, supuestamente – dijo Josefina.

–- También es correcto, ¿pero de qué época?

Josefina comenzaba a impacientarse:

-– Medieval o anterior. Está el rey… la reina… hay torres, caballeros, obispos… y los chiquititos son soldaditos -– dijo, y luego le sonrió al tenebroso señor.

El hombre se acercó a la joven, parecía aún más alto que antes. La luz de la biblioteca no iluminaba su rostro y lo único que Josefina podía ver bien en él eran sus amarillos dientes y sus penetrantes ojos inyectados de sangre.

-– No se trata de un campo de batalla medieval, no hay reyes, reinas ni torres, no hay honor para tus caballeros ni dioses que escuchen a tus obispos. De ninguna manera son soldados los peones. El ajedrez no es una escena del pasado, es una visión del futuro.

Josefina no se sintió en absoluta amenazada por el señor que a esa altura era casi un viejo amigo para ella. Sin caer presa del terror que a otro le podría infundir el misterioso individuo, preguntó:

-– ¿De qué está hablando?

Lo dijo lo más educadamente que le fue posible, esforzándose por suprimir la palabra entre “qué” y “está” que quería incluir en su pregunta.

El encargado de la librería continuó con su explicación:

-– ¿Quién cree usted que nos representa en el tablero? No podemos ser todos reyes. El ser humano… ese patético personaje que en promedio no alcanza los dos metros de altura ni llega a los 100 años de edad, es representado por la pieza más común del juego: el peón.

La joven interrumpió al señor en pleno auge de su discurso:

-– Usted mide más de dos metros, ¿verdad?

Lo dijo lo más educadamente que le fue posible, esforzándose por suprimir el “y tiene más de 100 años, ¿verdad?” que quería incluir en su pregunta.

-– Dos metros seis centímetros para ser exacto, pero precisamente eso es raro en un hombre. Si mis cálculos son correctos, el rey y la reina medirían, en promedio, unos tres metros en la vida real. Claramente no son seres humanos. Ahora bien, toda especie que deja de evolucionar está destinada a la extinción, y el ser hombre ha dejado de evolucionar en lo que se refiere a la selección natural, pero evolucionará a su manera, jugando a ser Dios con ingeniería genética.

Josefina comenzó a interesarse por lo que tenía para decir el tenebroso anciano y lo dejó proseguir con su discurso sin interrumpirlo.

-– Pensemos… una persona con genes defectuosos, causantes de una enfermedad hereditaria, podría evitar transmitírselos a sus hijos fácilmente. En el futuro cualquier laboratorio podrá extraer un gen de un pariente del desafortunado para que su descendencia nazca sana; no habría nada de malo en ello, en definitiva se estaría usando la ciencia para prevenir una enfermedad. Pero de la misma manera podrían seleccionarse genes dentro del pool familiar de una persona para que sus hijos nazcan más altos, fuertes, bellos e inteligentes. Luego de un tiempo, ¿qué evitaría que una persona “compre” genes de otros o incluso se inventen genes sintéticos? Así es como eventualmente la raza humana se dividirá en dos, surgiendo una especie mejor, con una vida más larga y un cuerpo más perfecto, inmune a todas las enfermedades que hoy nos afectan.

Las mejillas de Josefina habían perdido su color en el momento exacto en que el anciano hizo el gesto de comillas. Con la sangre helada y un nudo en la garganta, alcanzó a pronunciar la pregunta que venía amenazando sus más profundos sueños:

-– ¿Entonces nos extinguiremos?

–- Ojalá así sea -– dijo el anciano –-, o terminaremos convirtiéndonos en los peones de una nueva especie.

Josefina no pudo dormir ni esa noche ni las tres siguientes.

Una mañana decidió volver a la librería, aunque no sabía bien para qué. Subió las escaleras de mármol pero no encontró ni un solo libro, en su lugar vio que se estaba inaugurando un colorido y moderno bar. Luego de unos segundos se retiró mientras se decía a sí misma que las viejas librerías son también una especie en extinción.

  

FIN

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