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Cuenta una vieja leyenda africana que antiguamente las hienas y las liebres se llevaban muy bien, hasta que se dio el caso de una hiena y una liebre cuya amistad no era tan sincera como parecía a primera vista. Esta hiena era una egoísta y en cuanto podía, abusaba de su amistad y engañaba a la liebre.
A menudo iban juntas a pescar y si la liebre conseguía un buen pez para comer, la hiena le hacía trampas y usaba triquiñuelas para comerse su pescado. El caso es que a base de engaños, siempre se salía con la suya y dejaba a la pobre liebre sin un bocado que llevarse a la boca.
Un día, la liebre pescó el pez más grande y apetitoso que había visto en su vida.
– ¡Amiga, este pez tiene una pinta deliciosa! – dijo la liebre a la hiena – Esta noche me daré un gran festín.
A la hiena se le hacía la boca agua y se le ocurrió una excusa para que la liebre no se lo comiera.
– Yo que tú no comería ese pez – dijo aparentando indiferencia – Es demasiado grande y como tú tienes un estómago pequeño, te va a sentar mal. Además, es tanta cantidad que se pudrirá antes de que puedas comértelo todo.
– ¡No te preocupes, amiga! ¡Lo tengo todo pensado! – aseguró la liebre – Ahumaré todo lo que me sobre para que se conserve y así no tendré necesidad de ir a pescar en una buena temporada.
La hiena se despidió de su amiga la liebre y se alejó muerta de celos. Tenía que urdir un buen plan para ser ella quien disfrutase de ese rico manjar.
– ¡Ese pescado tiene que ser mío y sólo mío! – pensó la hiena corroída por la envidia.
Al caer la noche, regresó en busca de la liebre. La encontró dormida junto a unas brasas donde se asaba el pescado ¡El olor era delicioso y no hacía más que salivar imaginando lo rico que estaría! Se aproximó al fuego dispuesta a robar la pieza y salir corriendo hacia su casa.
Sigilosamente, cogió un trozo de pescado intentando no hacer ni pizca de ruido. Pero la liebre, que en realidad se hacía la dormida, se levantó y cogiendo la parrilla que estaba encima del fuego, golpeó a la hiena con ella. El animal empezó a chillar y a dar saltos de dolor.
– ¡Debería darte vergüenza! – gritó la liebre enfadada – ¿Y tú dices ser mi amiga? ¡Los amigos se respetan y tú siempre estás abusando de mi confianza! Por si fuera poco, encima intentas robarme a mis espaldas ¡Vete de aquí! ¡No quiero verte más!
La hiena estaba avergonzada. El deseo de poseer algo que no era suyo había sido más fuerte que la amistad y ahora lo estaba pagando bien caro. Se alejó humillada y con el lomo marcado por las barras al rojo vivo de la parrilla.
Desde entonces, las hienas tienen rayas en la piel y odian a las liebres.
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