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La mirada de Sara

El sol inundaba la habitación. Aquella habitación que en otros tiempos estuvo llena de risas, alegría y amor. Ahora sólo había soledad. Una soledad pesada y llena de incertidumbres y de reproches. ¿Por qué? ¿Por qué se había quedado tan sola? ¿Por què todos se habían ido y la habían dejado con aquel vacío tan difícil de soportar?

Sara pensaba en todo esto mientras sacaba el polvo a las cuatro andróminas que había en las estanterías del comedor. Había llegado a la madurez sin apenas darse cuenta. No hacía ni un mes que había cumplido sesenta y cinco años y se sentía vieja, tremendamente vieja, como todo lo que quedaba en la casa, la casa que la había visto nacer. Volvió cuando murió Arnau, su marido, el amor de su vida.

Él se había ido sin molestar una mañana de invierno, ahora hacía dos años y tres meses. Aquella mañana, como cada mañana, se había levantado sin hacer ruido y había bajado a comprar el desayuno y el periódico, después le había preparado el zumo de naranja y se lo había llevado todo en una bandeja. Pero Arnau no respondió cuando le llamó suavemente, para no asustarlo; al ver que no se movía se acercó y le tocó la mano, su piel estaba fría como el mármol, entonces se dio cuenta de que nunca más le volvería a entrar el desayuno. Se tumbó a su lado y se pasó así mucho rato, quiso despedirse de él a solas, sin que nadie les molestará.

Aunque sabía que aquello podía pasar cualquier día, fue un golpe muy duro. Él era todo lo que le quedaba, todo lo que necesitaba. Los hijos hacían su vida y sólo se acordaban de sus padres de vez en cuando. Venían una vez cada quince días, se quedaban un rato y volvían a su vida atareada. Por esto decidió volver a la casa de sus padres, quería encontrarse con sus raíces, quizás sólo era un intento ilusorio de recuperar su infancia y huir de tanto dolor. A los hijos no les gustó aquella decisión, o por lo menos es lo que dieron a entender, pero en ningún momento pusieron ningún impedimento para que se vendiese el piso, y tampoco se negaron a aceptar el dinero que les dio. Ella no necesitaba mucho para vivir, abrió una libreta en la Caixa, para asegurarse una pensión, el resto lo repartió entre Laura y Enrique, sus dos hijos. Quería que sus nietos tuviesen una buena educación.

Cuando entró por primera vez en la casa de sus padres, después de más de diez años sin pisarla, se sintió extraña. Olía a cerrado y a tristeza, si es que la tristeza tiene olor, pero al menos ella lo percibía. Los muebles, iluminados sólo por un rayo de sol que entraba por una rendija de la ventana y tapados con sabanas, que tiempo atrás habían sido blancas, parecían fantasmas, espíritus de un pasado no demasiado lejano en el tiempo, pero sí en la memoria. Abrió la ventana y dejó que el sol entrase de lleno y empezó a destapar los muebles con cuidado, para no levantar demasiado polvo. Cuando acabó, se dedicó a contemplar cada rincón de aquella casa. Si cerraba los ojos todavía podía oír a su madre llamándola para cenar, a María llorando porque no le gustaba la verdura, o a Jaume golpeando el piano desastrosamente. A su padre no lo recordaba, se había ido cuando ella era muy pequeña y nunca más había vuelto. Pero su madre lo había hecho tan bien que nunca le habían echado de menos.

Entonces, después de quitar las sabanas, se dio cuenta de que los fantasmas todavía estaban, que nunca desaparecerían. Los fantasmas eran parte de su vida, recuerdos que se habían escondido, pero que en un momento u otro vuelven, para acompañarte en la soledad, para decirte que no estás sola del todo, para recordarte que ha valido la pena vivir. Pero todo esto ella todavía no lo sabía, sólo sabía que todos se habían ido, primero su madre, después Jaume y María, ahora Arnau.

Se sentía impotente para superar aquella situación. Había vuelto a aquella casa para recuperar algo que era irrecuperable, y ahora era consciente de ello. Por eso se hacía reproches: había huido de unos recuerdos para encontrarse con otros. Quizás se había equivocado, quizás no debía de haberse marchado del piso de Barcelona para volver al pueblo, pero ahora ya era demasiado tarde, había tomado una decisión que no tenía marcha atrás.

Entonces levantó la cabeza y fijó su atención en un papel que sobresalía de un libro; había quitado el polvo tantas veces en aquel rincón que le parecía imposible no haberlo visto antes. Fue a la estantería, cogió el libro y sacó el papel. Era un papel doblado por la mitad al que el tiempo había dado un color amarillento. Cogió las gafas, se sentó en el sofá y con parsimonia lo desplegó. Reconoció la letra enseguida, era de su madre. Se lo acercó al pecho y lo abrazo con cuidado, mientras que algunas lágrimas le resbalaban por la cara; casi no se atrevía a leerlo, tenía miedo de saber qué decía. Quizás sólo era una lista de la compra, o quizás una carta que había escrito a su padre cuando éste se fue y que nunca envió. Además, cuando lo leyese se habría terminado el misterio, se despejaría la incertidumbre, el corazón no volvería a latir tan rápido, dejaría de sentir aquella emoción que la invadía y que hacía mucho tiempo que no sentía.

Lo volvió a doblar y lo puso dentro del libro. Dejó el libro encima de la mesilla de noche. Cuando se fue a la cama lo ojeó, era un libro de poemas, estaba muy manoseado, como si lo hubieran leído muchas veces. Empezó a leerlo, le resultaba familiar, quizás se lo había leído su madre cuando ella era pequeña. Cuando le entró sueño puso el papel como punto y se puso a dormir. Durmió como cuando era una adolescente. Cuando se despertó, vio el libro y se volvió a emocionar y el corazón volvió a latirle muy rápido; sacó el papel y lo olió, lo abrazó y lo volvió a guardar. ¿Qué debía decir? Mañana, pensó, mañana lo leeré.
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