Eran algo más de las 11:00 p. m., de un viernes cualquiera; aquella era una noche lluviosa, oscura y fría como la muerte misma, y yo estaba en la cama, leyendo una revista de variedades, esperando que mis ojos comenzaran a desbanecerse entre el arrullo de las gotas de agua que golpeaban con alguna violencia la ventana. Mis manos estaban frías y temblaban como presintiendo que algo malo iba a ocurrir. De repente el sonido de los relámpagos comenzó a retumbar en mi habitación y de un momento a otro la ventana se abrió de un fuerte golpe causado por el viento que comenzaba a mostrar su destructora fuerza. En los breves lapsos de silencio que había entre trueno y trueno, escuché el llanto de alguien provenir del apartamento contiguo. Dispuesto a saciar mi curiosidad, salí al corredor principal y golpee en la pueta vecina. Sin embargo, nadie me contestó. Entonces ví que salía sangre por debajo de la puerta. Preocupado comencé a golpear más fuerte la puerta hasta que por fín, de una patada, logré mi propósito. Aquel instante pasó como en cámara lenta. La habitación estaba a oscuras, por lo que prendí un fosforo que llevaba en uno de los bolsillos del pijama que llevaba puesto. Quedé petrificado al ver la macabra escena de tres cuerpos colgados por el cuello del techo de la sala: un hombre adulto y dos niños. Fente a ellos en un sofá, estaba una mujer con un rifle en sus manos, con el cañón apuntándole a la boca. Aunque estaba oscuro sentí que nuestras miradas se cruzaron y sentí su corazón latir mientras el mío casi se me salía del corazón. De repente sonó un disparo y la parte superior de la cabeza de la mujer salió volando en mil pedazos. Parte de su masa encefálica huntaron mi rostro; aquello era una carnicería. Me desmayé y al despertar estaba e mi cama, me alegré de que se tratara de una pesadilla, pero encontré mis sábanas bañadas en sangre, lo mismo que mis manos. Lo curioso fue que la familia Lara, mis vecinos, jamás fueron vistos de nuevo.