El sentimiento que cargaba se iba diluyendo a medida que me alejaba, paso a paso, del nudo de tareas sin terminar en el trabajo. Llegué a un café, y vi a lindas personas. Eso me relajó un poco. Vi a una chica y le di una tímida sonrisa, ella me devolvió su media luna... Me alegré. Pedí un café mientras abría uno de los libros que guardaba en mi mochila. Era Borges, una recopilación de sus clases de Historia de la Literatura Inglesa. Lo leí con entusiasmo, olvidándome de la chica de la media sonrisa, del café en mi mesa, de todo. En el libro hablaba de tanto que me sentí un enano en las fauces del sabio. Cuando leo concentrado, me inunda la emoción y tengo que tomar aire, un respiro, antes de ahogarme en el mar del asombro. Pagué la cuenta y salí del café, mientras la chica me miraba de reojo. Muy joven para mí, pensé.
Caminaba por la calle con la mirada gacha. Me gusta mirar los cuadrados de la acera alumbrados por los faroles de las calles, no me gusta pisarlos, recordé la película: “Mejor Imposible”, con Jack Nickolson. Vi una moneda grande tirada en la acera. La pateé como una pelotilla. Brillaba. La seguí empujando hasta llegar al bus que me llevaría a casa. La cogí. La iba a mirar pero no, me dije que no era necesario. Era una moneda solitaria, perdida, sin uso ni dueño. No aguanté y la miré: Era bien antigua, pesada y, como yo, vieja y sin mucho uso. Decidí guardarla, cuidarla en mis manos. Subí al bus y cuando tuve que pagar sentí entregar la moneda, pero mis manos no la soltaban, ni ella quería dejarme... No le pagué al conductor y bajé del bus. Decidí caminar hasta casa. No era tan lejos. Caminé y caminé hasta llegar mientras la luna, las sombras y la acera jugaban con mi soledad.
Llegué a casa, entré. Saludé a mi madre, hermana, cuñado y sobrinas. Me senté en el comedor. Mientras cenaba les conté la historia de la moneda. Estás cada día más loco, dijo mamá, mi cuñado sonrió. En vez de estar juntando porquerías que guardadas en tu cuarto cochino, deberías dedicarte a buscar otro trabajo en vez de ese que no te alcanza ni para pagar el alquiler de casa, dijo mí hermana mientras mis sobrinas me miraban con sus ojos asombrados, esperando que algo respondiese. Tenían razón, callé. Me paré sin terminar mi cena y fui hacia mi cuarto. Ya solo, y sin prender la luz, saqué la moneda y le empecé a hablar. Estoy loco, pensé, pero la moneda parecía escuchar, brillaba a medida que le hablaba. Está viva, sentí. Prendí las luces de mi cuarto y empecé a limpiarla... Cuando terminé, estaba amaneciendo. La miré nuevamente y la puse junto a todas las otras cosillas que había encontrado en la calle, tan perdidas como la moneda, como yo... pero ahora, ya no mas. Vivíamos juntos, éramos una hermandad... Miré la moneda junto a una ruma ordenada de papeles, libros viejos, piedrecillas, maderitas, plantitas secas, fotos, etc, y vi que todas empezaban a brillar... Están contentas, pensé.
San isidro, agosto de 2006