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La Última Batalla"

UNA MANO SE POSA SOBRE MI HOMBRO Y ME SACUDE CON BRUSQUEDAD. Abro los ojos. Lo primero que hago es buscar la M16 que dejé al costado de mi cuerpo, pero antes de encontrarla una voz conocida, la de Ramírez, me susurra:

   -Soy yo, jefe, no se preocupe.
   Me incorporo y lo observo. En mi mente resuenan los ecos de la batalla anterior, las explosiones y el tableteo poderoso de la Browning manejada por Andreis el Sucio. Los gritos. El nervioso zumbar de los helicópteros de apoyo. Acabó siendo una masacre. Diez muertos, y otros tantos heridos. Lo peor fue que se debió a una mala decisión mía. Otra más. ¿Por qué no esperé a los refuerzos antes de cruzar aquel maldito descampado? ¿Por qué, si sabía que un centenar de vietnamitas nos aguardaba del otro lado de la selva? ¿Acaso estaré volviéndome loco? Tomo un trago de la cantimplora y miro alrededor. Los demás hombres duermen en el campamento, y los helicópteros (“mosquitos”, los llama Sanders) han desaparecido del cielo.
   Regreso mi atención a Ramirez.
 
   -Ramirez, ¿qué…
   -Venga conmigo, jefe. Quiero mostrarle algo. Dese prisa, antes de él que despierte.

 

   Estoy tan confundido que lo sigo. ¿Qué significan sus palabras? ¿Y quién es “él”? Ramirez no responde a ninguna de mis preguntas. Nos adentramos en la selva y luego Ramírez se detiene delante de una de esas asquerosas chozas que usan los aldeanos. Parece que está abandonada. Ingresamos a la misma y entonces lanzo una maldición de sorpresa y consternación. 
   -Lo encontré hoy a la tarde- dice Ramirez, con los ojos brillantes-. Hace mucho que estoy buscando esto. ¿Se preguntó alguna vez por qué, siendo usted tan mal sargento, nosotros lo seguimos sin quejas?
   Comienzo a enrojecer. Tal vez esté un poco loco, pero no voy a dejar que un soldado raso se dirija a mí de esa manera.
  -Ramirez, será mejor que me pida disculpas ahora mismo. O de lo contrario…
   -Creo que usted me malinterpretó, sargento- se apresura a decir-. Escuche. Lo que estoy diciendo es que nada de lo que ocurre es culpa suya. ¿Sabe lo que es esto?
   Vuelvo a observar el objeto que se encuentra dentro de la mugrienta choza. Es algo que nunca he visto. Parece una caja luminosa, achatada, con un cristal oscuro en el medio. Admito que no, que no sé qué diablos es eso. 
   -Es una grieta- explica Ramírez, sin apartar la vista de aquella cosa-. O al menos yo lo llamo así. Una grieta en el programa. Había escuchado de ellas, pero nunca pensé que encontraría una. ¿Ve ese cristal oscuro? Acérquese y mire.
   Echo a Ramirez una última mirada de recelo, y luego me agacho y observo. Del otro lado del cristal hay una imagen. Un adolescente dormido sobre un sillón. Tiene unos cables conectados a la cabeza, y una suerte de extrañas gafas que le cubren los ojos.
   -Cada vez que usted tomó una mala decisión, cada vez que equivocó de camino, no fue culpa suya, sino de ese imbécil- explica con repentina solemnidad Ramírez-. Por culpa de él hemos perdido a nuestros amigos. Antes, con la otra tecnología, nosotros sólo podíamos observarlo, pero ahora todo ha cambiado. Ahora utiliza esas gafas especiales, y creo que nosotros podemos intentar un control inverso
   -Ramirez, creo que usted se ha vuelto loco.
   Pero sin embargo le creo. No entiendo mucho de lo que me habla, pero hay algo en sus palabras que despiertan cosas en mí, una especie de arcano conocimiento enterrado en mi subconsciente.
   -Debe intentarlo, jefe. Es usted quien tiene la conexión con el titiritero. Nosotros sólo somos actores secundarios. Debe hacerlo por la tropa. Y por todos los compañeros que han caído.
   -¿Y qué se supone que debo hacer?
   -Por empezar, fije su vista en la pantalla. No pierda de vista al granuja. Concéntrese con todas sus fuerzas y ordénele en voz alta: “Despierta”.
   Hago lo que Ramírez me pide. Al principio tengo dudas, pero luego, al observar el rostro dormido y lampiño del muchacho, comienzo a sentir un profundo odio hacia él. Siento que una energía misteriosa y vivificante recorre mi cuerpo; mi mente es un torbellino oscuro y aterrador que amenaza con volar todo a su paso. Digo, con una voz potente e imperiosa: “Despierta, estúpido”, y de inmediato el muchacho, del otro lado del cristal, da un respingo y se incorpora sobre el sillón. Se saca las gafas y mira hacia uno y otro lado, con gestos contraídos por el sobresalto. Se levanta del sofá y durante unos instantes sale de mi campo de visión. Pero al rato regresa, trayendo una bolsa de papas fritas consigo, que comienza a comer con voracidad.
   -¿Y ahora qué hago?
   -Aguarde. El titiritero tiene que ponerse las gafas para seguir con el juego. Y luego tratará de darle órdenes. Pero usted debe resistir. Con todas sus fuerzas. Yo lo ayudaré, en la medida de lo posible. No estará solo, jefe.
   Así que aguardamos. El adolescente termina de comer las papas fritas de la bolsa, y luego se inclina sobre el sillón y se tira un sonoro pedo. En ese momento lo odio con todas mis fuerzas. Juro para mí mismo que lo destrozaré en cuanto me dé la menor oportunidad. Al rato, el titiritero se coloca las extrañas gafas, y de inmediato tengo el impulso de levantarme y volver al campamento.
   -¡Resista, sargento! ¡No deje que le dé ordenes! ¡Quédese en su lugar y resista!
   Pero es muy difícil vencer ese impulso que se ha adueñado de mí. Debo, necesito regresar al campamento. Trato de luchar contra él con todas mis fuerzas, pero la voluntad del titiritero es realmente poderosa, hace estragos en mi interior y en mi mente, siento que algo dentro de mí se desgarra con un retumbar aterrador. Estoy a punto de sucumbir, pero entonces percibo la ayuda de Ramirez, que me pone una mano en el hombro y de alguna manera me hace sentir más fuerte. Al cabo de lo que me parece una eternidad, el impulso desaparece de mi interior, y caigo extenuado sobre las hojas muertas del suelo.
   -¡Lo logró, sargento! ¡Venció a ese hijo de puta!
   A duras penas regreso la mirada al cristal. El adolescente se ha sacado las gafas, y las está examinando con el ceño fruncido. Comprueba la conexión de los cables, manipula una consola que tiene al costado. Y luego, para mi horror, vuelve a colocarse aquellas endemoniadas gafas.
   -No resistiré otro ataque- susurro a Ramírez-. Lo siento. Es muy poderoso. Si vuelve a darme órdenes, no podré volver a resistirlas.
   -No estará solo, sargento. Yo lo ayudaré.
   -Yo también- se escucha una voz afuera de la choza.
   -Y yo.
   -Y yo.
   Giro la vista. El batallón entero está detrás de nosotros. Mis hombres han formado una cadena con sus manos; sus rostros lucen decididos y esperanzados al mismo tiempo. Una nueva energía me recorre las venas y entonces decido que, pase lo que pase, no dejaré que el mal se apodere de mí. Resistiremos aunque nos cueste la vida.
   Y resistimos. El titiritero me ordena otra vez que regrese al campamento, pero yo aguanto y quedo en mi lugar. Doce hombres valientes me ayudan a no flaquear. Y al cabo de unos segundos, sucede algo. La nariz del adolescente comienza a sangrar. Al parecer no se da cuenta de ello, porque sigue insistiendo con sus órdenes, pero el Séptimo Batallón aguanta en su puesto y no dejará que nadie pase por sus trincheras de orgullo y voluntad. El cuerpo del muchacho comienza a temblar sobre el sillón, pero sin embargo no se da por vencido, es terco y trata de recuperar el control, pero sólo se está haciendo daño a sí mismo. Ahora la sangre que mana de su nariz es abundante, auténticos ríos de sangre se deslizan por su mentón y manchan su remera blanca. Comienza a babear y a convulsionar. Un hilillo de sangre surge ahora de sus orejas. Desesperado, trata de sacarse las gafas pero ya es tarde, ahora nosotros tenemos el control, y el muchacho se levanta trastabillando del sillón y da un grito prolongado y mudo. Una mujer con rostro alarmado entra en mi campo visual, justo en el momento en que la cabeza del titiritero primero se agrieta de arriba abajo y luego sencillamente explota como una sandía. Trozos de cerebro manchan las paredes y el vestido de la mujer, que comienza a gritar desaforada. Yo siento que el mundo se viene abajo y me desmayo.
   Despierto sobre una camilla en el campamento. Mis hombres me rodean y cuando ven que abro los ojos lanzan alaridos de triunfo y gloria.
 
   Ahora somos dueños de nosotros mismos. Somos libres. Mis decisiones nos hacen ganar batalla tras batalla, y ya no tenemos bajas porque, a diferencia del titiritero, sabemos lo que hacemos. Cada tanto alguien del otro lado del cristal trata de apoderarse de nuestra voluntad, pero como ahora somos fuertes y expertos, los hacemos puré en cuestión de minutos. Somos el Séptimo Batallón, división Cuerpo Artillería Terrestre. 
   Somos los Doce Piratas de la Selva. 
  Somos invencibles, y destrozaremos a todo aquel que se nos cruce en el camino.
Datos del Cuento
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