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LOS JUGUETES VIEJOS

Para Ariadna

A la memoria de H. C. Anderssen



Érase un osito de peluche que vivía en el cuarto de una linda niña de inmensos ojos negros.

Aunque el osito era pequeño y desgarbado, era el juguete preferido de la niña, que pasaba horas y horas apretándolo y acariciándolo y siempre lo llevaba consigo.

Casi siempre dormía en su cama, y cuando ella cerraba los ojos el osito miraba contento a través de la ventana abierta en el cuarto repleto de juguetes y se ensimismaba observando el cielo estrellado. Solía jugar a contar las estrellas, y de vez en cuando veía pasar una estrella fugaz a la que intentaba captar algún sentido, pues éstas siempre habían sido una fuente de misterio para el pequeño osito. Así se entregaba a su felicidad mientras se quedaba dormido junto a su niñita amada.

Cuando la niña estaba en el colegio el osito se quedaba mirando fijamente la puerta del cuarto esperando que se abriera y apareciese su niña.

- ¡Qué suerte tienes! - decía la vieja muñeca pepona que descansaba encima del armario.

- Mira al osito, siempre esperando a su niña. ¡Lo que daría yo por estar en su lugar!, pero mi tiempo ya pasó - decía el pequeño muñeco maquinista de un fantástico tren de juguete perdido en un rincón. El maquinista era el mejor amigo del osito.

El osito se entristecía al ver a sus amigos así, y les daba conversación y pasaban muy buenos ratos, porque allí todos eran buenos e inocentes, y el osito a veces se sentía mal porque la niña sólo parecía tener amor para él y muy poco para el resto de sus amigos, los juguetes viejos. Pero cuando la niñita entraba en el cuarto al osito le brillaban los ojos. Más de una vez hubiese dado lo que fuera por decirle a la niña que compartiera sus caricias con aquellos otros juguetes, pero a los primeros apretones y abrazos de la niña su júbilo le impedía pensar, y en esta felicidad se sumía hasta que se volvía a quedar dormido junto a ella entornándose en sus ojos el infinito manto de estrellas y alguna que otra estrella fugaz que atravesaba la luna redonda y brillante.

Una noche el osito esperaba que la niñita volviese del aseo, donde se perfumaba para dormir, pero cuando entró en el cuarto y se metió en la cama dejó al osito en el frío suelo, no lejos de donde reposaba su amigo el maquinista del tren, y se quedó dormida sin él. El osito al principio se sintió tan mal que se le escaparon algunas lágrimas de trapo, pero el maquinista le consoló:

- No te preocupes, osito, no es más que un descuido. Todos nos olvidamos de alguien alguna vez, aunque sea de quien más queremos. No llores más, que nos entristeces, y nosotros los juguetes tenemos que estar siempre contentos para alegrar a los niños, pues sólo por esa razón estamos aquí. Ya verás como mañana la niñita te vuelve a coger entre sus brazos. A todos los juguetes nos ha pasado alguna vez lo que ahora te pasa a ti, osito.

El osito se quedó pensativo un buen rato y al fin se quedó dormido con una pena negra en su corazón de trapo. Ni siquiera miró a través de la ventana esa noche.

Al día siguiente despertó y la niña ya se había marchado al colegio. Pasó toda la mañana y la tarde en un gran estado de agitación esperando a que ella llegara, pero cuando volvió vio a través de sus ojos bañados en lágrimas que la preciosa niña ni siquiera miraba en su dirección. Parecía más alta y delgada.

- Quizás - dijo el maquinista - la niña se está haciendo mayor y ya no quiere jugar con nosotros, pero... ¡no te preocupes, nosotros tenemos que estar alegres, pues hay cientos de niños que nos necesitan en alguna parte, e incluso hay niños muy buenos que jamás han tenido un juguete!

El triste osito lloró todo el día y toda la noche. Parecía que su dolor no iba a tener nunca fin. Su niñita no se había acordado de él. Ahora el osito pasaba las horas mirando el silencio por la ventana, y cuando veía alguna estrella fugaz que parecía querer comunicarle algo, renunciaba siquiera a seguir su trayectoria como siempre había hecho. Le pareció que el cielo nunca había estado tan negro como estaba ahora.

Un día se dio cuenta de que su piel no estaba tan lustrosa como antaño, y parecía que la mugre le iba cubriendo poco a poco, tanto que pensó que ningún niño le querría jamás. Otro día que la niña estaba en el cuarto el osito dirigió su mirada hacia ella todavía con esperanzas, pero descubrió que no la podía ver bien; parpadeó fuerte varias veces para quitarse esa molesta impresión pero todo siguió igual: no veía bien, sólo la mitad de las cosas porque uno de sus pequeños botones negros que le servían de ojos se había descosido de viejo y ahora le colgaba de un hilito sobre su cara triste y sucia como si fuera una lágrima perpetua.

- No te preocupes - dijo el maquinista - mira, a mí me falta un brazo que se llevó un perro en el jardín. Son cosas que nos pasan a los juguetes viejos. ¡Quizás algún día te vuelvan a coser el ojo en su sitio, y a mí el brazo que me falta!, ya verás, osito, ya verás...

Pero el osito ya siempre vería sólo la mitad de las cosas. Su corazón se había acostumbrado al dolor y ahora charlaba todas las noches con su vecino el maquinista, capitán de aquel alegre tren, y gracias a él su pena era más llevadera. A veces miraban los dos por la noche a través de la ventana y veían la luna en todas sus formas y alguna estrella fugaz. El osito siempre le preguntaba si él sabía el significado de aquellas estrellas con cola que cortaban hermosamente el cielo. "A mí me pasa como a ti. Sé que nos dicen algo, pero todavía no lo sé", contestaba el maquinista. A pesar de todo, el osito todavía guardaba alguna esperanza de que la niñita lo volviera a recoger un día de aquel rincón olvidado.

Así, una mañana, despertó de pronto entre los brazos de su niñita y su corazón estalló de júbilo a pesar de que veía cómo su relleno de trapo iba cayendo por el camino. El pequeño maquinista iba con ellos y fue tal su felicidad que de su único ojo, ya maltrecho también, salió la última lágrima de trapo que le quedaba. Se sintió hueco.

Pero se extrañó cuando la niña los dejó en un cubo lleno de desperdicios donde sólo podía verse el radiante sol. Unos hombres rudos llegaron en un gran camión muy ruidoso y llevaron el cubo hasta allí. Los volcaron dentro ante la tristeza del osito, que mientras se alejaba el camión todavía pudo ver con el ojo sucio la ventana del cuarto de su niñita, que cada vez se hacía más pequeña conforme se alejaban, y creyó ver la larga coleta de la niña en la habitación, pero ya se alejaban tanto que le era imposible distinguir las formas.

El osito tenía destrozado el corazón y su pena era infinita. El maquinista parecía muerto cuando, ya de noche, los volcaron en el vertedero. Cayeron de tal suerte sobre la montaña de basura que sus cabezas quedaron apoyadas la una contra la otra. En realidad el maquinista, con medio cuerpo dentro del viejo tren y medio fuera, parecía muerto y el osito se asustó mucho.
El osito pasó en duermevela hasta que la madrugada estaba bien entrada. Entonces, mirando su cuerpo casi hueco y su piel maloliente y sucia, se asombró de la increíble belleza que reinaba en aquel vertedero aquella noche, pero un destello le distrajo justo cuando acabó de cerrar su único ojo; una bella estrella fugaz cruzó muy despacio el vertedero de norte a sur sobre el fondo de estrellas, las más numerosas y brillantes que hubiera visto nunca. Su pequeño corazón de trapo volvió a dar vida a su débil engranaje cuando escuchó el silbato del maquinista. Se giró asombrado y vio que allí estaba, montado en su tren, y que con una enorme sonrisa le invitaba a subir en él.

- Ésa, osito, ésa es nuestra estrella! ¡Tenemos que irnos, corre!

El osito subió somnoliento al trenecito con su amigo y llenos de júbilo se alejaron en el tren volando en un aura mágica hacia la estrella, que también iba a su encuentro. Les bastó sólo una mirada para decirse que por fin habían desentrañado el significado de las estrellas fugaces, y ya sabían que a todos, a todos nosotros nos recogerá una un día.

Y se fueron a un mundo donde siempre estaban alegres y siempre había un niño que quería jugar con ellos, y el maquinista ya no era manco y tenía un aspecto inmejorable, y el relleno del osito parecía nuevo y por fin volvía a tener dos ojos.

A punto de llegar a la estrella el osito volvió a ser feliz.
Datos del Cuento
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