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La hermana de Hansel

~~Hansel y Gretel fue un cuento avisador para mí. Cuando con ocho años lo leía e imaginaba la casa de chocolate en medio del bosque, sentía deseos de viajar a ese punto y disfrutar de las variedades nunca imaginadas de ese sabroso alimento. Pero no comprendí la verdadera realidad que se escondía en esa historia hasta que conocí a Anahí.

Era una niña morena de enormes ojos verdes donde el sol se reflejaba tímido. Vivía en un barrio pegado al mío al que mis padres no dejaban que me acercara. Cada día nos encontrábamos a las tres en la esquina de mi casa y pasábamos un rato jugando y parloteando. Y, también de forma rutinaria, cuando tocaban las 5, ella desaparecía tan rápido que parecía como si la tierra se la tragara. No hubo un solo día en que faltara a esa norma: incluso era capaz de abandonar el juego de la payana, que era su favorito, para marcharse por donde había venido.

Un día le pregunté por qué no podía quedarse más y me lo explicó: su voz era tan suave que temí que fuera a romperse mientras me contaba su historia. Vivía en un rancho medio venido abajo y tenía más hermanos que cuentas un rosario. Durante todo el día debía atender las necesidades de su familia: limpiaba, planchaba, cocinaba e incluso enseñaba a leer y escribir a los más pequeños de la casa. Su madre trabajaba todo el día fuera y volvía a la misma hora en la que Anahí desaparecía. La niña tenía terminantemente prohibido abandonar las cuatro paredes de adobe, por eso se escapaba cuando su madre no estaba dentro.

Su historia me conmovió pero como me pidió que la guardara en secreto, no dije nada. Y, como tampoco había nada que pudiera hacer, dejé que las cosas siguieran como hasta entonces: mis esperas en la esquina a las tres en punto, nuestras tardes de payanas, sus huidas y nuevamente mis esperas. Con el tiempo, dejé de pensarla con tristeza y simplemente acepté que era así.

Cuando terminé la escuela y llegó la hora de irme a estudiar a la ciudad, supe que Anahí no iba a hacerlo. Intenté convencerla para que habláramos con nuestros padres o para fugarnos juntas. Se enojó muchísimo y me dijo que no quería verme más en la vida. No comprendí su reacción, pero seguí con mi existencia: las travesías del instituto hicieron que me olvidara de esta vieja amiga.

Años después regresé a mi pueblo y fui a verla: sus hermanos se habían ido de casa y en su lugar una decena de chiquillos correteaban y gritaban. Anahí había ocupado el lugar de su madre, que había fallecido poco tiempo después de mi partida. Ese día me confesó que su verdadero nombre era Gretel y que, en realidad, había sido adoptada cuando tenía apenas unos años. Yo solo pude pensar en la casita de chocolate, en la bruja malvada y en esa condena de sufrimiento y opresión que había marcado la vida de esa mujer de ojos verdes, en los que el sol ya no se asomaba. Ya no como chocolate.

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