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LA REINA VANIDOSA

Hace muchos cientos de años, en un país no muy lejano, había una reina muy rica y muy poderosa. Vivía en un palacio igual o más grande que la actual ciudad de Barcelona y tenía cientos de habitaciones, aunque rara vez se utilizaban la mitad. Los enormes jardines que lo rodeaban estaban recubiertos por flores de diferentes colores, y no había ni una sola maceta que no fuera cuidada y vigilada todo el día por alguno de sus más de veinte jardineros. Quizás todos estos cuidados parezcan excesivos, pero es que el jardín debía estar a la altura de todos los nobles que lo visitaban, que no eran pocos. La propietaria de todo esto, la reina, era una mujer de mediana edad y un poco bajita. Su pelo negro, como el carbón le llegaba hasta la cintura. Tenía los ojos de un azul muy intenso, pero nadie se fijaba en ellos porque tenía un grano en el centro de la mejilla que llamaba más la atención. A pesar de ello, ella se creía muy bella. De hecho, ese era uno de sus principales defectos.

La reina vivía en su propio universo totalmente alejado de la realidad. Creía que era la mujer más bella del universo y que no tenía ningún defecto, y eso la convertía en una arrogante a ojos del mundo, porque siempre se creía superior y despreciaba a los demás. Pero de todo esto, ella no se daba cuenta. Aun así, la reina, como a todos los reyes y reinas que aparecen en los cuentos, le faltaba una cosa: la felicidad.

Siempre había vivido sola (exceptuando a los sirvientes) y siempre había estado bien. Pero cuando cumplió cuarenta años, esta señora empezó a sentirse sola, nunca sabía qué hacer y siempre estaba aburrida. Intentó solucionarlo dando muchos paseos por su enorme jardín o haciendo construir su estatua bañada en oro. Pero nada, en su vida faltaba algo. Decidió preguntar qué era a algunas de sus criadas más próximas, y todas respondieron lo mismo: un marido. Quizás fuera cierto o quizás no, pero ella decidió hacerles caso. La monarca mandó a sus mensajeros a comunicar por todas la cortes que buscaba un marido. La noticia se extendió por todo el mundo; esta reina era muy poderosa, y todos los reyes y príncipes querían casarse con ella y poseer sus tierras. Todos se pusieron en marcha rápidamente para llegar lo antes posible. Mientras todos ellos viajaban, la reina empezó a dudar si debía seguir con esto.

 

– “Podría ser una pérdida de tiempo. Además, seguro que ninguno está a mi altura”. – se dijo a sí misma.

Era una mujer muy tradicional y no le gustaban los cambios, pero aún así siguió adelante. Se fue a su habitación, abrió el armario y cogió el vestido más bonito que tenía; quería que sus pretendientes se sintiesen muy inferiores a ella. En ese momento, una sirvienta llamó a la puerta y dijo:

– “Señora, el rey de Brest ha llegado y quiere verla”.

La reina hizo pasar a la criada para que la vistiese, y cuando hubo terminado, bajaron a una sala de la planta baja. Allí estaba el rey, un hombre menudito y muy moreno. Iba vestido de rojo y llevaba un gorro, por lo que a la reina no le pareció más que un simple juglar. Aun así, le dejó hablar:

– “Oh, mi señora, sois la dama más bella que mis ojos han visto nunca. Me gustaría casarme con vos porque, a parte de que sois muy bella, soy un buen administrador de tierras. Además os he traído un bueno obsequio que…”

– “Si no tenéis nada más interesante que decir, ya podéis dejar aquí el regalo y marcharos” – gritó la reina muy enfadada.

Como esperaba, no estaba a su altura. Durante los siguientes días aparecieron muchos príncipes y reyes con nombres pomposos dispuestos a casarse con ella, pero ninguno le agradaba a la reina. Lo único que querían esas personas era su dinero, nadie se fijaba en su persona. Ya solo quedaban dos pretendientes por atender. El primero de ellos venía de Asia y le regaló un elefante. A pesar de esto, a la reina le pareció un charlatán que ni siquiera hablaba bien su idioma. El último era príncipe del Tirol y a su majestad le pareció de lo más interesante. El hombre era alto y fuerte. Era moreno de piel y tenía el cabello rubio. Sus ojos eran grandes y de un color verde aceituna, y los labios de su boca eran muy finos. Cuando se acercó, dijo:

– “Señora, mi nombre es Fernando y no le alagaré más porque estoy seguro de que muchos antes de mí ya lo han hecho y no vale la pena. La verdad es que no soy más rico ni poderoso que vos, así que no tengo nada que ofrecerle además de mi eterno cariño”.

La reina, asombrada por tanta sinceridad, le dijo que se quedara unos días en sus tierras, y que tenía mucho que pensar. Habló con sus mejores consejeros y todos le dijeron que tenía muchas ofertas buenas, pero que la del monarca asiático era la mejor. Pero la reina no pensaba casarse con ese hombre, ahora ella solo pensaba en Fernando, el último príncipe que la había visitado. Todos le dijeron que no era de fiar, que tenía muy mala fama y que cuanto antes se fuera de allí mejor, pero ella no les escuchaba. Estaba segura que ellos no le conocían y que no sabían nada de él. Creía que se había enamorado de Fernando, y que él también lo estaba de ella, y que estaban destinados a vivir juntos.Haciendo caso a estos pensamientos, hizo llamar al joven príncipe para anunciarle la noticia.

– “Príncipe Fernando, después de mucho pensar, he decidido que me casaré con usted”.

– “Estupendo, mi bella dama, pero el otro día se me olvidó comentarle un asunto. Nosotros estamos muy enamorados, claro, pero antes de mudarme a su palacio, quiero que me prometa dos cosas. La primera, es que quiero manejar su fortuna con libertad”.

La reina, que estaba deseando cada vez más casarse con el príncipe, respondió:

– “Claro, no hay ningún problema. ¿Cuál es la segunda?”

– “La segunda, señora, es muy fácil de cumplir” – dijo el joven mientras se acercaba a un campesino que había traído consigo – . “Quiero que busque a la mujer más vanidosa de su reino y que la haga casarse con este hombre un día antes de nuestra boda. Cuándo encuentre a esa mujer, nos reuniremos todos para irnos conociendo mejor”.

El campesino iba vestido con trapos sucios y olía muy mal. Físicamente era todavía peor, tenía una cara desproporcionadamente grande y le sobresalían dos enormes dientes de la boca. También era pequeñito, así que su aspecto recordaba bastante a un ratón. La reina no entendía porqué un hombre como su futuro marido quería buscarle una esposa a ese desdichado, pero tampoco pensaba ponerle ningún inconveniente.

– “Pobre hombre, encima de ser tan feo se va a casar con una mujer vanidosa”, – se dijo a sí misma. Al final, respondió:

– “No hay ningún problema. Nos veremos cuando encuentre a la mujer vanidosa y fijaremos la fecha de la boda”.

Dicho esto, se levantó, firmó el contrato con el acuerdo que acababa de cerrar y se fue a su habitación. Estaba muy ilusionada con su boda, así que enseguida se puso en marcha con los preparativos. A la semana siguiente, sus consejeros le dijeron que tenían que reunirse con ella y con Fernando. La futura novia tenía curiosidad por saber quien sería la desdichada mujer que tendría que casarse con aquel hombre tan feo, así que solo llegó una hora tarde a la reunión. Una vez allí con el príncipe, su consejero dijo:

– “Bien, señores, hemos buscado por todas partes la mujer más vanidosa del territorio y ha sido muy difícil, la gente de campo es muy humilde. Finalmente, hemos llegado a la conclusión de que la mujer más vanidosa es…usted, señora, la reina”.

– “¡Pero cómo te atreves, insolente! Yo soy una persona muy modesta”.- gritó la reina muy enfadada.

El príncipe Fernando, se puso en pie muy tranquilo y dijo:

– “Bien, pues como acordamos, usted se casará con el campesino”.

– “No, no, no, no. De eso nada. Ahora mismo anulo el compromiso, que para algo mando aquí”.

– “No, señora – respondió el príncipe -, hay un contrato firmado, y como aquí dice, usted se casará con el campesino pobre y feo y yo viviré en este palacio y poseeré todo su patrimonio”.

Entraron muchos guardias en la sala y se llevaron a la monarca a sus aposentos para que se calmara. Todo salió como dijo el príncipe, que muy pronto se convirtió en rey. La antigua reina se convirtió en la esposa de un vulgar campesino, pero siguió viviendo en una pequeña habitación de su antiguo palacio. A Fernando le dio pena esa mujer, así que le asignó un pequeño sueldo por hacer nada, aunque debía compartirlo con su marido. Y de esta manera todos terminaron felices; el rey Fernando consiguió su propio reino, el campesino feo pudo dejar de trabajar (pero no de ser tan feo), y la reina… bueno, su vanidad y sus aires de superioridad le llevaron a la ruina, pero aun así encontró un marido.

FIN

Datos del Cuento
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