Robinson era un niño, pensativo y sereno que pasaba gran parte del día tocando su flauta imaginaria. Nadie lo había enseñado, el había aprendido solo, oyendo los discos que su papá escuchaba los días sábados y domingos.
Robinson imitaba el sonido de la flauta con alegres silbidos que producía al inflar sus cachetes. Pero un día en el mes de septiembre como había salido muy bien en la escuela con excelentes calificaciones y además había cumplido ocho años, su abuela le regaló una flauta de madera.
Desde ese día, todas las noches se escuchaban melodiosas notas de flauta que Robinson sabía arrancar a su mejor amiga, aquel cilindro de madera con pequeños hoyitos.
Después de tocar varia melodías, guardaba la flauta debajo de su almohada y se acostaba a dormir. Casi todas las noches tenía dulces sueños que hacían que en la mañana siguiente se despertara más feliz para ir a la escuela.
Una noche de luna llena Robinson no podía dormir, porque un sonido de flauta, igual a la suya entraba como un eco por la ventana de su cuarto con las mismas canciones que el siempre tocaba.
Un poco sorprendido y asustado Robinson se levantó de la cama y pudo descubrir lo que ocurría. La luna redonda sonaba como un disco porque el viento la hacía girar y repetía las canciones que había aprendido cada noche, de la flauta que antes de acostarse su amigo siempre le tocaba.