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Recuerdo que estaba muy emocionado, aquella fría mañana de abril. Era la primera vez que la escuela nos llevaba a una excursión fuera de la ciudad, anteriormente todas las visitas habían sido únicamente a museos o ciertas dependencias del gobierno local.
El reloj marcaba las 6:45 de la mañana y ya todos estábamos acomodados en nuestros respectivos lugares dentro del autobús. La distancia que íbamos a recorrer era de aproximadamente 350 km, con lo que según mis cálculos a las 11 llegaríamos a “los Cerezos”, un bellísimo invernadero que estaba enclavado en el bosque.
Raro, pero salimos exactamente a la hora programada. Al principio, todo parecía exactamente igual a las demás visitas, sólo que por alguna extraña razón me sentía diferente. Como a las 8:30 entramos a la carretera y puedo decir que el paisaje era bastante bonito. Se podían observar a través de la ventana grandes pastizales, árboles repletos de frutas etc. Sin embargo, cuando uno es niño se aburre fácilmente. Por esa razón, pronto caí dormido en un profundo sueño.
Me pareció que sólo había cerrado los ojos unos cuantos minutos, más cuando los abrí de nuevo el panorama estaba totalmente cambiado. En principio porque no había nadie en el autobús (ni siquiera estaban las mochilas). Miré mi reloj y éste marcaba las 2:40 de la tarde. Bajé lo más rápido que pude y vi asombrado que me encontraba en medio de la nada, pues a donde quiera que mirara lo único que había era tierra, ni casas, ni gente, ni nada; solamente un camino interminable de terracería.
En ese momento, empecé a escuchar un ruido de motor, efectivamente era un auto que se acercaba a toda velocidad justo al lugar en donde me encontraba. El carro era rojo, de tipo deportivo. Se abrió la portezuela del pasajero y una mujer se asomó y me dijo:
– ¿A dónde vas?
– Voy a los Cerezos, respondí
– Mira qué casualidad, yo también voy para allá. Si quieres te llevo.
– Sí señora por favor, así podré alcanzar a mi grupo. Lo que pasa es que veníamos en una excursión escolar pero me quedé dormido y nadie me despertó.
Diciendo esto, me subí a aquel carro y cerré la puerta.
– No te preocupes Miguel, conmigo estarás seguro.
– Oiga, ¿Cómo sabe mi nombre?
Antes de que me contestara, observé que su brazo se había quedado sin piel y únicamente sobresalían los huesos. Estaba paralizado, con las fuerzas que me quedaban traté de gritar pero nadie me escuchaba. Hasta que oí a alguien diciendo mí nombre. En eso desperté, vi mi reloj y decía las 11:15. Mis amigos y los profesores estaban ahí, habíamos llegado a nuestro destino. Me alegré mucho, pensando que aquello había sido sólo un mal sueño, no obstante, me horroricé al ver un retrato colgado en la pared que decía: en memoria de Candelaria Chávez 1933 – 1979. ¡Era la misma mujer del sueño!
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