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Había una vez un princesa delicada y exquisita a la que le gustaba tenerlo todo muy limpio y ordenado. Pero la princesa tenía un gran defecto: tenía muy mal humor. Cada vez que alguien hacía algo que no le gustaba a ella o que le llevaba la contraria, la princesa gritaba y se ponía hecha una furia.
Un día llegó al palacio el hada madrina de la princesa, que llevaba años fuera, atendiendo a sus otras ahijadas. La princesa, al verla, se puso muy contenta, y empezó a pedir deseos. Pero el hada madrina le dijo:
-No estoy aquí para cumplir tus deseos, princesa, sino para enseñarte cosas importantes que debes saber. Tu madre me ha encomendado tu educación durante el próximo año.
La princesa se puso roja como un tomate de la ira y empezó a gritar y a tirar cosas.
-¡No eres un hada, eres una bruja! -le decía-. ¿Para qué quiero yo aprender nada, si soy una princesa? ¡Todo el mundo hace lo que yo le pido!
-Lo primero que voy a enseñarte es a controlar esa ira -dijo el hada madrina-. Podemos hacerlo por las buenas o por las malas.
-¡Te odio! -gritó la princesa.
-De acuerdo, entonces por las malas -dijo el hada madrina, sin perder la compostura. Y cogió su varita mágica y empezó a recitar:
-Paraditum paritás, cada vez que te enfades te enredarás.
La princesa volvió a gritar y un enredón apareció en su pelo.
-Cada vez que te enfades se te enredará el pelo -le dijo el hada madrina-. Te recomiendo que, cuando eso ocurra, te vayas cepillar el pelo y que no pares hasta que el enredón desaparezca.
La princesa volvió a gritar y a lanzar improperios contra su hada madrina. Y cada vez que esto ocurría, un nuevo enredón aparecía. Pero el hada madrina no hizo caso a la princesa y se marchó. Al cabo del día, la princesa tenía el pelo con tantos enredones que no había quien la reconociera.
Cuando la niña se vio en el espejo empezó a llorar de rabia mientras intentaba cepillarse el pelo. Tardó horas en desenredarlo y, cuando acabó, se quedó dormida.
Al día siguiente la princesa evitó al hada madrina, pero no dejó de gritar y de enfadarse con todo el mundo, como era habitual. Solo que esta vez el pelo empezó a enredarse como el día anterior.
-Debes parar a desenredarte el pelo cada vez que se te enrede, princesa -le dijo el hada madrina cuando la vio-. Si no te convertirás en bruja.
Cuando la niña se miró en el espejo y vio que estaba peor que el día anterior, cogió el cepillo y lo estrelló contra el cristal. El espejo se hizo pedazos y la princesa, como le había dicho su hada madrina, se convirtió en bruja.
-Cuando consigas desenredarte el pelo volverás a ser la de antes -le dijo el hada madrina. Y se marchó.
Como todo el mundo tenía miedo de ella, los reyes encerraron a su hija, ahora convertida en bruja, en lo alto del torreón.
Pasaron los años y la Bruja Peluja, como todos la llamaban, no conseguía desenredarse el pelo. Al contrario, cada vez lo tenía peor.
Un día un pajarito se posó en la pequeña ventana del torreón y empezó a cantar. A la Bruja Peluja le gustó y se sentó a escuchar. Sin darse cuenta cogió el cepillo y empezó a peinarse, como hacía a todas horas. Pero esta vez consiguió desenredar un poco de cabello.
Al día siguiente el pajarito volvió y la Bruja Peluja volvió a sentarse a escucharlo mientras se peinaba. Al cabo de varios días la Bruja Peluja tenía el cabello completamente desenredado y volvió a ser la princesa de siempre. Acto seguido la puerta se abrió y la princesa pudo bajar a ver a sus padres. Con ellos estaba el hada madrina.
Todos se pusieron muy contentos al verla. Ella pidió perdón y les contó la historia del pajarito cantor.
-Me gustaría volver a ver al pajarito -dijo la princesa.
-Estoy segura de que volverá a verte -dijo el hada madrina.
Desde entonces, el pajarito espera a la princesa todas las noches y canta para ella mientras se peina. Y si alguna vez la princesa se enfada y se le enreda el pelo, el pajarito acude rápidamente para ayudarla a relajarse mientras se desenreda el pelo. Y de la Bruja Peluja nunca más se supo, para fortuna de la princesa y de todos los que la rodeaban.
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