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LAS ZAPATILLAS ROJAS

Había una vez una pequeña niña llamada Karen. Ella y su madre eran muy pobres, tanto que la pobrecita no tenía zapatos, y tenía que andar siempre descalza. Viéndola siempre con sus pequeños pies lastimados, una zapatera del pueblo le hizo un par de zapatitos rojos, usando unos retales de tela roja. Los zapatitos no eran muy bonitos, pero siendo los únicos que tenía, Karen los llevaba siempre puestos.

Un dia, la madre de Karen enfermó, y desafortunadamente al poco tiempo murió. La pobre niña, desconsolada, durante el funeral marchó detrás del pobre ataúd llevando los zapatos rojos, los únicos que tenía. Mientras el cortejo se dirigía al cementerio, pasó por el camino un coche, en cuyo interior iba sentada una anciana mujer. La señora, al ver esta escena tan triste, sintió mucha pena por aquella niña triste con unos zapatos tan poco apropiados para un funeral.

Pidió al cochero que se detuviera, y habló con el sacerdote:
–Padre, quisiera adoptar a esta pobre niña. Yo también estoy sola en el mundo, y puedo darle el hogar y el cariño que necesita– le pidió

El sacerdote accedió, y después del funeral, Karen se marchó a vivir con la anciana.

Karen se convierte en una bella joven
La señora compró a Karen ropa y un nuevo par de zapatos, y los viejos y tristes zapatitos rojos terminaron en la basura. Karen creció bajo el cuidado y el afecto de la amable anciana, hasta convertirse en una jovencita bella y algo caprichosa.

Sucedió que en aquellos días, los Reyes del país y su hija la Princesa estaban haciendo un viaje y pasaron por el pueblo de Karen. Todos los aldeanos, incluida Karen, se acercaron al palacio donde se alojaban para verles. La joven princesa se asomó al balcón para saludar a la gente, luciendo un sencillo vestido blanco y un par de hermosos y relucientes zapatos rojos de bailarina. Esas zapatillas rojas eran la cosa más elegante y preciosa que Karen había visto en su vida. No eran como esos horribles zapatos que debía usar cuando era pequeña, ¡estos eran únicos!

La joven se fue soñando con esas zapatillas, ¡ojalá pudiera tener algún día unas así!

Las zapatillas rojas
Llegó el día en que Karen debía recibir el sacramento de la confirmación. La joven y la anciana salieron para comprarle un vestido y unos zapatos a Karen, acordes a la ceremonia. Cuando llegaron a la tienda de zapatos, la joven vio en el escaparate unas zapatillas rojas iguales a las que llevaba la princesa aquel día. Karen no pudo contener la emoción:
¡Mira, los zapatos rojos de la princesa!- exclamó –¡Quiero comprar estos!

Pero la señora se negó:

-Unos zapatos rojos no son apropiados para una ceremonia religiosa, y tampoco podrías ponértelos para otras ocasiones en los que debes ir bien vestida- le respondió –Compraremos unos zapatos negros.

Karen se molestó, y aprovechando que la anciana casi no veía, se probó las zapatillas y las compró, haciéndole creer que eran unos discretos zapatos negros.

El día de la confirmación llegó, y Karen se puso sus zapatillas rojas sin decir nada a la anciana. Todo el mundo en la iglesia miraba los pies de la jovencita, que caminaba presumida como si estuviera en una pasarela de moda. Tanto estaba orgullosa y ocupada en sus zapatos, que no prestó ninguna atención a la ceremonia, ni a las palabras del sacerdote. Al salir de la iglesia, todo el mundo hablaba de los zapatos de Karen y de su actitud. Estas palabras llegaron a oídos de la anciana, que se sintió muy defraudada y le llamó la atención.

–¿Por qué te comportas de este modo? Me has engañado, comprando esas zapatillas rojas a pesar de que te dije que no lo hicieras. Desde ahora usarás tus viejos zapatos en ocasiones solemnes como esta- dijo disgustada.

Un misterioso soldado
Al poco tiempo, una persona allegada a la señora y a Karen falleció. La anciana y la joven se prepararon para asistir al funeral, vistiéndose de luto. Pero Karen, al ver sus zapatillas rojas en el armario, dudó un momento, y luego, sin poder resistir a la vanidad, se las puso y salió de casa junto con la señora.

Al llegar al funeral, las zapatillas rojas de Karen llamaron la atención de todo el mundo. Y de nuevo ella, presumida, desfiló entre las miradas de la gente satisfecha y ufana. Al salir, junto a la puerta estaba un viejo soldado con una muleta y una larga barba. El hombre se acercó a Karen y le dijo:

–Jovencita, ¡qué maravillosos zapatos! ¿Me permitirías verlos más de cerca?

Ella, sintiéndose alabada en su coquetería, levantó el pie, mientras el soldado se inclinaba.

-¡Hermosos zapatos de baile!– exclamó el soldado  –Procura que no se te suelten cuando dances– y al decir esto, tocó los zapatos con un dedo.

Karen y la anciana se marcharon, sin hacer mucho caso a aquel hombre extravagante.

Los zapatos danzarines
Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba también invitada. Miró a la anciana, y se dijo que si salía por un rato nada podría suceder. Así que se calzó sus zapatillas rojas y se fue al baile.

Cuando entró al gran salón y escuchó la música, inmediatamente comenzó a danzar. Pero cuando quiso moverse hacia el centro de la sala, los zapatos, sin dejar de bailar, la llevaron hacia la puerta, luego por las calles, y finalmente más allá de los muros del pueblo. Quiso quitarse los zapatos, pero era imposible: ¡estaban pegados a sus pies! Así, sin poder dejar de bailar, siguió recorriendo campos y bosques, de día y de noche, sin un minuto de descanso.

Pasaron los días, y la joven ya no podía más. No solo estaba exhausta y dolorida: sus pies sangraban, y su corazón también. Quería volver a su casa, pero los zapatos danzarines no se lo permitían. Con un último esfuerzo se tiró al suelo, y logró arrancarse los zapatos, ¡que siguieron bailando solos! Se puso de pie a mala pena, y rengueando, emprendió el regreso a casa. Los zapatos la siguieron, sin parar de danzar.

La lección de los zapatos
Finalmente llegó a casa rendida y lastimada, y la anciana señora la recibió con los brazos abiertos. La hizo entrar, le preparó algo de comer, y luego la llevó a la cama para que descansara. Al día siguiente, repuesta, Karen quiso salir de casa para ir al mercado. Pero cuando abrió la puerta, ¡los zapatos danzarines estaban allí y no la dejaban salir!. Cerró la puerta asustada y decidió no salir de casa por unos días.

Pero al poco tiempo, aburrida, quiso salir para ir ver a una amiga. Abrió la puerta, ¡y allí estaban los zapatos! Corrió hacia la puerta trasera, la abrió para escapar, ¡y las zapatillas rojas estaban ya esperándola! Pensó que podría salir por una ventana, pero fue imposible: las zapatillas danzarinas se movía como locas a sus pies, sin dejarle dar ni un paso. Karen se echó a llorar desconsolada, pensando por qué esas zapatillas eran tan malas con ella.

Pero entonces comprendió: ¡todo era su culpa! Su vanidad la había enceguecido, sin dejarle ver qué era lo realmente importante. Entonces corrió hacia la cocina, donde estaba la anciana preparando la comida. Echándose a sus pies, le dijo:

–¡Perdóname por favor! Tu has sido una madre para mí y yo me he comportado de manera egoísta y desconsiderada- le dijo –Unos zapatos bonitos nunca serán más bellos que un corazón lleno de humildad y gratitud.

La señora la abrazó sonriendo y le dijo que no se preocupara, que todo estaba olvidado. Karen le contó sobre las zapatillas rojas que no la dejaban en paz, y juntas fueron hacia la puerta para ver qué se podía hacer. Al abrir la puerta se llevaron una gran sorpresa, porque allí de pie frente a ellas, estaba el viejo soldado de las muletas. A su lado, las locas zapatillas seguían bailando. El soldado sonrió, se inclinó hacia las zapatillas y dijo:

-¡Hermosos zapatos de baile! ¡es hora de dejar de bailar!- y al decir esto, tocó los zapatos con un dedo.

Las zapatillas rojas se detuvieron al instante, y el soldado se fue sin decir una palabra. Karen decidió meter las zapatillas en una caja de cristal y ponerlas sobre su mesilla de noche. De este modo le recordarían cada día la importante lección que había aprendido.

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