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Julius en los pirineos

Cuando Julius nació no sabía lo que se le venía encima.

Fue una mañana fría de invierno. Nevaba y la ventisca cortaba la cara. Su madre, gitana de raza, de esas que estremecen con la mirada, lo echó al mundo en una chabola ruinosa. Su padre, noble francés de esos que son ricos en penas, había huido hacía ocho meses, en cuanto se enteró de que la gitanilla se había quedado encinta.

Julius no tuvo el mejor recibimiento que puede tener un recién nacido. Su padre le había dejado de regalo unos preciosos ojos azules y el pelo dorado como el trigo. La piel la tenía blanca como la leche de cabra. Al verlo, el verdadero marido de la joven gitana, un mayoral con el pelo enmarañado, la expresión tosca y la mano dura, bramó como un toro de monte. Aquel hijo, sin duda, no era fruto suyo. Miró a la gitana con ira de demonio y gritó:

Del peral no salen manzanas.

Y allí mismo, delante del pequeño Julius, le propinó tal paliza a su mujer que, allí mismo también, la mató.

La tía de Julius se encargó de que no encarase su ira contra el pequeño. Lo cogió en brazos y se lo llevó consigo, llenándole de besos y caricias. El recién nacido lloraba, la tía lloraba, y el gitano mayoral lloraba mientras paseaba sus pezuñas por barras de tabernas sin nombre.

La tía, quince años sin cumplir, cobarde como un pollo de corral, abandonó a su sobrinito al borde del camino, cubriéndolo de mantas, con la esperanza de que algún caminante lo viese y lo recogiese piadoso. Al cabo de todo el día, pasó una vieja sorda que no le oyó llorar, un niño que corría detrás de una pelota de trapo y una mula perdida. El frío y la nieve se cernía sobre el pequeñín y, cualquiera que hubiese sido consciente de la situación, hubiera pensado que no le quedaban ni dos horas de vida.

Pero no fue así.

Al llegar la noche, un peregrino que marchaba camino a Santiago, lo escuchó y cayó al instante en que tal llorar no era ni de cachorro de lobo ni de cordero. Se acercó al borde del camino y, retirando las mantas que cubrían su desnudo cuerpo, lo cogió en brazos y lo apretó contra su cuerpo. Al instante, el pequeño Julius, dejó de llorar y quedó rendido en los más profundos sueños.

El peregrino, un conocido Jorjón por todos los pueblos que había pasado, se vio tan conmovido por la criatura que tenía en su regazo, que no pudo volver a dejarla en la orilla del camino. Con una sonrisa que cortaba sus labios helados, prosiguió su camino con él.

Durante dos días le dio de beber la leche de cabra que le habían ofrecido en Canfranc, pueblo que dejó atrás un día antes de toparse con Julius. Pasó hambre por alimentar al bebé, que se regocijaba al sentir la leche en sus labios fríos.

Caminando sin descanso, presa del hambre y la fatiga, el buen Jorjón llegó al hospital Santa Cristina, uno de los tres más importantes del mundo en tiempos del buen Jorjón y del triste Julius. Le pareció una luz en medio de un túnel.

Una joven de tez blanca les recibió con los brazos abiertos. Les ofreció la única cama que quedaba bacante en el lugar y les contentó con un pedazo de pan duro y una botella de vino.

Jorjón, caminante proveniente de lugar tan lejano que no se llega a alcanzar nunca, tenía los pies como hierros al rojo vivo y la ventisca apoderada de sus jóvenes pulmones. Le cuidaron tanto como se pudo en aquel hospital. Le dieron vino hasta vaciar los toneles de medio Pirineo, queso hasta dejar sin leche los establos del hospital, y pan hasta enloquecer los molinos de la zona. Pero no pudieron con el cansancio, el abatimiento y la pulmonía que había echo mella en él en todo el viaje.

Lo enterraron con la concha sobre el pecho en la necrópolis del hospital. Julius, inconsciente de la situación, con una semana de edad, no pudo cesar su llanto en una jornada entera. Sin embargo, el pequeño medraba, acrecentaba en peso y tamaño con todos los cuidados que en el hospital recibía. El joven Jorjón había dicho al morir que cuidaran de él como un hijo, y así, sin duda, se le atendió en aquel lugar.

A los dos meses de edad, cuando su mirada azul y su sonrisa blanca eran ya las más populares del hospital, las más alegres y las más contempladas, se le ocurrió a alguien, por fin, el dotarle de un nombre.

Una de las jóvenes que le había atendido con amor de madre, dijo que, a chiquillo rubio y con ojos azules, nombre extranjero.

Otra de las púberes que estaba al cargo del bebé, de ojos claros y tez morena, dijo que a chiquillo rubio y con ojos azules, nombre de la tierra.

Y, finalmente, la joven que estuvo al tanto del difunto Jorjón, afirmó que de los labios del póstumo peregrino había escuchado el nombre de Julius como nombre del bebé. El jefe del hospital, don Oscar de la Fuente sentenció con aire solemne que, finalmente, el niño debía llamarse Julius, pues así lo había querido su salvador. Y, además, aunque no quisiera creer en ello, porque el respeto a los muertos, cohibe a cualquiera.

El niño rubio y de ojos azules, y piel blanca como la nieve, creció y vivió en el hospital de Santa Cristina como un niño bien atendido. El calor de un hogar y la paz nunca faltaron en su infancia. Tampoco se le malcrió, llevándole por el camino del vicio. Tuvo una educación que ya la quisieran los reyes para sus hijos.

A la edad de ocho años, Julius era un niño avispado y astuto, que alimentaba su espíritu con los relatos de los peregrinos y los libros que éstos le regalaban, dejando toda su cultura en las manos pálidas del pequeño. A las nueve primaveras, Julius sabía tanto como los monjes que, en menor medida, también se encargaron de su educación. Ellos fueron los que comenzaron a llamarle "el pequeño francesito", y fue tal el sambenito que tuvo que aguantar Julius toda su vida.

Su sangre gitana comenzaba a hacer estragos en él. Sin duda era audaz como una zorra de monte, espabilado como un ciervo e inteligente como un búho. Arrancó de las historias de los peregrinos valores fundamentales de la vida.

Cuando cumplió quince, por primera vez, recibió un regalo de reyes. Era un muchachito agraciado y listo. Se las ingeniaba para conseguir lo que quería. Y, esa vez, había pedido por favor, que le llevasen a las cuevas de Guixas, que tanta fama llevaban en el Pirineo, que tantos relatos habían protagonizado. Sus ansias de verlas y entrar en ellas eran tales, que el hermano Pedro, fraile franciscano de buen corazón, decidió llevarle un día.

Y así fue. En la madrugada del día de Epifanía, cuando las nieblas cubrían las montañas como un fantasmal manto, y la luna iluminaba el camino con un hilo de luz, se encaminaron ambos hacia las famosas grutas. El padre Pedro no creía en leyendas, no creía que en aquella cueva se reuniesen las brujas de la zona. Él, por su parte, nunca las había visto.

Julius, el pequeño francesito, tenía respecto a la cueva la cabeza llena de pájaros. En el hospital le habían negado siempre la existencia de mujeres que realizaban magia con colas de gato y anclas de rana. Los peregrinos, en cambio, hombres que todo lo sabían y que todo lo habían vivido, le aseguraban que la voz carrasposa de las brujas se oía resonar en las paredes de la cueva cada noche, y el olor nauseabundo de sus pócimas ahuyentaba a los lobos y a los gatos a leguas a la redonda. Tales relatos, al pequeño francesito, le entusiasmaban, le quitaban el sueño y le hacían imaginar mil cosas fascinantes. Por eso quería verlo con sus propios ojos. Quería ver la gruta, "la catedral" que había en la gruta, las brujas que habitaban en la gruta y todo lo que de ella había oído relatar.

El camino angosto y largo como un mal día, les condujo al Collarada, una montaña inmensa como la fe de un peregrino. Anduvieron por su ladera unos pasos con sus pies descalzos, y alcanzaron el gran agujero que servía de entrada a las brujas por el techo de la cueva. Unos extraños ruidos provenían del interior. Eran unas risas de vieja, unas voces agrietadas. Las brujas.

Al asomarse por el enorme agujero, el pequeño francesito notó como su corazón latía cada vez más deprisa, sin control, como si el diablo lo hubiera tomado como un regalo. El padre Pedro, al verlas, sin mas, se desmayó. Perdió el conocimiento y quedó tendido sobre la hierba.

Julius, por su parte, fue presa del pánico. Si ver a aquellas viejas vestidas con trapos oscuros, relatando quién sabe qué locura en torno a un sin fin de extraños objetos le supuso un estado de éxtasis del que le era difícil salir, el ver a su amigo el hermano Pedro sin conocimiento, le sacó fuera de control.

Cometió el mayor error de su vida.

Comenzó a gritar como un endemoniado, a maljurar por todos los santos que le habían enseñado los peregrinos, a pedir auxilio a cambio de la vida. Se veía sólo y desamparado, inútil como una hormiga en medio de la nieve. Se irguió y, al hacerlo, perdió el equilibrio y cayó a la cueva por el enorme agujero.

Cuando volvió a abrir los ojos, se vio rodeado de, por lo menos, una veintena de viejas que le miraban con sus ojos cenizos. Estaba recostado sobre un suelo frío y húmedo. Enseguida comprendió que estaba en la cueva de las Guixas, rodeado de brujas. Un sudor frío comenzó a recorrerle la espalda, como agua helada. El temblor se hizo al cargo de su cuerpo como el viento airado de una veleta, como esos temblores que tenían los peregrinos viejos en el hospital.

Una de las brujas, mucho más vieja que las demás, mucho más engarrotada, dio la espalda al grupo, y, apoyándose en un bastón que a Julius le pareció el tridente del demonio, comenzó a decir, con su voz fatigada y gris:

Satán mío, Satán mío, ¿qué hago yo con un mortal?

Haz lo que pida Satán - respondieron a coro todas las otras brujas.

Satán mío, Satán mío, ¿qué hago yo con un mortal?

Haz lo que pida Satán.

La bruja vieja preguntaba y las otras brujas respondían. Julius pensó con acierto que estaban completamente locas. Repitieron tantas veces que al pequeño francesito se le antojó un invierno de un siglo entero. Las voces rasgadas parecían un rumor endemoniado, el zumbido de mil moscas.

Observó un pequeño pajarillo sobre uno de los salientes de la pared. Era uno de los chochines que habitaban en la cueva. Lo había aprendido de las noches en torno al fuego, escuchando a los caminantes. Se sintió agobiado, como si le hubieran atado el corazón y el pecho.

Al cabo de un buen rato, tanto que se hizo de día y una bocanada de luz comenzó a entrar por el enorme agujero de la cueva, las brujas cesaron su plegaria al demonio y la vieja se volvió a Julius. Con la mirada, el muchachito, ojeó a todas las brujas, y sus ojillos azules se tornaron a una que era mucho más joven y que, sin esos horribles atuendos y la cola de gato que le colgaba del cuello, bien podría haber sido una púber agraciada. La brujilla también le miraba, con una pizca de temor, y una pizca de ternura. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la vieja bruja que, con la raíz que le servía de bastón, le hizo volver a la realidad.

Mortal... - comenzó, provocando un escalofrío al clavar sus ojos cenizos y añejos en la mirada celeste de Julius - Satán me manda matarte y hacer con tu sangre un ponche.

Todas las mujeres que le rodeaban estallaron en carcajadas. Un murciélago despertó de su letargo y correteó junto a ellas. La sangre del joven muchacho se le congeló como un pámpano.

Pero... al ser tan solo una cría de mortal, creo que, por una vez, debo esperar.

Hizo una pausa. Julius se preguntaba si debía alegrarse o preocuparse. Esperar a su muerte era agonizar antes de la agonía.

Nos serás de útil ayuda para encontrar colas de gato, dientes de cuervo, y ojos de muchachas.

Hubo otra carcajada general que le puso el vello de punta. Que Julius recordase, nunca había pasado tanto miedo. Tiritaba como si estuviese desnudo en medio del hielo.

La bruja vieja no siguió hablando. Con un gesto, mandó a las otras que le llevaran a una sala situada en lo profundo de la cueva. Descalzo, Julius caminó por la gruta como un reo al que van a fusilar.

La sala a la que le llevaron era aterradora. Un cadáver humano colgaba del techo. Estaba casi a oscuras y, al fondo, se podía distinguir un frondoso grupo de murciélagos colgados como los jamones, ocultando su fealdad con sus capas negras. Las brujas le dijeron que ni se le ocurriera intentar escapar, y luego, tras atarlo a un hierro que salía de la pared, le dejaron solo, vigilado por una de ellas.

Julius volvió a recorrer con la mirada las paredes y el techo de la sala. La vista del cadáver le producía escalofríos. Era una mujer delgada, con el pelo canoso colgando sobre su cara, y la piel comenzando a caerse a tiras. Bajo ella, en el suelo, había una mancha roja de sangre.

El pequeño francesito miró a la bruja que lo vigilaba. La luz tenue de la sala le impedía observarla con nitidez. Sin embargo, a medida que comenzó a hacerse de día, pudo distinguir la silueta de una muchacha joven, de lindos rasgos en su faz. Era la brujilla que había visto antes

En un instante, cuando la joven volvió sus ojos a él, quedó prendido de ella. Tenía los ojos más bonitos que jamás había visto, y la expresión más angelical que su mirada azul había observado. Era preciosa.

La brujilla, al mirarle, sintió lo mismo. Los muchachos rubios y de ojos azules no abundaban en la zona. Además, sintió como en aquella mirada había tanta inocencia como en los pobres animalillos que cazaban cada noche para los hechizos.

Permanecieron unos instantes contemplándose, en absoluto silencio, en el ambiente mágico de la cueva. Finalmente, Julius, movido por una extraña fuerza que jamás había sentido, le dijo, con la voz más suave que jamás había conseguido entonar:

Hola, me llamo Julius.

La brujilla duró unos instantes y al final, susurró:

Me prohíben hablarte. - hizo una pausa. Debió pensar que nadie se iba a enterar, que, al fin y al cabo, todas sus amigas las brujas estaban locas. - me llamo Dolores, me llaman Lolita.

Bonito nombre - dijo al fin Julius, sonriendo. Luego miró al techo otra vez más, y, señalando con la mirada a la mujer que colgaba del como un jamón, preguntó - ¿qué le pasó?

Se volvió completamente loca, intentó matarnos - la brujilla Lolita no dejaba de mirar al suelo.

Vaya...

Sin saber cómo llevar una conversación, los dos jóvenes permanecieron en silencio, sonriendo, con la mirada fija en el suelo rocoso y frío de la cueva. Enseguida llegó una bruja, que le susurró unas palabras aceitosas al oído de la joven. Marcharon las dos aprisa.

Tuvieron que pasar muchos días para que en la sala de Julius y la bruja colgante volviera a montar guardia la brujilla Lolita. Julius se alegró enormemente cuando la vio acercarse, y no dejaba de sonreír a la bruja difunta. Se había convertido en su única amiga.

Hola Lolita - dijo, con su suave voz de adolescente.

Hola - murmuró la chica.

¿Por qué no has venido más veces?

No me dejan hablarte, Julius. Eres un mortal.

¿El qué? - Julius no se explicaba - ¿tú no?

Tanto como tú. Pero ellas creen que no. Creen que eres el enemigo. Los que son como tú las matan.

Hicieron una pausa de unos segundos y, Lolita, se decidió a hablar:

Julius, no quiero seguir siendo bruja. Están todas locas, locas, locas. - comenzó a llorar como una niña sola y desamparada.

El pequeño francesito, de verla llorar, sufría en silencio como una oveja mientras es degollada por un lobo. Intentó soltarse con un forcejeo débil; pero pronto se dio cuenta de que por sí solo, no conseguiría escapar. La brujilla, mientras, no cesaba su llanto.

Lolita, Lolita - le susurró el joven - no llores, por favor, que de verte sufro yo.

La joven levantó la vista y, con paso lento, se acercó a él. Luego, sin decir nada, como si una voz interior le obligara a hacerlo, le desató de las cuerdas que desde hacía días le habían aprisionado al hierro que sobresalía de la pared.

Julius la abrazó, y la brujilla, triste como el día de Noche Vieja, cesó su llanto, y se unió a él en un abrazo.

Te quiero, brujilla - le dijo al oído el chico, con palabras aterciopeladas.

Lolita repitió sus palabras, y, con la única testigo de la bruja colgada, se besaron tiernamente al amparo de la soledad de la sala.

Estaban solos y tenían miedo. Sabían que si los descubrían, les matarían, pero no podían poner barreras a sus sentimientos. Además, si eran los únicos que había en aquella sala de la enorme caverna ¿quién los iba a descubrir?

Las brujas, desde que nacen, son malas hasta en la muerte. Se dedican a vender su alma y la de pobres inocentes al diablo. Y eso fue lo que les ocurrió a Julius y a Lolita. Fundidos en aquel beso, abrazados, presas del terror y, a la vez, tan enamorados, fueron traicionados por una de las brujas de aquella caverna que, hasta el momento, no había mostrado ningún signo de maldad. Más bien daba lástima.

La bruja que colgaba del techo como un jamón se desplomó contra el suelo provocando un mortal estruendo. Los dos jóvenes se sobresaltaron, intentaron buscar una salida que no fuese la principal de aquella sala, pero no la hallaron. Presas del pánico, se aferraron fuertemente en un abrazo.

Las otras brujas, al oír el estruendo proveniente de la sala de la bruja colgante, acudieron rápidamente a ella, como alma que lleva el diablo, y nunca mejor dicho.

Al ver al joven mortal y a una de sus brujillas abrazados, irrumpieron en ira, clamando con sus voces grises misericordia a Satán, aullando como lobos y agitando sus bastones. Parecían haber descendido a la locura de los infiernos.

Mientras las otras brujas seguían en su ritual diabólico, la bruja vieja se acercó a la pareja de jóvenes que permanecían abrazados, y gritó, con un grito rojo y frío que se coló en la sien de ambos inocentes:

Satán, Satán ¡¡¿Qué he hecho mal?!! Perdóname, ¡¡Perdóname!! Castigaré a estos viles seres hasta que los buitres coman su carroña, pero ¡¡¡perdóname!!! Yo no seré como esta zorra, yo nunca me acercaré a un mortal. Los mortales te odian, y yo soy tuya, Satán, soy tuya...

Y tras decir esto, propinó los castigos a ambos, que inocentes, se habían unido en las puertas de su muerte.

A Julius lo mandó matar con un tridente al rojo vivo, arrancándole los ojos antes de morir. Después lo colgó donde antes colgó la bruja y en esa sala celebró un ritual para alejar el mal espíritu del triste Julius.

A Lolita, la brujilla, la mandó pasar el resto de sus días llorando cara a la pared en la cueva, sin volver su vista a la luz, ni comer, ni beber ni agua ni vino, ni volver a andar.

Y así es como termina la historia de Julius, un muchacho sin fortuna, cuya mayor desgracia fue nacer, y cuya mayor suerte, morir.
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