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La flor de mi deseo

La flor de mi deseo





Creo que me estoy muriendo. Sí, me estoy muriendo de amor. Aunque sé que suena raro y es una expresión casi rayando en la cursilería, no obstante, me estoy muriendo de amor y eso es un axioma innegable que escapa fuera del uso de cualquier moda. El amor siempre será eterno y las sensaciones y emociones con las que nos depare también lo serán. Esto está claro…para todos y también para mí.
Ahora miro hacia la terraza de mi casa y ya no veo la presencia de mi amada, ni tan siquiera el suave rastro de su perfume de sutil y delicado aroma a flores, aroma a tierra y a bosques. Desperté de un extraño letargo, como de una salvaje borrachera que me dejó una terrible resaca y no recuerdo nada…del porqué se fue…o si alguien se la ha llevado… De eso ya hace unos días, unos días de incertidumbre y zozobra que más bien parecen demonios etéreos que se han conjurado para llenarme de tormentos en este infierno particular que es mi casa vacía, esculpida en la soledad más delirante y fantasmagórica. Creo que voy a ser cobarde o tal vez valiente (depende de cómo se mire) y quitarme la vida pues para qué la quiero sino es compartida con la mujer que amo.
Y miro a todos los rincones de la casa y estos están vacíos, como vacías las estancias y la gran terraza donde tantísimas veladas románticas habíamos pasado. Vacía y sin vida. Y el mágico arbusto de donde ella nacía había muerto; seco se veía, sin un ápice, sin un atisbo de vida. ¡Qué mala suerte, después de una larga racha de buenaventura! Pero ya no poseo la lamparita mágica que nos dio todo cuanto hemos pasado. Que me dio el amor y el bello desinterés de una vida compartida. ¡Qué puedo hacer, Dios mío!, ¿tal vez seguir esperando? ¿Hasta cuando deberé estar sufriendo?
Recuerdo, como si fuera hoy; pero de eso hace ya varios años, aquel día de finales de invierno que me perdí en la ciudad y, dando tumbos, fui a parar hasta aquella pequeña tienda en la calle… ¿Cómo se llamaba?... ¡Ah!, sí; creo que se llamaba calle del encantamiento s/n. Allí empezó todo, con aquel adorable viejecito de rostro carnoso y facciones de duendecillo distraído. Daba gusto estar a su lado, oír sus comentarios, fiarte de sus consejos. Eché un vistazo a la tienda como sí de repente me hubiera caído en ella desde el aire y no supiera muy bien qué estaba haciendo. El dueño me aconsejó ver unas antigüedades en un rincón de la tienda, pero la curiosidad que yo padecía me llevaba a observar todo a detalle y no reparar en nada en concreto sino todo en conjunto, como un niño que entra en una tienda de chucherías y las quiere todas para él.
-¿Puedo comprarme esto? -le pregunté al anciano.
-Claro que puedes; pero yo antes miraría aquello que te he indicado antes.
Sin embargo, tal era mi embelesamiento, que aún continuaba embebido en la estupidez. Tantísimas cosas había allí…y todas para satisfacer el capricho del más exigente.
-¿Esto está a la venta? -inquirí, mientras sostenía en las manos un bonito y elaborado ábaco en madera.
-Claro que lo está. Pero, mira, nadie debe comprar nada por comprar, ¿sabes? -repuso el viejecito en un tono de lo más distendido y simpático, mientras me hacía señales con su dedo índice para que me acercara hasta él -. ¿Ves aquellos objetos en la vitrina del rincón? Deberías echarles un vistazo antes de comprar algo que tal vez no quieras comprar.
Yo asentí sonriendo y me acerqué a ellos. ¡Qué hermosura…! ¡Y casi me los había pasado por alto! De no ser por la insistencia del simpático anciano me hubiera ido de la tienda relamido, pero sin haber probado bocado de la exquisitez que en aquellos estantes reposaba. Allí había verdaderas genialidades, plasmadas en suntuosos objetos; pero de todos, una lamparita de jade (o parecido a él), de primoroso refinamiento y con decoraciones en filigrana de hilos de oro haciendo extraños dibujos rúnicos, fue el objeto que prendó mi atención.
Me acerqué hasta donde estaba el dueño ojeando unos papeles.
-Esto es lo que más me gusta. ¿Me lo puedo quedar?
-Bonita elección: ¡La mejor que has podido tener! Aunque es algo cara, merece la pena comprarla.
Yo estaba orgulloso de haber tenido la suerte de encontrarme con esa lamparita. Tanto era así que, en tono de cortesía y por conversar un poco con él, le dije, divertido:
-Es como una lámpara de esas de las películas de donde sale un genio. Pero mucho más bonita, claro.
-Mucho más bonita… ¡dónde vas a parar! Y aunque no tenga un genio sí que es algo mágica. Sobre todo después de la siembra… ¡La cosecha será espectacular!, ya lo verás.
La verdad es que no comprendí muy bien al simpático anciano con aquella observación acerca de la lamparita. Se quedó riendo un rato como se ríe un niño, sin maldad ni picardía. Aunque…igual entonces sí se estaba burlando un poquito de mí…


Ahora recuerdo cuando abandoné la tienda, con su halo de gran enigma y sus objetos fascinantes esperando a algún otro cliente, y dejé en ella a su encantador viejecito todavía escupiendo unas risitas que parecían perderse entre la misteriosa y repleta atmósfera de su interior. También recuerdo cuando llegué a casa y contemplé la lámpara bajo una mirada relajada. Y con todo el tiempo del mundo me dediqué a observarla a detalle: ¡Era preciosa! Algo digno de ser atesorado y también acariciado una y otra vez. Además, algo rugía en su interior, alguna cosa había en su pequeña y oscura barriga que se movía cada vez que la lámpara se agitaba. Aquello llegó a convertirse en una obsesión para mí. Día tras día me devanaba los sesos intentando averiguar el contenido de la bella lamparita y pensando en las palabras que me había dicho el viejillo de la tienda. Un día, ya harto de hacer cábalas, y cuando comenzaba a despuntar la primavera en el horizonte del tiempo, decidí romper la lámpara y así revelar su contenido secreto:
¡Crac! -rugió contra el suelo, al romperse.
¿Una semilla? ¡La bella lamparita sólo tenía una simple semilla…! ¿Y para eso la había destrozado? ¡Mala pata! Por lo menos la sembraría para ver qué clase de planta me daba. Tal vez esa era la “siembra” a la que se refería el anciano de la tienda. Más adelante intentaría recomponer la lámpara, pegarla o algo así. Sin embargo, esa tarea sería inútil, puesto que había quedado destrozada.
Sembré la semilla en una enorme jardinera de madera una noche a la luz de la luna. Sinceramente, nunca he sabido por qué motivo realicé la siembra en la noche y ante el alumbrado hechicero de la luna o si simplemente sucedió así por casualidad; el caso es que, en ese ambiente delirantemente mágico y encantador, comenzó a surgir para mí el gran cambio de mi vida, pues al poco tiempo creció una planta que se convirtió en un arbusto exuberante, de lo mucho y rápido que fue creciendo, hasta lograr una altura considerable. Era un arbusto con hojas grandes y carnosas que llenaban todo su contorno, otorgándole un aspecto casi imbricado, como si fuera una coraza que intentara proteger algo en su interior, algo delicado y sutil, hermoso y bello: ¡Una mujer!
Sí, habéis oído bien: Una mujer. ¡De carne y hueso…! O al menos eso es lo que a mí siempre me ha parecido. Y de un singular corazón, repleto de ternura y alegría.
Recuerdo el primer día que la vi…quiero decir, la primera noche, pues ella solo “nacía” de noche. Ante los ojos parpadeantes y boquiabiertos de las estrellas, el arbusto desplegaba sus cientos de hojas imbricadas, abriéndose como un capullo de rosa y expulsando su misterioso contenido como si fuera un delicioso y fragante olor y una delirante y asombrosa visión: la bella mujer de la que me enamoré y de quien de mí se enamoró. ¡Menudo regalo! El mejor tesoro que podía tener un corazón solitario como el mío. Después de esto todas las noches eran un misterio, una aventura romántica a la luz lánguida de las estrellas. Vivía por las noches, era casi como un búho, incluso cambié de trabajo a otro por las tardes para poder dormir por las mañanas y disfrutar de las maravillosas noches al lado de mi tierna mujer de hierba y carne. Bailábamos al compás de la música de Mózart o Bach, pues eran los autores que más le gustaban ya que tampoco era amante de los sonidos estridentes. La música que le llegaba más adentro debía ser como ella, hermosa y uniforme y calar hasta el fondo del corazón de quien la conocía. Hacíamos el amor hasta casi enloquecer y luego nos relajábamos mirando la blanca cara de la luna o tal vez oíamos el susurro lejano que nos dirigían las estrellas en la franja lechosa del firmamento. Fueron tiempos imborrables, inolvidables, unos años en los que vivíamos el uno para el otro en una hermosa simbiosis.
-No olvides regar el arbolito -me decía ella -. No abandones sus cuidados, pues a mí también me descuidarías.
Abrazándonos mirábamos la ciudad y sentíamos la bullente actividad que desde ella nos llegaba flotando. Estar en aquella terraza era como vivir en una pequeña pero privilegiada isla privada, como vivir en un lejano oasis fresco y limpio donde todo era magia y serenidad.
-No termas. Siempre te cuidaré… y también al árbol que te da la vida.
¡Malditas palabras! ¿Para qué las pronunciaría? Evidentemente no pude cumplir mi encargo como era esperado. ¿Qué me pasó, Dios mío?... No recuerdo nada, todo se reduce a una noche de embriaguez que pasé con mi amada y…después… ¡Nada! Sólo una terrible resaca de dolor, estupor, miedo tal vez… No sé, todo se confunde y me voy a las ciénagas de mi cerebro si intento dilucidar qué pasó aquella noche o tal vez el día venidero pues estuve varios inconsciente y perdido, deambulando por callejones oscuros y tétricos de la ciudad.
Quizá alguien envenenó el árbol que daba la vida, alguien a quien le envidiara nuestra felicidad; algún ser desalmado, celoso, envidioso, perverso tal vez. Quizá alguien nos ha estado espiando desde algún lugar y haya intentado llevarse a mi mujer y eso habría sido la muerte de ambos (mujer y árbol) ya que no pueden vivir el uno sin el otro ni estar separados mucho tiempo: eso es otra de las cosas que he aprendido acerca de los misterios de convivir con una mujer de hierba y carne.
No pude cumplir mi promesa y ella ahora ha muerto: Ha muerto el árbol que le daba la vida, lógicamente ella ya no regresará jamás a mi lado. Y yo quiero morirme para no seguir viviendo la injusta vida de la que a ella le he privado. Aunque…tal vez no debería morir sino vivir para ella, para que ella viviera en mi recuerdo. Solo recordarla y amarla como si aún estuviera aquí; sonreír dulcemente ante la visión del recuerdo de su imagen en mi retina, y jamás olvidarla. Sí, creo que es mejor opción esa que morir y, con ello, que sucumban los recuerdos de ambos. Tal vez sea mejor vivir las evocaciones del pasado, pero un pasado pletórico y bello, que existir en el futuro amargo de no poder recordar lo vivido ni tener opciones de volver a repetirlo.
Sí, eso es lo que haré: vivir, vivir para ella, para nuestros recuerdos, para la suave melodía que envolvía nuestros abrazos y aún hoy vuela en el cielo plateado del alba y continúa envolviéndonos, o por lo menos abrazando las reminiscencias que siguen bañando tanto mi vida como todo lo que me rodea. O si no… ¡Y ahora que caigo…! Recorreré de nuevo la ciudad e iré hasta la calle del encantamiento s/n y entraré nuevamente en aquella tienda y veré al adorable anciano que tan feliz me hizo y le explicaré lo ocurrido, tal vez él tenga una solución, alguna manera de ayudarme que a mí hasta ahora no se me ha ocurrido. Quizá pueda arreglarse la lamparita o tal vez haya más en su tienda. Quizá llegue a conmoverle el corazón y tenga a bien ayudarme. Y si todo eso no es posible, tal vez haya alguna manera para poder ir a donde ella está esperándome. A lo mejor puedo sembrar, no ya una semilla, sino cualquiera de mis múltiples lágrimas en el lugar dejado por el arbusto mágico para que así algo vuelva a nacer y ambos podamos ser parte de la naturaleza que le dio y, de alguna manera, a todos nos da la vida. Sí, quizá ello sea posible y todo pueda volver a suceder…


© J. Francisco Mielgo 16/08/2005
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 5.54
  • Votos: 72
  • Envios: 1
  • Lecturas: 3869
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