Mientras la sequedad de su boca, hacía mella en la humanidad del ilusionario caminante de la vida. Cuando el sol hervía sus ideas y producía la mística sensación de volar.

Y sus pasos cansinos demarcaban la cantidad de surcos trazados, vigilando que la vida sea vida y que la sed no apague su templanza.

Allí en el meridiano que separa la paz de la guerra y la tranquilidad de la extenuación; con los rayos como cuchillos clavados en su sien.

Con el sudor como gotas de una lluvia pasajera. Sin descanso, sin piedad y el calor a punto de ser fuego.

A lo lejos, en ese futuro cercano que delimita el horizonte visual y real; un manantial de ilusiones placenteras se esgrime como un sueño. Un bosque de paradisíaca imaginación.

Al alcance de la mano, un lago de aguas efervescentes y cristalinas, incentivando la tenaz osadía de vencer al sol.

Con el arma pertinaz de la ilusión; con el escudo invencible del soñador. Ese soñador que mueve montañas y abre mares.

A pasos de palmeras de colores intensos, épico contraste con la sequedad arenosa del lugar.

Y el cantar de los pájaros silvestres, haciendo sentir su estridencia para competir con el mismísimo silencio desértico.

Con la base musical del viento que mece las largas ramas del palmar, orquestando una inusual y firme canción natural.

Mágica emoción de sentir un sueño cumplido. Fresca sensación de presentir el descanso a flor de piel, sólo a instantes.

A un minuto de cruzar la línea que separa la vida de la muerte. Sólo un instante certificando la esencial virtud del placer natural.

Un segundo y como un eclipse al corazón, la desaparición del manantial virtual, sentencia el final de la magia. Un ilusionario oasis de emociones soñadas, hecha añicos por una realidad propia del lugar.

El horizonte inhóspito y desolado, uniendo cielo y tierra en una línea recta que separa la vida de la muerte.

Y a lo lejos, un manantial de emociones, intentando recrear un nuevo motivo para soñar.