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A todos los niños les gusta jugar con hormigas, pero en el caso de Carmen… ¡Era su pasatiempo favorito! Le encantaba observarlas, mirar cómo desfilaban sin descanso en busca de comida y adornar la puerta de sus hormigueros. Intentaba no molestarlas, pero no podía resistirse a jugar con ellas poniéndoles delante un dedo para que se subieran en él. Pero las hormigas siempre lo esquivaban. Tan pronto como Carmen colocaba su mano, una hoja o un palito delante de una de ellas, ésta cambiaba el rumbo repentinamente y continuaba su camino. ¿Cómo lograr que las hormigas le hicieran caso?
Aquel fin de semana llegó el Circo, con su carpa de colores, sus carromatos… ¡Y sus fieras! Carmen acudió a ver el espectáculo.
– ¡BIENVENIDOS SEÑORAS Y SEÑORES, NIÑOS Y NIÑAS, AL GRAN CIRCOOOOO AAAALEGRÍAA! -presentó un señor muy elegante vestido con un esmoquin.
Carmen disfrutó mucho con los malabaristas, los funambulistas y los payasos. Pero lo que más le impresionó fue el espectáculo del domador: era capaz de conseguir que leones, elefantes y osos hicieran lo que él quisiera. Así fue como Carmen decidió que sería Domadora de hormigas.
Durante un año entero, Carmen practicó con las hormigas. Intentó domarlas de mil maneras: visitándolas todos los días, poniéndoles nombre e incluso llevándoles algún que otro terrón de azúcar… ¡Pero nada! Las hormigas ni siquiera se le acercaban un poquito. ¡Eran absolutamente indomables! Entonces el circo regresó a la ciudad.
“¡Señoras y señores! ¡Niños y niñas! ¡Ha llegado el Circo Alegría! Payasos, trapecistas, malabaristas, leones, elefantes! ¡No se pierdan el espectáculo del Circoooo… Aaaaalegríaaaa!”
El sonido procedía de un megáfono colocado en el techo de un destartalado coche que recorría la ciudad anunciando la llegada del circo. Al escuchar el anuncio, Carmen tuvo una idea. ¡Iría en busca del domador de fieras para pedirle algún consejo!
Al llegar al recinto en el que el circo había montado su campamento, Carmen se dirigió a una mujer muy estrafalaria. Vestía un maillot con tutú el iba muy maquillada. Llevaba el pelo recogido en un enorme moño del que sobresalían largas plumas de pavo real.
– Hola, buenos días. Busco al domador -saludó Carmen.
– Lo encontrarás en el tercer carromato. ¿Lo ves allí? – indicó la estrafalaria mujer. Y matizó: Aquel que tiene dibujados un elefante y un león.
Tras darle las gracias a la exótica bailarina, Carmen se encaminó al carromato del domador. Una vez estuvo delante, llamó con los nudillos a la puerta. Una voz áspera y desganada se coló por las rendijas:
– ¿Quién es?
– Hola, señor domador. Me llamo Carmen. Quería hacerle una pregunta -se presentó la niña.
La puerta se abrió. Ante ella estaba un hombre bajito y barrigón. Llevaba varios días si afeitar y tenía un aspecto muy descuidado, parecía algo enfermo.
– Dime. ¿Qué quieres? – casi le increpó el desastrado domador.
– Me gustaría saber cuál es el truco para convertirse en domador. ¡Me gustaría mucho convertirme en domadora de hormigas!
El domador miró a Carmen de arriba a abajo durante unos segundos. Luego se echó a reír.
– No se puede domar hormigas, niña. No seas ridícula -se burló el hombre – Ni siquiera un experimentado domador como yo sería capaz de algo semejante. ¿Es que no sabes que la hormiga es uno de los seres más tontos del planeta?
Carmen estaba muy enfadada. ¡Ese domador era un ridículo fanfarrón! Así que no dejó que sus palabras la empujaran al desánimo y continuó intentando, sin descanso, domar a las hormigas.
Pero una tarde, Carmen se rindió. Lo dio por imposible. Las hormigas eran, ciertamente, indomables.
– ¡Me rindo! -sollozó la pequeña.
En ese momento, se fijó en un extraño anciano que había junto a ella. ¡Era como si hubiera aparecido de la nada! Llevaba un traje de domador muy desgastado. Parecía muy antiguo.
– ¡Nunca te rindas, Carmen! -le aconsejó el anciano con tono afable.
El hombre se agachó y extendió su mano hacia el hormiguero. Entonces ocurrió algo maravilloso. Primero fue una hormiga la que subió a su mano y entonces todas las demás hicieron lo mismo. Al cabo de unos segundos, un río de hormigas, muchas más de las que Carmen había visto jamás juntas, trepaban hasta la mano izquierda del viejo domador. Entonces el extraño señor comenzó a mover el dedo índice de su mano izquierda como si se tratara de una batuta. Las hormigas comenzaron a agruparse, a dispersarse, a trepar unas encima de otras. Con cada orden que el viejo domador les daba, construían con sus cuerpos una figura tridimensional en el aire. ¡Parecían esculturas!
– ¡Guaaaaau! ¿Cómo lo ha hecho? – exclamó Carmen, sin poder creer lo que veían sus ojos.
Entonces el viejo domador le contó su secreto.
Una sola hormiga únicamente es capaz de entender un trocito muy pequeño de su realidad y sólo puede hacerlo si está delante de sus narices, porque su cerebro es muy limitado. ¡Pero muchas hormigas juntas son otra cosa! En grupo, las hormigas funcionan como las neuronas de nuestro cerebro. Cada una de ellas traspasa un poquito de información a las demás y es así como ocurre la magia!
Mientras decía esto, la columna de hormigas continuaba esculpiendo bonitas figuras en el aire: corazones, estrellas, pájaros….
– ¡Fíjate bien! Ahora daré una orden a una de ellas, y verás cómo las demás se van avisando unas a otras para seguir su ejemplo -explicó.
El domador misterioso tocó a una de las hormigas con su dedo meñique. ¡En mismo instante la columna de hormigas empezó a agitarse intensamente antes de deshacerse y volver a convertirse en un río de hormigas que regresaban a su hormiguero. Una vez que la última de ellas se hubo ocultado, el hombre se desvaneció como lo haría un fantasma.
Tan solo dos meses después, tras aplicar con esfuerzo y tesón las enseñanzas del viejo domador, Carmen se había convertido en la mejor domadora de hormigas del Mundo. Mejor dicho: ¡En la única domadora de hormigas del mundo!
Y, por fin, había llegado el gran momento. ¡Era el día de su debut artístico en una concurrida plaza de la capital!
Carmen había preparado una enorme pancarta donde anunciaba el espectáculo. Vestía una chaqueta de domador de color rojo. A su alrededor había pequeños aros, banquetitas en miniatura, minúsculos conos de colores. Incluso la acompañaba su mejor amigo como presentador. Incluso la acompañaba su papá, Perico, como presentador.
La gente que pasaba por delante esbozaba una sonrisa. ¿Un circo de hormigas? Pensaban que se trataba únicamente de un juego por parte de una niña con mucha imaginación. Aún así, varias personas comenzaron a arremolinarse en torno al improvisado escenario callejero.
Y el espectáculo comenzó.
– ¡Bienvenidos señoras y señores, niños y niñas al Gran Circo de las Hormigas! – anunció su papá con entusiasmo.
Entonces Carmen comenzó a mover su dedo y, como si se tratara de una varita mágica, una hormiga apareció. Y luego otra, y otra… y otra, y otra, y otra… ¡y otra más! A los pocos segundos, miles de hormigas funcionaban a las órdenes de Carmen. Saltaban por los pequeños aros, bien de una en una o en auténticas riadas. Se encaramaban a las banquetas haciendo castellets. Esculpían diferentes formas dependiendo del color del conito al que se treparan. ¡Incluso adquirieron forma humana para hacer equilibrios sobre una gran pelota amarilla! La gente estaba entusiasmada. Sus exclamaciones podían escucharse aún por encima de la música. En el gran número final, todas las hormigas se agruparon formando una hormiga gigante tridimensional que se alejó caminando hasta desmoronarse encima del hormiguero.
La ovación fue sensacional. Ensordecedora. La gente aplaudía, silbaba, daba gritos de admiración. Carmen estaba muy emocionada por haber cumplido su sueño.
Los ojos se le llenaron de lágrimas de alegría y emoción. Pero eso no le impidió ver, entre el gentío, al viejo domador, quien aplaudía junto con los demás mientras asentía con la cabeza en señal de aprobación. “¡Nunca te rindas, Carmen!” decía su mirada.
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