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La dama del lago

Había una vez una viuda que, habiendo perdido a su esposo en la guerra, vivía en unión de su único hijo. Ambos eran tan trabajadores que, en pocos años, se habían asegurado una existencia holgada, sin que nada les faltase.



Tenían una casita con un huerto, y el establo lleno de animales. La madre cuidaba la casa, y el hijo tenía a su cargo el cuidado de los animales, los que llevaba a pastar al prado que se hallaba en las cercanías de un lago.



Un día, el joven, sentado junto a la orilla, contemplaba las transparentes aguas del lago, cuando descubrió de repente una muchacha que se paseaba sobre la superficie de las aguas.



Era más bella que un rayo de sol; una espléndida cascada de dorados cabellos caía sobre su espalda de alabastro y sus ojos de turquesa contemplaban la superficie del lago, donde se reflejaba, como en un espejo, su extraordinaria belleza.



El joven, que estaba comiendo un trozo de pan y queso, quedó como en éxtasis, creyendo que soñaba.



De pronto, la hermosa muchacha pareció verle, y se aproximó lentamente a la orilla.



El hijo de la viuda le ofreció el trozo de pan que tenía en su mano derecha.



Ella lo rechazó, diciendo.



-Mano dura, pan duro, no procuran sino angustias y miserias.



Sin añadir más, zambullóse en el agua y desapareció.



El joven quedó largo rato en la orilla, observando las aguas, esperando ver aparecer de nuevo a la encantadora muchacha, cuya armoniosa voz le pareció estar oyendo aún. Mas aguardó en vano y, al caer la tarde, volvióse a su casa tras de sus vacas.



Cenó tan poco y estuvo tan absorto en sus pensamientos que su madre no pudo por menos que preguntarle si se sentía enfermo.



Él le contó cuanto había visto, añadiendo que jamás podría olvidar a aquella hermosa muchacha que había aparecido en la superficie de las aguas del lago.



La madre quedó pensativa unos instantes; luego, dijo a su hijo:



-No ha aceptado tu pan porque era demasiado duro. Mañana te llevarás pan tierno y no lo rehusará.



-Tienes razón, madre. Así lo haré.



Durante toda aquella noche no pudo conciliar el sueño, pensando en la joven de los cabellos de oro, de la que se había enamorado perdidamente.



Y, no hubo bien amanecido, tomó prestamente el camino del lago, llevando en su morral un trozo de pan blanco, recién salido del horno.



Sentado junto a la orilla, con el corazón palpitante de emoción, aguardó la aparición de la encantadora criatura.



Mas pasó el tiempo y la superficie del lago permaneció desierta y silenciosa. De repente, levantóse un poco de viento que hizo encresparse las aguas, al tiempo que una nube blanca ocultaba el sol.



-¡Tal vez no viene porque hace mal tiempo! -pensó el joven, con tristeza.



En efecto, transcurrieron muchas horas sin que la fascinadora muchacha de los cabellos de oro se dejara ver. Finalmente, las nubes se desvanecieron y el sol volvió a lucir victorioso, reflejándose en la superficie del lago.



Advirtiendo que algunas de sus vacas se habían acercado a abrevar a la orilla, corrió hacia ellas, por temor de que cayeran al agua. Pero no había avanzado sino unos cuantos pasos, cuando la extraordinaria aparición se alzó ante él, envolviéndole en una mirada fascinadora.



El joven quedó, como encantado unos segundos; mas, rehaciéndose al fin, dijo:



-Toma, éste no es duro como el de ayer. Acéptalo, porque te quiero y desearía hacerte mi esposa.



Ella no respondió, pero no dejó de mirarle con sus ojos color de cielo.



Entonces el joven se arrodilló, prosiguiendo con voz trémula:



-Si consientes en ser mi esposa, te haré feliz y no viviré más que para ti.



Respondió la joven:



-No. Pan tierno y corazón sensible, dan a menudo grandes dolores.



Y, como el día anterior, desapareció en las aguas del lago.



El hijo de la viuda había observado que, mientras hablaba la encantadora muchacha de cabellos de oro sonreía y sus ojos relucían maravillosamente. Esto le hizo abrigar alguna esperanza y, cuando llegó a su casita, estaba menos triste que la noche anterior.



Su madre quiso saber lo que le había sucedido y, cuando el joven hubo terminado su relato, dijo:



-El pan de ayer era demasiado duro y el de hoy demasiado blando. Es menester que le ofrezcas un trozo de pan que no esté demasiado seco ni demasiado fresco.



Y preparó en la artesa el pan que su hijo debía llevar el día siguiente.



Extendíase el lago al pie de la verde montaña y refulgía el sol en el firmamento azul, rodeado de nubes blancas como la nieve.



Sentado junto a la orilla, el hijo de la viuda no apartaba su mirada de la superficie del lago.



Más cuando llegó la hora de ponerse el sol sin que la fascinadora muchacha de los cabellos de oro y ojos color de cielo hubiera aparecido, el pobre joven sintió que una gran amargura invadía su corazón.



Había de volver a su casita, triste y desilusionado.



Ya llamaba a su rebaño para alejarse de allí, cuando, al dirigir una última mirada al lago, vio algo que le llenó de estupor: las vacas, paseaban tranquilamente por la superficie de las aguas y la joven de los cabellos de oro y ojos de color de cielo le contemplaba, sonriendo.



Al ver al pastor le salió al encuentro y saltó a la orilla, tendiéndole una mano.



Preso de una felicidad indescriptible, él le ofreció el pan amasado por su madre. La muchacha lo aceptó, mientras en su rostro se reflejaba una expresión de ternura.



Sentados uno junto al otro, el pastor tomó en las suyas una de las delicadas manitas de la muchacha, diciendo:



-Te quiero. ¿Me harás dichoso, siendo mi esposa?



-¡Imposible! -respondió ella.



-¿Por qué? ¿Quieres que me muera de pena?



-No puedo aceptar, porque tú eres un ser mortal, mientras que yo pertenezca al reino de las hadas.



-No importa. No, es por cierto, la primera vez que un mortal se casa con un hada.



La muchacha dudó unos momentos y luego contestó:



-Bien, estoy dispuesta a ser tu esposa; pero con una condición.



-Habla amor mío. Por ti, estoy dispuesto a todo.



-Me casaré contigo; mas si me pegas tres veces sin motivo, nos separaremos.



-¿Yo pegarte? -exclamó el pastor, enajenado de felicidad-. Mis manos no se posarán en ti más que para prodigarte caricias.



No bien hubo él terminado de decir esto, cuando la encantadora joven dio un salto poderoso y se sumergió en las aguas, desapareciendo en el fondo del lago.



La desesperación del pastor no es para ser descrita.



Y como en verdad no podía vivir sin aquella hermosa muchacha, se habría echado al agua tras ella, de no haberle contenido el pensamiento de que su madre se quedaría sola en el mundo.



Ya iba a alejarse de allí lleno de tristeza, cuando vio dos jovencitas que le salían al encuentro, acompañadas de un anciano que llevaba los cabellos extendidos sobre los hombros.



-Hijo de los hombres -dijo al pastor-. Soy el padre de la muchacha con quien quieres casarte. Estas son mis dos hijas, y si puedes decirme a cuál de ellas has elegido, consentiré en tu casamiento.



El pastor contempló a aquellas dos encantadoras muchachas y quedó perplejo.



Eran idénticas, como dos gotas de agua.



Si no acertaba a indicar cual de ellas era la que había visto sobre las aguas, ninguna de las dos sería su esposa.



Y quedó mirándolas con fijeza, profundamente sorprendido, mientras el viejo aguardaba su respuesta.



Ya estaba a punto de desesperarse, cuando una de las jóvenes sacó un diminuto pie por debajo del vestido.



El pastor comprendió el significado de aquella seña y, acercándose a la muchacha, le cogió, de la mano, profundamente emocionado.



Dijo el anciano:



-Muy bien. Te confío la felicidad de mi hija.



-Aseguro a usted que la haré dichosa -dijo el pastor.



-Poco a poco, jovencito. Hemos de hablar de cosas prácticas. Mi hija tiene una dote.



-No quiero nada -replicó, el pastor-. Mi madre tiene una casa, un huerto y mucho ganado. Como soy su único heredero, puedo asegurarle que su hija será rica.



-Pero yo no puedo casarla sin darle su dote -insistió el anciano.



-Es usted muy generoso, pero yo estoy dispuesto a casarme con ella, aun sin dote, porque la amo.



-No importa. Recuerda, sin embargo, que si le pegas por tres veces sin motivo, el matrimonio quedará anulado y mi hija volverá conmigo.



Dicho esto, se volvió a la muchacha y le preguntó qué quería como dote.



Ella pidió cinco caballos, diez vacas y tres bueyes.



Apenas hubo terminado de manifestar sus deseos, los animales aparecieron como por arte de magia, relinchando y mugiendo alegremente.



El viejo bendijo a los dos jóvenes y desapareció en el lago con su otra hija.



El pastor ofreció su brazo a la joven esposa y se dirigió a su casa, seguido de los animales.



La madre los acogió muy contenta y, pocos días más tarde, se celebró la boda.



Los recién casados se habían establecido en una casita cercana a la de la viuda y vivían contentos y tranquilos, en unión de tres niñas que completaban su felicidad.



Un día recibieron la invitación de asistir a un bautizo, pero la joven esposa no se encontraba en disposición de ponerse en camino.



-Iremos a caballo -propuso el marido.



-Prefiero quedarme en casa.



-No, querida, no quiero dejarte sola. Ve a preparar tu caballo, mientras yo preparo el mío.



Y se fue a la cuadra para ponerse la silla a su cabalgadura.



Mas, cuando volvió y notó que su mujer no se había movido, apoderóse de él tal rabia que le dio un ligero golpe con la mano, exclamando:



-¿Por qué no has hecho lo que te he dicho?



Por toda respuesta, ella rompió a llorar, gimiendo:



-¡Ah, malo, malo! ¡Me has pegado sin ningún motivo! ¡Acuérdate del trato hecho y no me pegues más, pues te quedarás sin mí!



-Lo he hecho en broma -respondió el marido, mesándose los cabellos con desesperación.



Y se arrodilló ante su adorada esposa, prometiéndole que no lo haría más.



Al cabo de algún tiempo, el incidente fue olvidado.



Un día fueron invitados a una boda y asistieron, participando de la alegría de los convidados. Pero, en cierto momento, sin ningún motivo, la esposa del pastor rompió de pronto en amargo llanto.



-¿Por qué lloras? -le preguntó su esposo afectuosamente, dándole un ligero golpe en la mejilla-. ¿Estás enferma?



-¡Ah! -gimió ella, retorciéndose las manos y llorando aún más amargamente-. ¡Me has pegado por segunda vez, sin motivo alguno!



Preso de loca desesperación, el marido vio que había olvidado que, según la ley de las hadas, el golpe más leve equivalía a una paliza.



También este segundo incidente quedó olvidado pronto, y los dos esposos continuaron gozando de su felicidad, rodeados de sus tres hijas, que crecían sanas y robustas.



De cuando en cuando, la esposa recordaba al marido el pacto hecho antes de casarse; si le pegaba por tercera vez, su felicidad quedaría truncada para siempre.



Mas, un mal día, el pastor olvidó su promesa.



Habían ido a unos funerales, y, mientras los parientes y amigos del difunto lloraban su muerte, la mujer del pastor prorrumpió de pronto en una carcajada.



Sorprendido, su marido le dio un golpe en el brazo, diciéndole:



-¿Estás loca? ¿Qué haces?



-Río porque los muertos están más contentos que los vivos, porque están libres de toda angustia y dolor.



Y, dirigiendo una triste mirada a su marido, añadió:



-Ahora nuestro matrimonio se ha roto. Me has pegado por tercera vez y tenemos que separamos para siempre.



Sin escuchar las súplicas del pastor, la mujer volvió a la casita donde habían vivido felices tantos años.



Y dijo a los animales:



-¡Volved a la corte de vuestro rey!



Los animales abandonaron la cuadra y, con la esposa del pastor, se dirigieron al lago, en cuyas aguas desaparecieron inmediatamente.



Después de haberlos seguido en vano, el desgraciado pastor volvió a su casita, y, pocos días después, murió de tristeza.



Las tres hijas continuaron durante muchos años yendo a la orilla del lago, con la esperanza de volver a ver a su mamá, pero la hermosa dama de cabellos de oro y ojos color de cielo no apareció nunca más en las aguas.



Quizá, en las claras, noches de luna, un débil y triste lamento se eleva de las tranquilas aguas, como el llanto de una madre que invoca en vano a sus queridos hijos, perdidos para siempre jamás.


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