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Érase una vez una Jirafa Dromedaria que habitaba en la sabana africana…
Esta curiosa jirafa vivía al margen de su manada porque… ¡apenas se le parecía en nada!.
Su lomo asemejábase más al de un camello, o a un dromedario (o a un tobogán), y ni siquiera gozaba del cuello largo y rectilíneo del que disfrutaban el resto de las jirafas de aquella sabana. Ninguna de sus parientes jirafas podía ver en ella ni a una tía, ni a una hermana, ni siquiera a una prima lejana; ni contemplaban tampoco al verla, a alguien con quien compartir el agua o las sabrosas acacias. Recelosas, observaban muy erguidas en las alturas a aquel extraño animal, cuasi jorobado, que tanto se les acercaba.
La Jirafa Dromedaria cansada, con el tiempo, de agazaparse y correr siempre al rebufo del resto de la manada, decidió vagar sola por la sabana en busca de más jirafas dromedarias, en busca de una auténtica familia que en apenas algo se le asemejara.
Tras un tiempo observando y buscando su nuevo hogar, la Jirafa Dromedaria creyó haberlo encontrado al ver el pelaje de un leopardo, intentando camuflarse entre el pastizal.
Acercóse la insensata jirafa hacia el fiero animal, hasta que sus finos y largos bigotes pudo casi palpar. Pero el leopardo (creyendo ver al mismísimo demonio en la piel de un camello con sarampión) se quedó tan congelado cuando la llegó a observar, que concedió a la jirafa el tiempo justo para lograr escapar. Y emprendiendo como pudo una carrera, al trote de un paso muy vacilante y torpón, la Jirafa Dromedaria de nuevo retomó la búsqueda de su familia de verdad.
Harta de trotar para escapar del leopardo y de un posible ataque fatal, creyó divisar a lo lejos un paraíso de antílopes colosal. En la distancia, pudo olisquear el aroma de las hojas y de las vainas frescas que cubrían parte de los terrenos de aquel esbelto y bello animal, y cansada y apurada por el hambre, pensó haber llegado al hogar.
A su llegada, los antílopes no dudaron en dar la bienvenida a aquella invitada curiosa y particular. Agasajaron a la jirafa con hierbas frescas de temporada y, al anochecer, la acomodaron en un humilde rincón fresco de pasto para que pudiese reposar. Al día siguiente, ya descansada, la Jirafa Dromedaria se divirtió de lo lindo con las pequeñas y juguetonas crías del grácil antílope, las cuales se deslizaban por su espalda jorobada, como si recorriesen mil rampas a lomos de un tobogán. Qué gracia en sus saltos y movimientos… ¡qué cariño en cada uno de sus gestos!
La Jirafa Dromedaria, por primera vez, parecía formar parte de un grupo, de una manada; y nunca más se puso en marcha en busca de familiares por la sabana.
Qué extraño resultaba verla en medio de aquella tribu africana. ¡Qué familia tan disparatada formaban! Y qué felices los niños junto a su nueva amiga del alma.
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