Niña:
Mi amor de adolescente amó la aventura,
La buscó afanoso en singulares mundos,
En tanto tu, serena, estuviste siempre ahí.
Yo ahora, no estoy en los mundos ni aquí.
Con la decisión dramática de aquellos que se agarran a la idea de que si se lanzan al abismo, el destino revocará su sentencia, me miré en los ojos pardos, de equívocos toques de perversión de mi compañero de tropelías.
Lo hice en tono desafiante. Hasta ahora le respeté el verse mayor que sus quince y medio. Yo tenía quince netos y me sentía y veía ¡¡maldición, maldita!! de escuálidos trece. Igual, hacía diferencia la circunstancia, en nuestro pueblito, que él tenía alero en una familia de arraigo antiguo en la zona. Y mi padre era un esforzado inmigrante dedicado al comercio. Oficio mal visto en el lugar. “Sí” sentenciaba mi amigo: “Y muchas gradas abajo de los nacidos libres”
Así estaban las cosas. Y así eran, esa mañana en que decidido a cambiarlas, encaré al camarada de ruta.
-¡Vamos! -insistí con firmeza externa y frío interno. Actualizando tácito, un reto de días atrás.
-¿Dónde niñito? -Y me miró con la risueña burla revoloteando en su cara maliciosa.
Sabía el maldito, que esa era la oportunidad buscada para dirimir el sordo y antiguo duelo planteado entre-ambos. Solo su ejecución llevaría paz a nuestras torturadas mentes quinceañeras.
El venció la vez del robo de las sotanas a los curas, al intuitivamente descubrirlas el primero, en el sótano, esa malhadada noche del robo al colegio cuando ya nos retirábamos derrotados y con las manos vacías.
Vencí holgado, al entrar él en histeria al escondernos con las especies recién robadas y quemando nuestras naves, en precario equilibrio sobre el envigado de la sala de armas del regimiento de coraceros y apenas por encima de la arrogante cabeza del capitán. Escuchó y recibió aterrado dos sonoros papirotazos en su temblorosa sien y que aquietaron su torpe emoción incipiente y liquidaron sus pretensiones de liderazgo. Y oyó gratis mi muy educado simultáneo susurro cariñoso: ¡Cállate mierda!
El desafío de hoy, que adjudicaría jefatura, hasta el próximo idiota desafío era cortamente dicho, qué:
Debería yo, subir con él -maestro en modales exquisitos- al cuarto piso del señorial edificio de la Intendencia, colarnos al comedor de gala, enfrentar la magnífica mesa donde luego ingresarían a la hora señalada por el rígido protocolo, los invitados -sus padres incluidos, los míos estarían cabeza gacha laborando en su tienda- y que ahora degustaban el cóctel en el salón inmediato. Yo cenaría solitario anticipándome a los comensales legítimos. Sometiendo mis modales a su examen. Él estaría junto a mí aquietando su nerviosa rodilla pronta al salto cobarde, por la imprevista aparición de la elegante manada, insisto, sus padres incluidos.
Su prueba: Retirarse después de mí. Así probaría superar su cobardía de aristócrata. Cada uno juzgaría la causa del otro.
Cuando paladeaba -absorto en el tema- mi primer entremés tratando de adentrarme en su artificioso sabor; es qué, sin decir agua va, ante mis atónitos ojos, excitado y sin
permitirme espacio para un darme cuenta; el loco borró con mano nerviosa la decoración de langostinos más próxima y encaramándose a la mesa a la vez que aniquilaba tres deliciosos camarones del Ecuador, con su pata torpe, inició un frenético devorar de viandas con escasa educación, según tomé nota expresa.
-¡Abandonas gallina! -grité entre incrédulo y eufórico por mi inesperado triunfo, con la panza triste, a medio llenar pero coordinando febril piernas y mente aterradas, incrédulamente gozosas por la nueva aventura en ciernes que sentía ya rebullir en mi piel.
“Quiero dejar huellas patentes de nuestro paso. Jamás sabrán qué huracán causó el que sus delicados estómagos soporten ruinosa dieta“, fue su pueril explicación. A la vez qué perdía en su gaznate ávido, una generosa dosis de prohibida langosta.
“Aventura cerrada entonces y empate” opiné justiciero y ventajista. Fueron acallados estos muy honestos pensamientos, por los desaforados gritos y carreras desatinadas del guarda del edificio. Y tan asustado, o más, que nosotros. Perdía el hombre, sin apelación su escueto sustento de porotos al perder los comensales, las langostas y demás. Pero -por lo menos- disponían estos últimos, de su orgullo para tragar. A falta de langostas...
Impedía el que fuéramos avistados por el guarda, la copiosa lluvia invernal y la noche desapacible. “Gracias Dios... ¡te debo una!”
Doblamos, mi nervioso corazón y yo, la esquina del correo después de bajar a saltos alterados las cuatro escaleras del edificio. Perdido el guarda en lontananza y pisado de talones por el ya insoportable Vizconde pueblerino, mi compañero.
En urgida carrera, en la oscura e inhóspita calle ubicó mi mirada, un local con escasa iluminación “¡Te debo dos Señor!” A trastabillones, con el camarada cobarde respirando ahora en mi cogote, topé fondo en una pequeña y mal iluminada habitación. Arrasé a mi nervioso paso figuras apagadas y borrosas, derribé una mesa o algo así.
Entonces ahí caí -recién- en el porqué de la deficiente iluminación. La pieza cobraba mortecina vida agradeciendo solo a seis toscas velas blancas y gruesas. Al volverme bruscamente, terminada mi loca carrera, es que la vi.
¡Sí! ¡la vi! Estaba ella tendida delicadamente en un tosco y mal cepillado ataúd pintado con brochazos torpes y blancos. Nunca había, yo, en mi superficial vida, palpado la muerte de cerca ni de lejos. Su boca levemente entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, en que se destacaba su albura incluso en su cara pálida. No sé porque y no lo olvidaré nunca, permanecían secos.
Si jamás antes la vi... ¿Porqué es que asumí desde lo más recóndito, su sufrir, y me acongojé con ella? Y viví en intensidad su dolor amargo de morir, niña inocente presintiendo al irse, el destino de vivir-muriendo, de sus seres queridos, mordiendo la miseria, con posibilidades de nada. Desvanecerse sin conocer su primer amor ni su primera tristeza que sería muy suya y que le permitiría crecer y aprender. ¡No sabría del chorro de vida que es riente, sensual y salvaje, como un morderse de labios y sentir el sabor de la sangre caliente e indómita, tan solo si nos dan un tiempo suficiente para entender! ¿Porqué...y porqué? ¡Maldición! ...Ya no te debo nada a ti. ¡Señor de señores, Mí Dios, Dios de mis padres!
Fui arrancado de mi comunión amorosa con ella al sentir que tocaban suavemente mi codo y me susurraban un tenue.... “¿Ud. la conoció Sr. ...¿trabajó ella para su familia? Seguro que no hay queja. Ella fue siempre cumplidora”
Oír y odié, ahí y en ese instante a todos los nuevos ricos y antiguos, que alguna vez cruzaron o azotaron mi vida. ¿Cómo meter en sus cabezotas, que estaba íntimamente con ella? ¿Que casi la amé?
Acompañamos con él -ya para mí deslucido, vizconde- a esa gente agobiada. Nuestra liviana aventura estaba en ya muerta en la prehistoria. Sorbimos acongojados su vino acre y estrechamos esas manos ásperas y cálidas al despedirnos, compartiendo ese pesar que era ya tan nuestro.
“Chao”. Dije a mi cómplice al irme.
“Chao” dijo quedo, perdiéndose en la noche mojada.
Se han precipitado ya al abismo cuarenta años. Me encontré con una impensada reunión de camaradas que quedamos de ese curso [a la que acudí con humor negro rozando mí piel gozadora] que algún esforzado idiota logró reunir. Reencontré en un rincón, desdibujado ya en mi recuerdo, a mi vizconde, quien nunca abandonó el pueblo, como solía decir: “mejor cabeza de ratón que cola de león” ya con bigotes blanqueando y con amarillo de nicotina. La provocativa mirada de antaño revoloteando aún, pero amortiguada al recorrer días, meses, años, a paso cansino, que en pueblo o estruendoso mundo, te tortura igual. Yo en cambio, me sumí en abismos horrendos y escalé dichas sublimes, como soñé de siempre. Toqué el cielo con la mano, en mi vida de riesgo y obviamente -obedeciendo leyes universales- hube, de rozar igual, el averno. Caí así, en la oscuridad que inconsciente busqué afanoso en mi alocada carrera.
Entre amortiguados entrechocar de copas y voces en sordina cargadas de impunes mentiras y a ratos medias verdades, es que rememoramos ambos y en un aparte, con emoción y cariño nuestros robos y actitudes tortuosas hundidas ya en la hojarasca quebradiza de los años idos.
No le mencioné mi vívido y quemante recuerdo. “La inocente niña muerta” ¡Era personal. Tampoco mi camarada. ¿El porqué? Lo ignoro. Lo prefiero así.
Ese es mi pensamiento, este amanecer al acariciar la panza dorada de mi última copa de la noche, o quizás, primera de la mañana. Noble compañera. Distanciado de mis compañeros del ayer, amo la intimidad silenciosa de mi dormitorio.
¿Cuándo retornará el anochecer embrujado, para besar y susurrar quedo, a la boca de mi confidente, la panzona copa y sorber la nacarada saliva del olvido?