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Categoría: Románticos

La mecedora

La felicidad invadió mi corazón cuando entré en aquella sala. Era como si hubiese vuelto atrás en el tiempo. Aún parecía abrigarme el calor de la chimenea que, apagada y sucia, descansaba al fondo de la habitación. Cuántos recuerdos perdidos en el tiempo. Cada detalle de la casa era recordado por mis ojos como si nunca la hubiera abandonado. Mi mente hervía en imágenes, sensaciones e incluso olores. Al pasar por la cocina, ya vieja y descuidada, volví a recordar el olor de los pasteles de mi abuela. Por un momento sentí que nunca me había ido de allí, que una parte de mí aún seguía viva ahí dentro, entre aquellas paredes polvorientas y húmedas.
Jorge abrió la puerta y dejó caer el enorme fardo de maletas que traía consigo.
-¡Buf! Parece que te has traído la casa entera, cariño.
-¡Venga, no será para tanto! - exclamé - con lo fuerte que tú eres, mi amor!
-¡Vaya, qué casa más bonita! ¿Era de tu abuela?
-Sí, es donde vivían antes de trasladarse a la ciudad. Me trae tantos recuerdos...
-Pues venga, enséñamela y me los cuentas - dijo estrechando mi mano e invitándome a subir las escaleras. Estaba muy interesado en conocer todos mis recuerdos infantiles, lo que me pareció un gesto tremendamente tierno.
Subimos al piso de arriba y llegamos a la que siempre había sido mi habitación. Aún se adivinaba el verde pastel en las paredes. Nos asomamos a la ventana desde la que se veía un amplio prado, suave y húmedo. En él pastaban algunas vacas que, despreocupadas, cumplían su rutina sin cuestionarse si su vida era o no aburrida. ¡Cómo las envidiaba! Los humanos siempre preocupados por tenerlo todo perfecto y siempre insatisfechos...
-¡Mira esto, cariño! ¡Corre, ven! - gritó Jorge desde la habitación de al lado.
Colgué mis pensamientos filosóficos en el perchero que seguía impasible después de tantos años erguido detrás de la puerta y me apresuré a averiguar qué sería lo que tanto le había impresionado. Cuando llegué a la habitación, me encontré a Jorge sentado en una preciosa mecedora de roble macizo. Era la misma mecedora donde mi abuela bordaba mientras yo jugaba con mis muñecas. Me invitó a que me sentara y aquel leve balanceo me produjo una gran sensación de tranquilidad y paz. Por un momento, mi mente quedó vacía de pensamientos estresantes, de intentos fallidos de organizar las cosas y de preocupaciones. Sólo sentía un tremendo sosiego que, acompañado de las caricias suaves y cálidas de Jorge en mis mejillas, consiguieron que me elevara en una sensación de dulce ingravidez. Mi corazón latía suavemente, al compás del chirriar de la mecedora y mis sentidos se agudizaron, lo que me permitió escuchar un maravilloso silencio, silencio que ya pensaba que jamás volvería a sentir. Fue un momento de paz tan extraordinario que consiguió que el resto del día fuera para mí como un largo paseo a la orilla del mar, lento y tranquilo. ¡Qué sensación de bienestar!
Sonaron las 9 en el viejo reloj de pared del salón y con ellas llegó la oscuridad de la noche. Era una noche preciosa, había luna llena y un millón de estrellas adornaban el cielo que ya se había cubierto completamente por un manto azul oscuro. La belleza de aquel paisaje nocturno me asombró. A lo lejos, las tímidas luces de la aldea iluminaban tenuemente el valle en una estampa tan linda cual postal de Navidad.
Me refugié al calor de la chimenea que Jorge había encendido. Comenzaba a hacer frío y saqué de una maleta varias mantas para tumbarnos al calor del fuego que ardía enérgicamente en la maravillosa chimenea que había construido mi abuelo. Me acomodé en los brazos de Jorge y tardé pocos minutos en quedarme dormida. Sucumbí a aquel silencio y mi mente se dispuso a volar en sueños, a alejarme de la realidad.
A la mañana siguiente, un rayo de sol acarició mi rostro y me despertó dulcemente. Olía a pan tostado y café. Cuando me incorporé en la cama, vi que en la mesita me aguardaba un suculento desayuno. Me levanté, me cubrí con una bata y decidí desayunar en la mecedora de mi abuela. Nunca ningún café había sabido tan bien como en aquel momento. Me di cuenta de que mi vida estaba llena de prisas, atascos, retrasos, plazos... pero en aquel momento sólo éramos el silencio y yo; la paz. Me quedé allí un momento, pensando y analizando la vida que llevaba. Dejé a un lado los problemas, sobraban. Ni siquiera recogí los que había colgado del perchero el día anterior, ya no eran importantes. Decidí que lo que había vivido en esta casa en un solo día, era incomparable y que debía repetirlo siempre que necesitara salir a coger aire para poder respirar dentro del turbulento mar de la vida en la gran ciudad.
La vida es demasiado preciada para desperdiciarla, hay que vivirla, disfrutarla, cuidarla... y sentarse de vez en cuando en la mecedora.
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 4.52
  • Votos: 46
  • Envios: 1
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
syrya
invitado-syrya 15-01-2004 00:00:00

todo lo que nos cuenta su autora es cierto,debemos disfrutar más de la tranquilidad. A veces mirar hacia atrás es bueno para seguir adelante...

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