Sentado frente a siete ancianos pensaba en la manera de irme sin que se dieran cuenta de mi ausencia, pero fue imposible, los siete me miraban sin pestañear y una que otra vez me preguntaban si deseaba continuar escuchándoles las historias de sus vidas. Sonreí por compromiso y continué escuchándoles.
Uno de ellos me contaba en la forma en que hizo mucho dinero, otro en todas las mujeres que había conquistado, otro en los países en los cuales hubo vivido, y así cada cual me contaba lo más resaltante de sus historias, pero sólo a mí, pues entre ellos no deseaban escucharse. Quizás por ello, aquel extraño tipo vestido todo de negro y de rostro oculto tras una máscara me contrató. La paga era buena y acepté el trabajo, pero yo, como siempre, incauto por naturaleza, no pregunté el horario ni los días de labor.
Y allí estaba siete días a la semana sin poder salir a la calle pues dormía en la misma casa, con los siete viejos. La idea misma me agotaba y hastiaba. Y cuando pasaron más de siete meses, sentí que iba a enloquecer. Decidí renunciar. Me paré y me despedí de cada uno de ellos, pero cuando quise abrir la puerta estaba con llave. Pregunté si alguien la tenía, pero todos ellos comenzaron a reírse sin parar, como si les hubiese contado una broma.
Busqué una ventana para escapar, pero todas estaban selladas con barras de acero, como las cárceles. Espantado y con las burlas de los siete ancianos vibrando en toda mi conciencia, cogí una barra de acero y empecé a tratar de romper la puerta, y me di cuenta que también estaba cubierta por barras de acero. "Estoy preso como un pajarito", pensé. Y sin dejar de escuchar las risas de los ancianos sentí que enloquecía.
Me paré y les grité que callaran, pero fue peor, parecían que sus voces tuvieran resonancia o una especie de parlante que sacudía toda mi alma. Les cogí del cuello pero continuaron burlándose. Y cuando sentí que el demonio se apoderaba de mi alma, apreté con fuerza la barra de acero y empecé a golpearles para que callaran... Los seguí golpeando hasta dejarlos con los cráneos partidos, los pechos mutilados y sin una gota de vida...
De pronto, el silencio de la casa comenzó a tomar relevancia y como una extraña presencia una sombra empezó a materializarse ante mis ojos... Era el hombre vestido de negro pero esta vez no llevaba antifaz y pude ver como un hueco negro en la silueta de su rostro. Aun así pude observar que en su pecho brillaban las siete llaves de la casa. Se las sacó y las aventó al piso, y luego, desapareció como si fuera humo. Cogí las llaves y empecé a tratar de abrir la puerta.
Cuando abrí la primera encontré otra puerta esperándome. Y cuando abrí la segunda pasó lo mismo. Y así estuve hasta llegar a séptima que cuando la abrí encontré al fin la salida. Solté las siete llaves y partí corriendo de aquel extraño lugar, y no paré hasta llegar a mi hogar. Apenas entré, cerré la puerta con llave. Prendí las luces de toda la casa y para mi estupor me encontré cara a cara con los mismos siete ancianos que con sus ojos sin brillo parecían estar esperándome, intuí que deseaban continuar narrando sus viejas historias. Cogí una silla y me senté al lado de ellos pensando que estaba en una pesadilla, o que estaba loco, cuando percibí que alguien echaba llave a la puerta de mi hogar…
San Isidro, febrero del 2005.