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La araña negra

Una triste historia de vida

Muchas veces ignoramos la realidad y otras tantas nos damos cuenta de ellas un poco tarde, cuando la vida ha cobrado su arancel.

Comentare la historia que vivió un amigo hace algunos años y que quedó grabada en mi mente, una realidad no tan real como se supone, veremos:

“Mi amigo de llamaba Juan Carlos Montes, era un solterón que se llamaba a ser histórico, pues le agradaban las mujeres, pero no quería contraer compromiso alguno.

Cierta vez se realizó una reunión en casa de otro amigo, donde asistieron varios personajes de la burguesía, por llamar de alguna manera a gente que se creía de clase media alta. 

Entre dichos personajes, había asistido Leonor, hija de un banquero, junto a su madre, la cual la llevaba a reuniones sociales, donde podría colocarla con un buen joven y con la esperanza de poder casarla.

Nuestro amigo Juan Carlos, fue presentado a Leonor y ambos parecieron ser compatibles para el amor. 
La jovencita aparentaba ser el modelo de una mujer honesta, al igual que su señora madre. 
Cualquier joven con buenas intenciones, no dejaría pasar la oportunidad de cortejarla y llevarla al altar, ya que su hermosura ofrecía un encanto angelical de pudor, con una sonrisa imperceptible que no se borraba de sus labios; era un reflejo de su alma.
Todos los que la conocían, cantaban alabanzas y repetían sin cesar: 
“Dichoso quien tenga el placer de llevarla en matrimonio a la bella Leonor”
El idilio que impone un noviazgo, duro un reducido tiempo, ya que a los pocos meses, la pidió por esposa y se casó con ella. 
Juan Carlos tenía un alto cargo en el Ministerio del Interior, con un sueldo muy acorde a su responsabilidad y sumaba buenos viáticos cada vez que debía ausentarse en gestiones de su cartera.
Capítulo 2
Fueron verdaderamente demasiado felices, Leonor administraba muy bien la economía de la casa. 
Le dio a su marido todo tipo de atenciones, cariños y mimos; era su encanto tan grande, que a los 6 años de matrimonio, la quería como en los primeros tiempos, cuando se enamoró perdidamente en aquella recordada reunión.
Solo algo había cambiado en su modo de vida, Leonor se aficionó terriblemente, al teatro, y no se perdía obra alguna, que se estrenara en el Colon. 
Algunas de sus amigas, siempre le conseguían entradas para funciones de Gran Gala, que ella compartía con su marido, que la acompañaba a regañadientes, ya que volvía muy fatigado de su trabajo. 
Por fin, para librarse de trasnochar, incito a que su mujer asistiera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla al finalizar la función. 
Ella acepto la propuesta de mala gana, ya que prefería con énfasis que sea su marido quien la acompañara. 
Capítulo 3
Le encantaba adornarse con joyas falsas, que realzaban mucho su belleza natural. 
Su atuendo era siempre muy sencillo, modesto pero de buen gusto. 
Su gracia era encantadora e irresistible, exaltaba aun mayor atractivo la sencillez de sus trajes, pero comenzó a colgarse de sus orejas dos trozos de vidrio, tallados como brillantes y llevaba también collares de perlas falsas, pulsera de oro falso, y peinetas adornadas con cristales de color que imitaban ser piedras preciosas.
Su marido le regañaba la afición que tenía por el oropel y le decía siempre:
-Cariño, la mujer que no puede comprar joyas verdaderas, no debe lucir más adornos que la belleza y la gracia, que son las mejores joyas.
Pero ella, sonriendo dulcemente, contestaba:
-¿Qué quieres? Me gusta, es un vicio. Ya sé que tienes razón; pero no puedo contenerme, no puedo. ¡Me gustan mucho las joyas!
Y hacía rodar entre sus dedos los collares de supuestas perlas; hacía brillar, deslumbradores, los cristales tallados, mientras repetía:
-Observa qué bien están hechos; parecen finos de verdad!.
Él sonreía diciendo:
-Tienes gustos de una vulgar gitana!.
Algunas veces, por la noche, mientras estaban solos junto a la chimenea, sobre la mesita donde tomaban el té, colocaba ella la caja de tafilete (bolsa de cuero de cabra) donde guardaba la "pacotilla", según la expresión de Juan Carlos, y examinaba las joyas con atención, apasionándose como si gozase un placer secreto y profundo. 
Se obstinaba siempre en ponerle un collar a su marido, para echarse a reír y exclamar:
-¡Qué lindo te queda, que mono estás!
Luego, arrojándose en sus brazos, lo besaba locamente.
Juan Carlos, estaba un poco celoso por la afición de Leonor con las noches álgidas de sus salidas al teatro, o eventos importantes en que era invitada por amigas de la alta sociedad. 
Nunca le menciono palabra alguna sobre su compañera de salidas, más daba a entender que se llevaban muy bien, porque llegaba a altas horas de la noche o pleno amanecer, cuando Juan Carlos dormía muy plácidamente, para levantarse y cumplir con sus funciones en el Ministerio del Interior. 
Sus compañeros de oficina, lo acosaban con preguntas sobre su hermosa mujer, e insistían en que no era normal que tuviese la libertad que le otorgaba, pues una mujer sola y de noche, es un arma letal a la fidelidad. 
Juan Carlos se jactaba de saber en quien depositaba la confianza, pues Leonor era un símbolo de honestidad plena en su matrimonio.
A los fines de no molestarlo al regresar de sus intensas noches, habían decidido que cada uno tuviese una habitación independiente. 
De esa manera, Juan Carlos no molestaría el sueño de Leonor, cuando se levantaba para ir a su trabajo, y a la vez, Leonor no despertaría a Juan Carlos, cuando regresaba de sus salidas nocturnas.
Capítulo 4
Así pasaron un par de años, las rutilantes salidas de Leonor de los fines de semana, se habían convertido en eventos y reuniones de sociedad casi diarias. 
Para colmo de todo esto, fue nombrada Presidenta de una Fundación de Caridad, para los pobres e indigentes del Cono Urbano Provincial, creado a los fines de obtener fondos para los habitantes que contaban con menores recursos. 
Juan Carlos estaba muy orgulloso de la mujer que había elegido como compañera de su vida y siempre le decía que era merecedora de mucho, muchísimo más.
Una noche de invierno, al salir de una Ópera, ella sintió un estremecimiento de frío en todo el cuerpo, que la hizo regresar temprano al hogar. 
Juan Carlos quedo pálido al verla tiritando, por lo que se levantó y la arropo, le calentó una bolsa de agua hirviente, le preparo una buena taza de té con una aspirina y se sentó a su lado para observar su reacción. 
Por la mañana llamaría al médico, a los fines de que le indicara un tratamiento.
Juan Carlos llamo por teléfono al Ministerio, explicando la situación y pidiendo el día por lo grave del estado de su mujer. 
Llego el medico domiciliario enviado por la Obra Social, le indico reposo absoluto y le receto una serie de medicinas que debía ingerir cada 8 horas, alertando que la débil y fragil paciente sufría un agotamiento muy pronunciado.
Pasaron ocho días y la situación no mejoraba, los médicos no daban en la tecla y su estado era como fantasmal, no ingería ningún alimento sólido y se mantenía a fuerza de tazas de té y antibióticos. 
El diagnostico era de una gran pulmonía que afectaba su aparato respiratorio. 
Una mañana, al llevarle su medicación, observo Juan Carlos que estaba en un estado deplorable, la envolvió en sus brazos, la beso tiernamente y a los pocos instantes murió. 
Enloquecido Juan Carlos le tomo el pulso, vio que su aliento era nulo y dándose cuenta que todo había terminado cayó sobre su cuerpo totalmente desahuciado. 
Su desesperación fue tan grande que sus cabellos encanecieron por completo en un mes. Lloraba día y noche, con el alma desgarrada por un dolor intolerable, acosado por los recuerdos, por la voz, por la sonrisa, por el perdido encanto de su amada muerta.
El tiempo no calmaba su amargura. Muchas veces, en las horas de oficina, mientras sus compañeros se agrupaban para comentar los sucesos del día, se le llenaban de lágrimas los ojos y, haciendo una mueca triste, comenzaba a sollozar.
Había mantenido intacta la habitación de su compañera, y se encerraba allí, diariamente, para pensar; todos los muebles, y hasta sus trajes, continuaban en el mismo lugar, como ella los había dejado.
Pero la vida se le hizo dificultosa. El sueldo, que manejado por su mujer, bastaba para todas las necesidades de la casa, era insuficiente para él solo, y se preguntaba con estupor cómo se las había arreglado ella, para darle vinos excelentes y manjares delicados, que ya no era posible adquirir con sus modestos recursos financieros.
Contrajo muchas deudas, pues le compro el ataúd más caro que tenía la funeraria, le hizo construir una tumba en puro mármol de Carrara, con una inmensa cruz de bronce y grabo un epitafio sobre ella, que decía:

“Aquí yace Leonor, el amor de mi vida, murió en la gloria del Señor”
Dos veces a la semana, durante mucho tiempo, le llevo las más exquisitas flores y oraba por su dulce alma, que se encontraba a un par de metros de profundidad.
Capítulo 5 
La situación financiera de Juan Carlos estaba cada vez más agravada, con los gastos contraídos y su mala administración, no llegaba a fines de mes con su sueldo. 
Había vendido el automóvil y debía manejarse en taxi la mayoría de las veces para poder asistir a las reuniones programadas en el Ministerio. Habían suspendido los viáticos y por razones de austeridad, se congelaron los sueldos en el Ente Nacional.
No podía sacarse de la cabeza, como en vida de su mujer y casi con las mismas condiciones, jamás tuvieron problemas económicos.
Juan Carlos no era un derrochador, ni adicto al juego, además de ser el único consumidor.
Faltaban ocho días para finalizar el mes y no poseía un centavo para los gastos más urgentes, por lo que tomo una decisión angustiante. 
Pensó vender alguna de las baratijas que dormían en la cómoda de la habitación de su fallecida mujer. 
Le amargaba tener que ir a empeñar o vender una cosa falsa, por la que le ofrecerían algunas monedas, pero al menos lograría tirar unos días más, hasta que cobrara su sueldo.
Rebuscó entre las muchas joyas de su esposa, que hasta los últimos días de su vida estuvo comprando o adquiriendo casi cada tarde una joya nueva, y por fin se decidió por un hermoso collar de perlas que podía valer unos 5 o 6 dólares como mucho, pues era muy primoroso a pesar de ser falso.
Esa mañana logro salió más temprano que de costumbre, tomo una bolsita del súper mercado y se encamino hacia una joyería que estaba camino al Ministerio.
Entró en ella, bastante avergonzado de mostrar así su miseria, yendo a vender una cosa de tan poco precio.
-Buenos días Caballero -le dijo al joyero-, quisiera saber cuánto puede valer esto que traigo, le ruego me disculpe pero he tenido una situación incómoda y me he quedado sin nada de dinero. Considero que es una joya artificial y su valor no debe tener mucha incidencia para su local, pero observe que es algo muy vistoso.
El joven joyero tomó el collar, lo examinó, le dio vueltas, lo tanteó, tomo una lente, llamó al dueño, le consulto algunas apreciaciones en voz baja, puso la joya sobre el mostrador y la miró de lejos, para observar el efecto.
Juan Carlos, molesto por aquellas prevenciones, se disponía a exclamar: 
-"¡Oh, ya sé que no vale nada!, no andemos con vueltas", cuando el dueño de la joyería le dijo:
-Caballero, esto vale de doce a quince mil dólares; pero no puedo adquirirlo sin antes conocer su real procedencia.
El viudo abrió unos ojos enormes y se quedó con la boca abierta. 
Por fin, balbució:
-¿Está usted seguro de su opinión?...
El joyero, atribuyendo a otra causa la sorpresa, añadió secamente:
-Puede ver si alguna otra joyería se lo paga mejor; para mí, en base a mi real experiencia vale sólo quince mil dólares.
Juan Carlos, recogió el collar y se fue, obedeciendo a un deseo confuso de reflexionar a solas.
Pero, en cuanto se vio en la calle, estuvo a punto de soltar la risa, pensando: 
"Que pedazo de imbécil! ¡Habrase visto estúpido tan grande! Si le hubiese aceptado la propuesta?... ¡Vaya un joyero, que no sabe distinguir lo bueno de lo falso!" 
Pero también le paso por la cabeza, que era posible que el tipo, se estuviese riendo de él, al verlo tan dubitativo, le había jugado una broma.
Guardo la bolsita con el collar y se encamino hacia el Ministerio, donde tenía una audiencia a primera hora de la mañana.
Durante la entrevista, la cabeza le daba vueltas y trataba de encontrarle respuesta a lo ocurrido aquella mañana. 
Ya figuraba en su mente, la idea de concurrir a una joyería más importante, ahí no se mofarían de su persona. 
En el refrigerio, tomo la guía telefónica para orientar una segunda visita, y decidió que lo más oportuno seria dirigirse al Trust Joyero, la más importante en lo que a joyas finas se refiere.
Cumplido su horario normal en el Ministerio, se encamino hacia la gran Avenida Corrientes al 980, convencido que allí le darían un veredicto real sobre la falsa joya. 
Fue atendido por un joyero de mediana edad, que lo invito a pasar a una salita, en que presupuestaban alhajas o reliquias antiguas.
El joyero tomo la pieza en sus manos y tanteo su peso, se colocó sobre su ojo un monóculo, y estudio minuciosamente el collar. 
Finalizado esto, miro a Juan Carlos a los ojos y dictamino:
-¡Ah, caramba! Conozco muy bien este collar; ya que ha salido de esta casa.
Ya muy inquieto y desconcertado Juan Carlos, preguntó:
-¿Cuánto vale?
-Caballero, yo lo vendí en veinticinco mil dólares hace algunos años y se lo compraré en dieciocho mil dólares, cuando me facilite la información de rigor, para cumplir las prescripciones legales. 
¿Cómo ha llegado a su poder?
Esta vez Juan Carlos, rojo como un tomate y muy anonadado por la sorpresa, concluyo:
-Examínelo... examínelo usted detenidamente, ¿no es falso?
-¿Quiere usted darme su nombre, caballero?
-Sí, señor; me llamo Juan Carlos Montes, soy secretario en el Ministerio del Interior y vivo en la calle Guatemala 3556 de la ciudad de Buenos Aires. La joya que Ud. tiene en sus manos ha sido de mi fallecida esposa, más yo nunca tuve la sensación que hubiese sido tan costosa. 
Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos; Juan Carlos, estúpido por la sorpresa; el joyero, creyendo estar ante un arriesgado ladrón.
El Joyero, con esa cara de piedra que utilizan en estos casos, dijo:
-¿Accede a depositar esta alhaja en mi Joyería durante veinticuatro horas nada más, y mediante un recibo?
-Sí, sí; ya lo creo, balbuceo Juan Carlos.
Tomo el papel entregado por el joyero, lo metió en su bolsillo y se despidió con el respeto que ameritaba la ocasión.
Luego cruzó la Avenida Corrientes, anduvo hasta notar que había equivocado el camino, volvió hacia calle Florida y bajo las escaleras del subte; una vez en el laberinto de kioscos alrededor de las boleterías, pensó que no era la dirección más conveniente para llegar a su domicilio. 
Sin ninguna idea clara en la mente, se esforzaba, queriendo razonar, comprender. 
Su esposa no pudo adquirir un objeto de tanto valor... De ningún modo... Luego ¡era un regalo! ¡Un regalo!... Y ¿de quién? ¿Por qué?
Se detuvo y quedó inmóvil en medio del subte, rodeado de un hormiguero de gente que iba y venía en todas las direcciones. 
Subió corriendo por la escalera mecánica y nuevamente se encontró en la Avenida Corrientes.
La horrible duda lo asaltó. ¿Ella?... ¡Y todas las demás joyas también serían regalos! Le pareció que la tierra temblaba, que un árbol se le venía encima y, tendiendo los brazos, se desplomó.
Recobró el sentido en una farmacia adonde los transeúntes que lo recogieron, lo habían llevado. 
Pidió un taxi para que lo condujera a su casa, y no quiso ver más a nadie.
Hasta la noche lloró desesperadamente, mordiendo un pañuelo para no gritar. Luego se fue a la cama, rendido por la fatiga y la tristeza, y durmió con sueño pesado.
Lo despertó un rayo de sol, y se levantó despacio, para ir al Ministerio, pero era muy duro trabajar, después de semejantes emociones. 
Recordó que podía excusarse con el ministro, dado que lo apreciaba por su honestidad y aplomo en sus labores cotidianas. 
Luego pensó que debía ir a la joyería y lo ruborizó la vergüenza. 
Se quedó largo rato meditabundo; no era posible que se quedara el collar sin recoger. Se vistió y salió apresuradamente.
Hacía buen tiempo; el cielo era azul, alegrando la ciudad que parecía sonreír. 
Dos turistas ociosos andaban sin rumbo, lentamente, con las manos en los bolsillos y comentando lo bello de Buenos Aires, en un idioma extranjero.
Juan Carlos pensó, al verlos: "Dichoso el que tiene una buena fortuna”. Con el dinero pueden acabarse todas las tristezas; uno va donde quiere, viaja, se distrae. 
-¡Si yo fuese rico, cuantos gustos pudiese darme!", pensaba en voz baja.
Fue hasta la parada del colectivo 37 en la Avenida Santa Fe, y subió aun turbado por la aventura que le esperaba. 
Se bajó en la Avenida 9 de Julio y camino lentamente hasta la avenida Corrientes. 
Aún era temprano y la joyería tenía las cortinas metálicas bajas, por lo que espero en un barcito de calle Suipacha, hasta la apertura de la joyería. 
En su mente le estaban caracoleando mil ideas, y los nervios le carcomían el alma.
Por fin se hizo la hora, pago la cuenta del café cortado que había solicitado y se encamino a la joyería con pasos lentos e inseguros, ya que no sabía qué respuesta tendrían para anoticiarle, se paseaba de una vereda a otra y se repetía permanentemente:
¡Dieciocho mil dólares!...que locura, no puede ser verdad!
Diez veces encaro hacia la entrada de la joyería, para ingresar y siempre se detenía, como muy avergonzado.
Por fin se decidió, bruscamente; atravesó la Avenida corriendo, para no darse tiempo a reflexionar y se precipitó en la joyería. 
El dueño que lo notaba muy nervioso, se apresuró a ofrecerle una banqueta, sonriendo con una sutil finura. 
Los otros empleados miraban a Juan Carlos de reojo, procurando contener la risa que les retozaba en el cuerpo al verlo en ese estado. 
El joyero con mucha naturalidad le dijo:
-Estimado señor Montes, ya me informé sobre sus antecedentes, por lo que si usted acepta mi proposición, puedo entregarle ahora mismo el precio que hemos acordado por la joya.
Juan Carlos balbució:
-Sí, sí; claro, estoy totalmente de acuerdo con la propuesta.
El Joyero lo invito con un café y fue hasta la caja de seguridad de dónde sacó de una gaveta de la misma, los dieciocho mil dólares pactados y se los entregó a Juan Carlos para que los contara y a su vez le firmara un recibo por el pago, que guardo en el bolsillo de su saco, con mano temblorosa.
Cuando se encontraba en la puerta, rumbo a su casa, se volvió hacia el joyero, que sonreía, y le dijo, bajando los ojos:
-Tengo en mi casa... aún...otras joyas que han llegado hasta mí por el mismo conducto, ¿le molestaría observarlas y comprármelas si son buenas?
El Joyero le respondió de inmediato:
-Sin ninguna duda, señor Montes, tráigalas y se las cotizo.
Juan Carlos, muy impasible, colorado y grave, prosiguió avergonzado:
-Voy a traérselas; lo más rápido que mis piernas recorran el camino hasta mi casa.
Salió a la Avenida Corrientes y llamo un taxi para ir a buscar las joyas con la máxima premura. 
El conductor le pregunto si se sentía bien, porque evidenciaba un nerviosismo de mil demonios.
Le pidió al mismo taxista que lo esperara en la puerta de su casa y corrió para buscar el resto de las alhajas. 
En la desesperación por reunir las joyas en una caja de zapatos, no se dio cuenta, al momento, que en un sobre de plástico había unos recortes de diario bastante antiguos. 
Los observo casi sin mirarlos y los dejo sobre un estante de una biblioteca, para echarles una mirada a su regreso. 
Volvió al taxi, y rumbearon hacia la Joyería rápidamente, pues esta cerraba al mediodía. 
El interesado joyero, lo estaba esperando con grandes ansias. 
Comenzaron a examinar los objetos, pieza por pieza, tasándolos uno a uno. Casi todos eran de la mejor calidad y por cierto, muy costosos.
Juan Carlos, discutía los precios, enfadándose por el valor que le adjudicaban, y exigía que le mostraran los comprobantes de las facturas, hablando cada vez más recio, a medida que la suma iba aumentando su capital. 
Era el, ahora quien tenía la voz cantante y peleaba dólar a dólar su cotización.
Los dos solitarios valían veinticinco mil dólares; los broches, sortijas y medallones, dieciséis mil; un aderezo de esmeraldas y zafiros, catorce mil; las pulseras, treinta y cinco mil; un solitario, colgante de una cadena de oro, cuarenta mil; y ascendía todo a ciento noventa y seis mil dólares. Una verdadera fortuna para quien había vivido tan austeramente.
El Joyero dijo irónicamente y con sorna:
-Esto era de una mujer que debió de gastar su economía solamente en joyas.
Juan Carlos repuso, muy gravemente:
-Cada cual usa la plata, en lo que más carajo le gusta!, no le parece?.
Y se fue, habiendo convenido con el joyero que, al día siguiente, comprobarían y harían efectiva la tasación.
Cuando estuvo en la calle, miró el Obelisco, y sintió deseos de gatear por él, como si fuera una cucaracha.
Se sentía ligero, con ánimo para saltar por encima del impresionante monumento, icono de la ciudad de Buenos Aires. 
Almorzó en Las Cañitas, en el restaurante La Stampa, el lugar más lujoso, y bebió vino Catena Zapata Malbec de Alta Gama, de 100 dólares la botella. 
Después tomó un taxi para que lo llevase a los apacibles bosques de Palermo, donde miraba despreciativamente a los turistas, con inmensas ganas de gritarles en la cara: 
"¡Soy rico! ¡Tengo doscientos mil dólares! ¡Me puedo dar todos los gustos que se me antojen!”
De inmediato se acordó de su oficina, y se hizo conducir al Ministerio. 
Entró en el despacho del secretario del ministro y le dijo con total descaro:
-¡Vengo a presentar mi renuncia, ya que acabo de recibir una inmensa herencia de trescientos mil dólares y ya no quiero trabajar nunca más!.
Luego fue a estrechar la mano de sus compañeros, y les conto con ansiedad, de sus nuevos planes de vida.
Por la noche volvió a su casa, pues recordó el sobre plástico que había ignorado en su momento de agitación y que deposito en el estante de la biblioteca para ojearlo bien, cuando ya estuviese totalmente tranquilo.
Cuantas cosas inolvidables había vivido ese día, estrenando nueva personalidad, sintiéndose el hombre más virtuoso de Buenos Aires, habiendo colgado el disfraz de laburante; ya no habría más despertador, y dormiría hasta que las velas no ardan, desayunaría a cualquier hora y almorzaría en los mejores lugares, era la vida que siempre había deseado.
-¡Que feliz que soy!, se murmullaba a cada instante.
Fue directo a la biblioteca, tomo entre sus manos el sobre de plástico y un pañuelito de seda, saco los recortes que dormían dentro, y comenzó a leer:
“Año 1890, diario -La Campaña Argentina-, unos de los más populares en aquella época, que comentaban en su edición policial, sobre la misteriosa aparición de la Araña Negra, que mantuvo en vilo a toda la población bonaerense. Se trataba de una mujer que vestía de negro, y asistía a casi todos los eventos de la Alta Alcurnia, y provista de un poderoso veneno que se inhalaba en cualquier reunión, y que con solamente 1 gramo del mismo envasado como perfume, dormía a todos los concurrentes por espacio de casi una hora. Al volver estos en sí, no recordaban nada de lo sucedido; de esta manera la Araña Negra desvalijaba de joyas y dinero a los pobres asistentes. Años más tarde, se logró estudiar la sustancia toxica más poderosa jamás conocida, y se detectó que se trataba de Oxido Osmico, un enérgico elemento que al ser pulverulento debía ser manejado con sumo cuidado. Tal es así, que con tan solo 10 kilogramos de este producto, puede envenenarse a toda una población entera. A la fecha no se registra aun ningún antídoto para contrarrestar sus efectos.”
Otro recorte más nuevo de aquella época, anunciaba:
“Año 1895, el diario La Prensa, comentaba que había sido detenida la Araña Negra, encontrándose en su cartera, un envase de un notable perfume francés que estaba mezclado con Oxido Osmico. Esta misteriosa mujer llamada Nicolasa Gómez, falleció en la Cárcel Correccional de Mujeres, lugar que atendían las monjas del Buen Pastor, en un predio de Ezeiza. La Araña Negra, se constató que murió por un estremecimiento de frio en el cuerpo, no habiendo habido ninguna medicación que sanara sus padecimientos y esa fiebre, en la que estaba sumergida. En tan solo una semana dejo de existir, comprobando que contaba con una suculenta fortuna, ganadas con sus fechorías nocturnas”. 
Haciendo memoria, Juan Carlos recordó que en una oportunidad, Leonor le había preguntado si alguna vez había escuchado sobre los elementos Osmium, ya que en la escala de valores químicos, no hacían ninguna referencia.
Juan Carlos cerró los ojos y transporto su mente hacia un infinito, en miles de elucubraciones con respecto a su querida mujer.
¡La Araña Negra había resucitado, y se adueñó de parte de su vida!

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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