No daba tamaño, ni siquiera daba lugar. Sus palabras sonaron como suena la goma-2 atada a un reloj que viaja en autobús en la mochila de alguien que saluda a Alá. La mujer de las oficinas de la quinta planta, con la que tan gustosamente compartía ascensor, se me presentaba como la muerte. El paisaje solitario. Un Madrid desierto. Y yo frío, sin sentimientos, no pienso, digo el silencio, porque no quiero decir nada más. Dulce voz para sus palabras amargas que explicaban el epílogo de mi vida y las letras de fin. Y a la mente un recuerdo, un bar, hielo atrapado en un vaso de cristal, ahogandose en ginebra, las llaves de un coche en mi bolsillo, una luz ambar tiñéndose de roja. ¿Será verdad eso que dicen que la muerte tiene un rostro conocido? Dulce, melodioso, como la chica de la quinta planta, quizás para evitar ver maldad en un simple ángel pluriempleado del cielo. No daba tamaño a la muerte como una ciudad vacía, como si fuera un infierno. El mismo lugar donde vivíamos, pero sin gente, eso era un infierno para delincuentes de si mismo, como yo, para huéspedes de la muerte antes de fecha. Castigo por provocar mi muerte, desafiando al que mande en las oficinas del cielo, con un accidente. No daba tamaño, a la soledad.