Muchas veces me pregunté, porqué cada vez que el sol se ocultaba en el horizonte las nubes cambiaban de color, y como no podía quedarme con esa duda comencé a investigar. Le pregunté primero a las arenas del mar ya que miraban noche y día el confín, pero no supieron darme respuesta. Después me dirigí a la última ola ya que tenía el don de impinarse para poder husmear, sin embargo, tampoco pudo contestar.
Al tiempo después como no tuve éxito con las amigas del mar, se lo inquirí la árbol más alto del mundo, quien mejor que él, por su estatura, podría saber la razón del cambio de color de las nubes al atardecer. Grande fue mi sorpresa cuando me dijo que no podía responderme, porque desde pequeño fue corto de vista, no obstante, me mandó a hablar con la montaña, pues se caracterizaba por ser muy chismosa y saber la vida de todo el mundo. Fui hasta ella con la recomendación del árbol, que sólo le creyera la mitad, pues le encantaba inventar anécdotas para llamar la atención de quien hablara con ella. Tenía razón el árbol. La montaña era muy mentirosa. Me dijo que las nubes eran envidiosas y al ver que el sol del crepúsculo mostraba un traje esplendoroso, ella querían imitarlo poniendose uno de igual color, pero de mala calidad. Por supuesto no le creí nada.
Ya no tenía a nadie más a quien recurrir y decidí agarrarme de la colita de alguna nube que viniera del poniente, para saber de una vez por todas el misterio.
Era algo muy simple. Cómo no se me había ocurrido antes. Cuando el astro rey se escondía por completo, se ponía su pijama para irse a dormir y las nubes que pasaban en ese momento, al verlo sin ropa, sentían mucha verguenza y se sonrojaban.
Por eso, cada vez que veas que las nubes de la tarde se ponen coloraditas, es porque acaban de ver al sol sin vestiduras.