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LA SERPIENTE

A ella esto de los bichos siempre le había dado un poco de repelús. En cuanto empezó a levantar tres palmos del suelo, los chicos de los alrededores –vecinos ranicidas-, con su hermanito querido a la cabeza, se dedicaron a procurarle recuerdos imborrables con sus inocentes pasatiempos. Grillos, sapos, saltamontes, lagartijas, hasta las moscas les servían para sus experimentos y sus bromas.

Ella, que creció con un carácter bravo y voluntad férrea, domeñó lo que habría podido llegar a convertirse en una auténtica fobia, alimentando un talante respetuoso hacia aquellas formas de vida cuya belleza escapaba a su comprensión. Su fórmula era, más o menos, ésta: “Tú a lo tuyo, yo a lo mío; tú no me molestas a mí, yo no te molesto a ti”.

Pero lo cierto es que este asunto de la serpiente estaba pasando de castaño oscuro. No existía diplomacia posible ante tan pertinaz invasión. A saber cómo y cuándo había irrumpido semejante espécimen en el que había sido su hogar desde el mismo día en que vino a este mundo.

La casa era grande, rancia y hermosa. Construida a las afueras de un pueblo próspero y en expansión, fue quedando absorbida por el núcleo urbano con el transcurrir de los años. Tal circunstancia supuso más una ventaja que un inconveniente, pues, a la par que se hallaba ubicada en el interior de la red de servicios de la población, conservaba un enorme y cuidado jardín que delimitaba sus fronteras, separándola de las edificaciones más próximas y preservándola del hacinamiento. Dicho factor, junto a los nobles materiales con que fue levantada y la buena conservación de que fue objeto en vida de sus padres, otorgábanle un aspecto solemne y señorial.

Eran seis de familia: cuatro varones y dos hembras. Ella, la más pequeña con diferencia, no tuvo grandes impedimentos para quedarse habitando la casona después de que los demás fueran organizando sus propios hogares. A la muerte del padre, aún faltaba, aparte de ella misma, uno de los chicos por casar, justo el aficionado a las diabluras zoológicas cuando menudos. Por eso, al descubrir el reptil enroscado en el cajón donde apilaba sus mudas limpias, le erigió su principal sospechoso.
- Pero ¿cómo has podido llegar a pensar que yo sea capaz de una cosa así? –protestaba él con indignación.
- Pues como no sabes si matas o espantas, lo mismo por hacer la gracia...
- Vamos a ver dónde está ese animal. Te ayudaré a deshacerte de él, demostrándote de paso mis buenas intenciones.

¡Qué va! ¡Ojalá hubiera sido así de sencillo! Al llegar al dormitorio, del bicho no quedaba ni rastro. Histérica, vació el contenido del armario entero.
- Te digo que estaba aquí. ¿Cómo voy a dormir esta noche? Te digo que estaba aquí.
- Tranquilízate, chica, ¿no habrán sido alucinaciones tuyas? Eres tan impresionable.
- ¿Qué quieres decir? ¿Acaso no me crees?

Pusieron la habitación patas arriba, revolvieron Roma con Santiago, pero no hubo manera de comprobar la veracidad de su visión. Incluso ella acabó por dudar de la fidelidad de sus sentidos, por pensar que su imaginación le había jugado una mala pasada. Le costaba admitir que todo pudiera deberse a una digestión pesada, como afirmaba su madre; o a que era una tonta aprensiva que veía demasiadas películas de miedo, como diagnosticaba su hermano. Prefirió, de cualquier modo, no darle más vueltas y dejar las cosas como estaban, armarse de paciencia y restablecer el orden en aquella estancia.

Pero la historia no quedó ahí, ese bicho asqueroso se la tenía jurada. Por la noche, antes de acostarse, escudriñó de nuevo todos los rincones; se arrodilló y revisó debajo de cada mueble; separó la ropa de la cama muy despacio y... ¡bingo! allí estaba la serpiente bien arrebujadita entre el edredón y las sábanas, tan ricamente, vamos, que sólo le faltaba roncar.

Y otra vez el mismo numerito: venga a chillar, venga a pedir ayuda y a reclamar testigos. Para nada, para volver a caer víctima de la misma jugarreta. Daba la impresión de que aquel pedazo de bestia irracional se había propuesto hacerle perder la cordura.

Por descontado que allí ya no podía dormir. La habitación se había convertido en una especie de territorio conquistado. Por otro lado, la casa tenía sobrado espacio, como para no andarse con zarandajas y pegarle un trancazo sin miramientos a la puerta. Rogó encarecidamente que nadie entrara o saliera de aquel cuarto sin una estrecha vigilancia, para que el animal no tuviera oportunidad de rondar por su casa como Pedro por la suya.

El resto de la familia, alertado por los comentarios de los dos incrédulos, comenzó a mirarla con un poco de lástima. Entre ellos, decidieron no mencionar el tema en su presencia y darle el gusto con lo del cerrojazo, por ver si se le pasaba la obsesión sin tener que recurrir a los consejos de algún profesional.




El tiempo, con ese discurrir –ajeno a cualquier cuita- que le caracteriza, no devolvió las aguas a su cauce. En la fecha en que se celebró la boda del hermano, eran ya tres las salas que ella había clausurado en la casa grande. Había dejado de aspirar a ser creída. Ahora, se resignaba a llevar sobre sus hombros la carga de la particular persecución. Y el peso de esa carga iba dejándose traslucir en su andar cansino, en su expresión taciturna y en el marrón cada vez más intenso de sus ojeras.
- ¿Seguro que no habrá ningún peligro en dejarla a solas con mamá en estas condiciones?
- Que no, chico, te digo yo que, quitando la manía culebril, está perfectamente. Le podía dar por cosas peores. Además, o me caso, o mi novia me manda a freír espárragos, pues está empezando a pensar que pospongo mi compromiso porque no soy un hombre maduro y responsable.
- Desencaminada no anda, no. Pero tienes razón, no puedes dejar de vivir tu vida, ni falta que hace. En último término, estamos a tiro de piedra los unos de los otros y podemos ir a echar un ojo un día sí y otro también.

¡Comediantes! De mucho iba a servirle a ella su conmovedora preocupación de quita y pon. Chiquita excusa se habían ido a buscar para presentarse cada dos por tres con sus encantadores vástagos dispuestos a no dejar títere con cabeza. Lo cierto es que se le estaba agriando hasta el carácter. Antes sí. Antes no contaba las horas mientras se desfogaba con los críos inventando juegos, canciones, cuentos. Pero ahora no le alcanzaba el humor para tanta algarabía, para tal derroche de energía.

A la madre le salían achaques por diestro y siniestro, normal; a su edad los veranos eran una tortura y los inviernos una puñalada trapera. Ella se complacía en atender sus más insignificantes peticiones. Estando en su compañía la serpiente no hacía de las suyas. Era cuando se quedaba sola que se le aparecía en los lugares más insospechados, en cualquier parte, en cualquier rincón. Comprendió lo inútil de seguir cerrando puertas en un infructuoso asedio; desconocía cuáles eran las fronteras capaces de contener a aquella entidad onírica; lo que estaba claro era que su antiguo planteamiento de respeto mutuo: “tú allí, yo aquí y cada uno a lo nuestro” se había ido al garete.

Abrió de par en par las habitaciones que con tanto celo había venido custodiando y fingió con sus mejores artes haber olvidado todo lo relacionado con su ‘manía persecutoria’. Su familia respiró tranquila y supo mantener una discreción absoluta sobre el tema. Su madre pudo morir en paz.




A nadie le extrañó cuando propuso vender la casa argumentando que era demasiado grande y poco práctica para ella. Hicieron como que les daba algo de pena, pero en el fondo experimentaron un alivio tremendo. Al fin y al cabo, solamente el solar debía de valer una millonada, de la que, pese a ser muchos a repartir, aún habría de corresponderles un pellizco muy goloso. Por el contrario, de quedarse con la propiedad su hermana menor, cuatro duros mal cobrados eran los que iban a tener.

Así es que todos tan contentos. Para ella había sido la crónica de una derrota anunciada. Había asistido a la intensificación del poderío de aquella bestia punto por punto, cediéndole palmo a palmo su resistencia, agachando su voluntad, engullida por el pavor, el desconcierto y la impotencia.

De acuerdo, bandera blanca sin condiciones. Abandonaba las piedras leales que la habían protegido de la intemperie y del mundo exterior. Abandonaba el espacioso jardín, sede de juegos y melancólicas reflexiones, observatorio de atardeceres, pantalla gigantesca de constelaciones. Abandonaba el pueblo de sus padres y de los padres de sus padres. Abandonaba costumbres, conocidos, muebles, libros, un amplio surtido de cachivaches queridísimos pero sustituibles. Lo abandonaba todo, sin trampa ni cartón.

Se iba con lo puesto y poco más, lo que consiguió meter a trancas y barrancas en una maleta de esas duras y con ruedas, en una mochila de montaña que había encontrado en un altillo, y en un maletín de ejecutivo que reservó ex profeso para los papeles importantes.

Durante la evacuación, la repugnante triunfadora no cesó en su arrogancia y descaro. Libre de obstáculos, campaba a sus anchas, enseñoreada de la totalidad del territorio: victoriosa.

“Se acabó –mascullaba ella mientras quemaba su último cartucho-. No más tormento, no más noches en blanco, no más autoterapia. ¡Basta ya!” Cerró la puerta de la calle con decisión, con rabia, con esperanza. Tal vez algún día se riera de este episodio nefasto sentada, muy lejos de aquí, al amor de una chimenea, a salvo de una tormenta estruendosa que dibuje caprichosos chorretones en los cristales de una ventana chiquita y coqueta; disfrutando de una soledad apacible, sin lenguas bífidas, sin siseos intempestivos, sin apariciones de infarto.

Avanzó resuelta, pintando su futuro con optimistas acuarelas, sin sospechar que en la maleta de ruedas... ¿Adivináis quién se había colado en su maleta?
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