Le vi sentado en una silla. No parecía ser Dios, pero al ver una inmensa cola llena de santos, de esos que aparecen en la Biblia y en las Iglesias, supe que era él. No tenía la imagen que yo me hacía de él pues era bajito, joven, gordo de piel cobriza y cabellos negros. Tenía toda la pinta de un gerente, un director de empresa pues vestía de terno y corbata. Ante estas imágenes pensé que yo aún existía, que no estaba muerto, o en todo caso que estaba dentro del sueño de algún desconocido. Lo cierto fue que después que atendiera a uno por uno por una cantidad incontable de tiempo, quedé totalmente anonadado, pues en vez de que los santos le besaran las manos o los pies, estos se daban un apretón de manos y salía por una de las tantas puertas de aquella sala con pinta de lujosa oficina. De pronto, escuché su gerencial voz llamándome, con el tono de vos de esos gordos mofletudos, pidiéndome que pasara.
Entré y me senté en una silla al borde de su lujoso escritorio. Dios parecía muy ocupado pues no cesaba de anotar, firmar en varios papeles, mientras hablaba por un teléfono que tenía pegado en su oreja. Me sentía un poco raro, pues parecía estar frente a alguien que necesita un empleado. Traté de observar lo que escribía cuando dejó de hacer lo que hacía. Me miró a los ojos y me dijo:
- ¿Sí?
No supe qué decir. Callé. Mi lengua se había enredado o escondido como si fuera la cabeza de una tortuga metiéndose dentro de su caparazón. No podía articular una palabra. Su mirada era dura, imperturbable. Sus labios oscuros eran firmes, serios. Sentí que importunaba. Sentí que me encogía hasta llegar al tamaño de una hormiguita. De pronto, sonrió, y eso hizo que la sangre me volviera a circular por el alma...
- ¿Qué quieres? - Me volvió a preguntar.
- Soy escritor... - le dije con gran timidez.
- ¿Y...?
Le dije que deseba averiguar si estaba de acuerdo con que escribiera, sino sería una piedra en mi camino hacia la realización de la verdad, pues había leído a Sócrates decir a sus discípulos que el arte era la más grande ilusión. Iba a continuar explicándome pero Dios bajó la mirada y levantó su índice derecho, diciéndome que no debía preocuparme de hacer uso de ideas ajenas y lejanas al aquí y el ahora...
- Pero, - le dije - ¿De qué voy a escribir?
Me volvió a mirar con esos ojos que se volvieron como si el universo cabiera en sus pupilas, y me dijo:
- Escribe de nuestro amor...
Sonrió nuevamente, y luego, tomando el teléfono inalámbrico se despidió de mí con un fuerte apretón de manos. Me paré para salir de aquel espacioso y lujoso lugar, y mientras caminaba hacia una de las salidas, escuché sus bendiciones. Iba a voltear para decirle gracias pero de nuevo vi a otra muchedumbre de personas, santos, ángeles, dioses haciendo su cola para su entrevista personal.
No recuerdo como salí de aquel lugar, y no sé si fue un sueño de algún desconocido, o si había despertado de la muerte, o si simplemente vivía... pero desde aquel momento no he dejado de tener las ganas escribir acerca de aquel amor, de aquel sentimiento que se manifiesta desde que abro los ojos de la conciencia hasta que los cierro...
San isidro, febrero del 2005