Sobre la pradera cae una lluvia ligera. El pastorcillo se guarece bajo un gran paraguas que descansa sobre el suelo. Con deleite toca en la flauta casera, fabricada por él mismo con un trozo de caña, una melodía improvisada. Zucho, el perro, tendido a su lado bajo el propio paraguas, lo mira extático expresando una admiración insólita en un can. Los acordes se suceden consonantes y perfectos con una variabilidad que crea una dulce e inspirada melodía.

De pronto, Zucho inicia un sonido gutural acompasado a la música. El pastorcillo, sin dejar de tocar, lo mira sorprendido. Pero se sorprende muchísimo más cuando se cruzan sus miradas y descubre en la de su inseparable Zucho un atisbo de complacencia y felicidad.

La melodía pastoril, de tonalidades suaves, que se expande por las frondas y el valle y alza hacia los riscos donde las cabras triscan y travesean husmeando la retama, alcanza tan exquisita dulzura, que el trino de los pájaros, el penetrante zumbido de la cigarra y el balar de las ovejas con la melopea de la lluvia al chocar con las hojas de los árboles, se aúnan en un todo armónico que se erige en un excelso canto a la naturaleza.

La lluvia cae suavemente, formando tenue cortina que crea un monumental templo de la música, en el que, copiando a Wagner al definir a Parsiifal, se celebra un "festival sagrado".

Y en este solitario e inhóspito paraje, desde que suena la flauta, todo parece distinto, cual si un poder mayestático lo convirtiese en un remedo del paraíso terrenal.