Aún no salía del sueño cuando el teléfono de mi cuarto sonó con tal intensidad que salté de la cama a descolgar el fono. Era mi madre que, desde Lima Perú, preocupada, me advertía que la caída del pelo se debía a una pésima nutrición, además de recalcarme que un hombre sin fe es como un perro sin dueño y sin anhelos… Tuve ganas de contestarle, declararle mi sentir verdadero, mi claridad ante la vida, mi anémico saber… pero no pude decir una sola palabra, percibía que mi madre era como aquella tormenta del cual emergen vientos, olas, chubascos, poderes que pinchan al emisor, engendrando su palabra, letra por letra, como una primera religión, un primer amor.

No recuerdo lo que dije, pero recibí sus bendiciones, su apretado discurso religioso, y eso me ayudó a despedirme… Me paré y caminé hacia el baño. Después de lavarme, me disfracé y salí a la calle, directo a morir en aquel podrido teatro del cual estaba atado desde que escuché el primer grito del mundo.

Cuando llegué al negocio, abrí la puerta, y tocando mis manos contra el muro de entrada, esperé las bendiciones de mi madre…


Paris, 22/11/04