Mientras revisaba una vieja caja de cartón buscando un certificado extraviado, una suave y antigua melodía atrajo mi atención y logró envolverme en recuerdos de lejanas épocas.
Provenía de algún lugar lejano, pero la percibía claramente y adquiría mayor significación en la quietud de la noche al contrastar con el silencio de mi habitación.
Sentí la necesidad de acudir donde la música, y para no romper el hechizo y la emoción que en mí despertaba, antes que concluyera, intenté recorrer el camino que me llevaba a ella.
Caminé descalzo, en pijamas, por el viejo zaguán hacia la puerta de calle. Ésta se abrió sola, lentamente, como indicándome el camino. A través de una bruma que se despejaba, vi claramente el jardín con su viejo portón en la casa de mi niñez. Y más adelante mi padre, enfundado en su impecable traje azul, posando para una foto antes de irse para el banco que mi hermana mayor pretendía sacarle con la vieja cámara Ferrania de cajoncito.
Doña Matilde, mi abuela, parada como era su costumbre en el umbral, daba indicaciones sobre los peligros que implicaba hacer eso en la calle cuando en cualquier momento podía pasar algún auto.
Marta me decía: "ves, cambiando esta palanquita para el otro lado; en lugar de 8 fotos podés sacar 16 pero, van a ser más chicas".
Yo no entendía mucho pero me gustaba que me explicaran cosas tan difíciles. Como me dijeron que podía hacerlo, miré por el cuadradito de vidrio de la cámara y apreté un botoncito según la indicación, y saqué la foto de mi abuela parada en la puerta.
Es la que ahora estoy mirando junto a la de mi padre, las dos fotos color sepia que encontré casi por casualidad antes de tirar un sobre muy viejo con recortes de diario, cartas y documentos que ya ahora a mis 60 años no me sirven para nada.
El certificado no lo encontré, pero tampoco quise, o mejor dicho no pude seguir buscando.