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La fresca brisa de la mañana

Aquel mediodía era especial. En la larga mesa, mantel azul a cuadritos y vino en jarra, había un invitado. No era común que lo hubiera fuera de la familia.
La tía sentada en la cabecera. El hombre a su derecha. Golilla y camisa blancas inmaculadas, grueso cinturón criollo con grandes monedas de oro de ley, bombacha gris, alpargatas nuevas negras. La cara colorada, los gestos estudiados. Así era el Peliche. Decían que venía a trabajar de alambrador, que era muy bueno en eso, en trabajos de talabartería y en domar caballos. El mejor quizás por esos lugares. Estas cosas, sin embargo, no parecían méritos suficientes para estar sentado en aquella mesa. Para la vieja tía podría ser muy diestro pero no dejaba de ser un peón más. Y los peones comían en la cocina de los peones, no en el comedor. Así que seguramente no estaba allí por sus habilidades de trabajador. Debía estar por alguna otra cosa.
En estos razonamientos se ocupaba la cabecita del niño hasta que llegó la sopa de capón, humeante, con unos fideos de letras que a él tanto le gustaban y unos trocitos de carne deliciosos. Así que el asunto fue pasando a segundo plano a medida que llegaban los platos. El gusto de la comida en la casa de su vieja tía era especial. Años después descubrió que la carne de capón era una de las claves, y la otra no menos importante era que no se podía comer nada entre el desayuno, siempre temprano y frugal y el almuerzo. Eso sí, a las doce en punto se servía y a la una menos cuarto se levantaba la mesa. Siempre había postre y café o té. Todo era agradable para el niño, la mesa grande, muchas personas, todos o casi todos eran familia, unos del campo, otros de la ciudad en verano, semana de turismo, carnaval o en las vacaciones de julio. Allí se juntaban todos los hermanos, primos, tíos y demás parientes. La tía siempre a la cabecera. La cena no era lo mismo, era más frugal y breve. Había que madrugar. Siempre y todos.
Ese día además tenía el atractivo del inusual invitado. Ya era hora pues de retomar el tema del Peliche y saber o por lo menos adivinar a que se debía el respeto que se le demostraba, a pesar de tener un aspecto un tanto vulgar y de ser al fin de cuentas un trabajador contratado por zafra. Por más bien tendidos que quedaran los alambrados, hermosas las trenzadas riendas de cuero resobado y mansos los caballos, no era, a los ojos del niño y ni que hablar de su tía más que eso.
Además, entre plato y plato había notado que El Peliche tenía mucha dificultad para hablar, hacía una especie de chistido al comenzar su fraseo incompleto y atrabancado y alargaba la primera vocal que apareciera en la primer palabra que le salía. Porque salir salían, pero vaya con que trabajo. El no se preocupaba mucho por eso, ni tampoco sus interlocutores que ya conocían el defecto. Mientras la charla de sobremesa se había hecho en pequeños grupos sobre distintos temas. Al cabo de un rato la tía anunció que Peliche iba a contar un cuento. Todos guardaron un gran silencio. El niño no podía entender como el invitado que parecía escupir las palabras pudiera hilvanar algo medianamente comprensible y especialmente le llamó la atención que todos estuvieran tan atentos al futuro relato.
Dio las gracias y mirando al niño fijamente, dijo
-Este lo voy a dedicar al sobrino montevidiano de Doña Serafina
Y toda la frase salió entera, sin el chistido inoportuno y sibilante. Las palabras correctas, todo se entendió. Y muy bien. El niño quedó maravillado no solo por el gesto de El Peliche, sino porque notó una aprobación entre el resto de sus familiares, que ahora le dirigían la mirada a él, más que al relator. Aunque esto último lo turbó pensó que si se le iba la tartamudera por lo menos iba a disfrutar de una buena historia.
“La cosa fue así nomás. En una estancia de por aquí cerca faltaba poco pa la yerra. Casi todo estaba preparado. Se había separado una vaquillona gorda para el asado con cuero. Allí la tenían desde hacía como una semana en un montecito de talas, lejos de las casas, atada a piola larga, con agua y del mejor pasto abundantes. Bien descansada la tenían. Casi todo estaba pronto. Y ¿porqué casi?. Faltaba conchabar al asador. Tenía que ser alguno muy baquiano pa la carneada y el asao. No era pa cualquiera. Tanta gente que trabajaba aquel día precisaba un güen asao, algo especial. A pesar de la priocupación de sus hijos el patrón estaba tranquilo, el ya sabía quien iba a venir. El hombre no fallaba nunca. No había que avisarle aunque naide sabía ande vivía ni ande estaba. Pero en de siguro el día e la yerra el hombre iba estar por allí, al madrugar nomás iba a aparecer......” A medida que transcurría el relato una extraña sensación de irrealidad se fue apoderando de los sentidos del niño hasta que se encontró en el escenario del cuento, no como algo imaginado sino concreto. Estaba allí. Ahora comprendía el secreto de la importancia del huésped. La primera fresca de la mañana le llegó hasta la cara del niño, los olores elementales, los gallos que se hablan, el cielo violáceo, el pasto mojado, los grillos que aún cantan y sobretodo la expectativa del día más esperado. Hoy hay yerra. De pronto se encontró en la cocina desayunando. Era como si estuviera solo, pero no, allí estaban todos en su trajín diario. Luego el viaje en el charrete hasta el montecito de talas donde se centraría la actividad del día. Allí estaba también la vaquillona, esperando sin saber. Y el estaba ahí, por fin.
También llegaba el hombre más esperado. Montado en un zaino criollo gordo y lustroso finamente enjaezado, las riendas de cuero mil veces sobado, hábilmente trenzado y con detalles de plata, el freno labrado, la montura oriental con destellos de oro y plata, los cojinillos como seda, la badana overa. Como salido de aquellos viejos cuadros del museo de Parque que él había visto iba el jinete. Aindiado, pelo lacio y renegrido, y de aspecto casi torvo, pero sonriente, el chaleco con pequeñas flores rojas, un chiripá finamente bordado. Botas de potro. Golilla celeste y poncho patrio. Más parecía el espíritu de la fiesta-trabajo. Y quizás lo fuera.
El niño no estaba acostumbrado a ver aquella vestimenta. Nadie vestía así. Ni siquiera en los festivales ruralistas a los que su tía lo llevaba. Sus primos y toda la gente en los alrededores usaban bombacha abotonada al pie, zapatillas negras o azules, a veces botas enteras cortas, faja negra y gorra de vasco y en verano sombrero de paja.
Se bajó del caballo y con parsimonia fue saludando a todos los que estaban por allí. Finalmente llegó hasta él y estirando la larga y oscura mano correosa le dijo
-Güen día mijo. Caipora pa lo que guste
Así que este era el Indio Caipora. Desde que tenía uso de razón siempre se hablaba de él en las actividades cotidianas o en las tertulias del atardecer, “como dijo Caipora...”, “....así lo hace el Indio Caipora”, “lo hizo justito, como Caipora”, famoso porque nadie sabía donde vivía, de donde venía o siquiera si las cosas que se le atribuían eran ciertas o no. Pero una cosa era verdadera y de ello todos daban fé : no faltaba a una yerra de ningún pago, y en todas se encargaba de lo mismo, carnear y asar. En eso y en las anécdotas era imbatible. Después seguro que nadie sabía de donde venía y adonde iba. Como hablaba muy poco sus dichos eran muy conocidos. Eran como el jugo de una fruta exótica de lo más inextricable del monte. Su sabiduría era reconocida y tal vez más de una sentencia le era atribuida porque sí.
Desensilló lentamente y luego se dirigió hacia la vaquillona. Algo le dijo al oído. El animal quedó quieto. La daga, fina y filosa entró y salió relampagueante del costado. La vaquita se arrodilló bruscamente, tosió su agonía y finalmente se recostó bajo la sombra del montecito. Luego entre peones y vecinos abrieron el animal con presteza mientras Caipora liaba un cigarrito de tabaco negro que llevaba en una cajita de lata. Cuando preparaban las achuras, le hizo un gesto al niño para que se aproximara. Este no había perdido detalle de la faena. Lo invito, sin hablar, a meter las manos en el cálido estómago con su quimo viscoso. Sin dudarlo sumergió las manos en aquel saco. Por algo el Indio Caipora lo hacía.
-Ta güeno pal pulso esto ¿sabe mocito?
Fue lo único que dijo aquella mañana. Dirigió los cortes de la carne con gestos y una fina vara verde con la que alternativamente señalaba lo que había que hacer y espantaba algún moscón fastidioso.
El fuego alto sobre el descampado, los amplios trozos con cuero en los fierros, la mirada atenta de Caipora y de reojo de los trabajadores que como a una cuadra marcaban y capaban animales.
Luego de la comilona, bien regada, alguna penca y jineteada, algún bailecito con acordeón y guitarra, la fiesta entraba en su ocaso. El niño que había prestado su atención muy especial al Indio, no oyó ninguna palabra más. A la puesta del sol, sin saber como, Caipora apareció montado y pronto a partir. Se acercó al patrón, le tendió la mano y agachándose sobre su derecha, le dijo algo. Luego partió al trote lento.
El niño de acercó corriendo a su tía y jadeante le preguntó
-¿Le preguntaste algo? ¿qué te dijo?
La tía lo miró, sonriente
-Le pregunte lo de siempre, adonde se iba...
-¿Y...¿qué te dijo?
-Lo de siempre “¿ande viá dir?...a la mierda Indio”
El niño sintió que volvía al comedor, era otra vez mediodía. El Peliche lo miraba sonriente. Los demás estaban también alegres. El cuento había terminado. Entonces entendió, por fin, que distinguía al Peliche de los demás contadores. Y entonces tuvo una de las mejores sonrisas de su vida. Aunque solamente después de muchos años lo sabría.
Datos del Cuento
  • Autor: Tordo
  • Código: 7950
  • Fecha: 25-03-2004
  • Categoría: Tradicionales
  • Media: 6.39
  • Votos: 44
  • Envios: 1
  • Lecturas: 3327
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