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Hubo una vez una liebre que vivía en un bosque y que disfrutaba enormemente con todo aquello que la rodeaba. Aquella liebre sabía disfrutar de la vida, y cosas tan sencillas como mirar los elementos de la naturaleza o al resto de animales del bosque, la colmaba de felicidad.
Aquella liebre encontró, en una ocasión, un viejo violín abandonado en una de tantas excursiones que realizaba para explorar cada uno de los rincones del bosque. No dudó en toquetear sus cuerdas como podía, en busca del atractivo de aquel instrumento, y en busca también de pasar un rato divertido más.
La liebre aprendía muy rápido, y tanto gusto le cogió a tocar el violín, que día y noche procuraba distraerse con su música. Pero aquella música no era miel para todos los habitantes del bosque que, cansados de escuchar sus recitales a todas horas, comenzaban a sentirse incómodos con la actitud de su amiga la liebre.
Pero la liebre no hacía caso a nadie, tan entusiasmada como estaba con su violín, y continuó tocando aquellas viejas cuerdas sin parar. La liebre buscaba aprender a tocar bien el instrumento, porque le encantaba superarse a sí misma y aprender cosas nuevas, pero tanto se cegó con aquel violín que no supo darse cuenta de que el invierno ya estaba llegando.
Cuando por fin llegó, la liebre se dio cuenta de que no iba a tener nada que comer porque no había recolectado nada para hacerlo, y tuvo que ir a casa de sus vecinas a pedir alimentos. Afortunadamente, la liebre seguía siendo querida por todos sus vecinos del bosque y no dudaron en darle cuanto necesitaba, pero ella comprendió con aquello que no había obrado con responsabilidad y que había sido muy egoísta. Entonces, para corresponder a todas aquellas buenas amistades, la liebre (que ya dominaba el violín como el mejor de los músicos de tanto que había practicado) no dudó en dedicarles preciosas canciones a todos en señal de gratitud.
¡Qué rápido pasó aquel invierno y qué bien lo pasaron todos!
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