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La muerte del abuelo fue sólo un homicidio culposo

~Nadie respiraba. Se diría que era posible escuchar el aletear de una mosca. Ninguno de los fanáticos, ni de los jugadores, quería perderse un detalle de la jugada.
Si el Flaco lograba atajarla o si Mondragón se pifiaba sería la primera vez en veinte años que ocurriera algo parecido. Sin embargo, nadie dudaba de la precisión y contundencia de Dimas Mondragón, nuestro héroe.
El Flaco se planta sobre la línea de gol, exactamente en medio de los dos postes de la portería. Agazapado, sin mover un pelo, contrae los músculos y clava los ojos en los guayos del verdugo que está a punto de ejecutar la pena máxima. Aguarda el instante preciso para reaccionar con una estirada de caucho. Este arquero podría ser la estampa de un gran felino en acecho, pues no quita la mirada de su presa: en este caso de la número cinco. Sin embargo, la inaudita complexión física de su figura, los brazos de arácnido, las garras que le nadan entre unos guantes enormes, las grotescas rodillas que parecen un coco a consecuencia de alguna enfermedad desconocida y, más que todo, la infundada posición defecatoria que exhibe impúdicamente, impiden que alguien consiga advertir en él la más mínima semejanza, por ejemplo, con un tigre de Bengala. Muy por el contrario, su facha de antropoide es más parecida a la de un deplorable Homo urbanus... Aunque esconde el tórax entre un enorme buzo verde y sus descarnados cuadriles desaparecen en la pantaloneta XL, salta a la vista que es un sujeto flacuchento. Sus compañeros en el colegio lo llamamos el “Flaco” Robledo, o el “Abuelo” si estamos cariñosos.
Frente a él, exactamente a dieciocho pasos, Dimas Mondragón se dispone a acribillarlo. Este sí es un atlético muchacho. Toma el balón entre sus manos, le estampa el beso de buen agüero, y lo deposita con cariño sobre el punto de cal desde donde ejecutará el tiro de castigo. Todos los demás jugadores, lo mismo que los hinchas en las graderías, estamos congelados. Nuestros corazones, que hace apenas unos segundos aleteaban de emoción, ahora se detienen.
--Pero para qué ser pesimistas si Mondragón nunca yerra a esa distancia: el gol está hecho--, pienso para mis adentros, intentando esquivar un mal presentimiento.

Poco antes, cuando sólo faltaban escasos minutos para el pitazo final, nuestro equipo acorralaba al contrario. Pero pasaban los segundos y no teníamos cómo penetrar la hilera de troncos que más parecía una muralla de gigantes. Defendían el uno a cero con que nos iban ganando de pura chiripa hasta colgándose todos del arco para taponar cualquier resquicio por donde pudiera entrar la pelota. Eran tantos que parecía todo un batallón. Hasta los suplentes debían de haberse colado furtivamente al campo para ayudar a sus compañeros. Ya sería casi imposible empatarles. El juez miró su cronómetro. Nos quedaban poco segundos... Pero sucedió lo que suele suceder en estas épicas contiendas en las que nada se puede concluir antes del pitazo final.
--¡Ánimo compañeros! Todavía podemos empatarles.
Nos arengó Mondragón, pasándole la pelota con precisión milimétrica al Gordo Martínez.
Yo, haciendo gala de mi posición de interior izquierdo (en aquellos días dorados de Rossi, Di’Estéfano y Pedernera la alineación táctica solía ser : 1-2-3-5), me deslicé como una gacela en perfecta diagonal para recibir el taquito del Gordo Martínez, dejé tirado al centro medio en la gramilla con una gambeta de goma, le hice a otro un túnel diabólico y ya pisaba el área, cuando… de pronto, se me atravesó la pierna del último defensa. No dudé ni un instante. Tras hacer como que tropezaba con ella, me zambullí en un piscinazo impresionante que subrayé con un grito desgarrador. El árbitro se tragó el papelón y sancionó la tremenda agresión escupiendo un pitazo que resonó en mis oídos como una dulce melodía.
--¡Péeenal!
Con este gol, en el último minuto, sortearíamos la humillación que hasta ese momento parecía inevitable. Era preferible un empate que una derrota. En aquel tiempo, todavía no se había inculcado en los jugadores de fútbol colombianos la máxima que, por consuetudinaria repetición, habría de llegar a ser irrefutable y sacramental: “perder es ganar un poco”.

Ha llegado el momento. Después de persignarse, el Flaco concibe su estrategia: se la jugará lanzándose hacia la izquierda. Cree ingenuamente que como Mondragón es zurdo, por ese lado habrá de patear el balón. Por su parte, este último, habituado a engañar hasta a los más elásticos cancerberos, visualiza por anticipado adónde irá la estirada del Flaco y, para evitar que por simple casualidad el zancarrón se encuentre con la pelota, toma la decisión de patear al centro del arco con toda la potencia de su pierna izquierda. Toma impulso y con el peso de su cuerpo bien asentado sobre la otra pierna, tal como recomiendan los cánones futbolísticos --y pontifican los comentaristas deportivos-, dispara un zurdazo a media altura que zumba rasgando el aire.
--¡A ese taponazo no lo ataja nadie!
Alcanzo a exclamar en esa cienmillonésima de segundo.
Pero sucede algo sorprendente. El Flaco no se arroja hacia la raíz del palo izquierdo, por donde supuestamente iría el cañonazo de Mondragón.
--¿Qué pasó?
--Una densa cortina de pánico le nubló la vista.
Tullido del susto, el Flaco se quedó clavado en el piso. ¡Tetrapléjico! Con la boca, los brazos y las piernas abiertas, exponiendo su desmirriado vientre al terrible cañonazo. El totazo fue estremecedor. El balón, antes de perderse en el vacío, reventó exactamente en la boca del estómago del pobre cancerbero.
Con el impacto, el langaruto arquero sólo alcanzó a exhalar un agónico quejido que lo obligó a vaciar todo el aire que inflaba sus pulmones. Perdió el resuello (y la conciencia), sin alcanzar siquiera a darse cuenta de que su involuntario sacrificio había impedido felizmente la consumación del gol que todos dábamos por seguro.
Se desató una atronadora gritería.
Todos los troncos, titulares y suplentes, se abalanzaron sobre el nuevo ídolo formando una pirámide de cuerpos felices.
--!Ganamos, ganamos!
Exclamaban saltando unos sobre otros, los vencedores en el campo y sus fans en las graderías.
--¡Que viva el Flaco! --Gritaban todos los troncos.
—Abuelito lindo, te adoramos…(cuando estábamos cariñosos o conmovidos al Flaco le decíamos Abuelo). ¡Eres fantástico! –exclamaron algunos muchachos menos varoniles (en el colegio también los había).
Hasta este momento el héroe había sido Dimas Mondragón. El mejor estudiante. El más apuesto y el mejor vestido. La adoración de los Hermanos cristianos y de las niñas adolescentes de aquel suburbio capitalino. Naturalmente, el tambor mayor de la banda de guerra; y, por supuesto, el mejor jugador del equipo de fútbol de primera categoría y su capitán vitalicio. Alguien, nadie sabía quién, lo había elegido cobrador sempiterno de todos los tiros libres y pénales que llegaran a pitarse a favor de nuestro equipo. En cambio, el Flaco era casi todo lo que no era Mondragón. Llevaba cerca de dos décadas en el colegio abrigando la esperanza de graduarse de bachiller. Descollaba entre todos los muchachos de bachillerato por ser el largo, el frágil, el macilento, el ronco y jorobado y el único arrugado como un paquidermo. A pesar de ser muy inteligente, el Flaco tampoco había podido avanzar en los estudios porque sufría de una enfermedad rara --que había heredado de su madre, pero que había mandado al otro mundo sólo a los varones de la familia-, razón por la cual tenía que ausentarse de las clases con excesiva frecuencia para ser sanado de torrenciales hemorragias, apelando a heroicas hemostasias y transfusiones.
¡Pero al Flaco le había dado porque lo aceptáramos en el equipo de fútbol!
--Por lo que más quieran--nos suplicaba—déjenme jugar aunque sea de arquero en el equipo de los troncos.
--No, no es posible. Usted debe reconocer que no es un buen deportista—le explicábamos, sin éxito (el Flaco también era terco como una mula).
--¡Entiéndanos, Abuelito!--Le decíamos, y le rogábamos; pero nada: el Flaco no se rendía.
Nadie pudo disuadirlo. No recuerdo ahora si fue por culpa de nuestra crueldad o de su inquebrantable testarudez, o por ambas razones, pero lo cierto es que terminamos rendidos ante su imperturbable terquedad. Ese fue nuestro error. Sin embargo, como el Flaco no era veloz en la carrera, ni fuerte en la recuperación del balón, ni mucho menos elástico de cintura, no tuvimos más remedio que asignarle de mala gana la función de guardameta en el equipo de los troncos. A ese oficio iban a parar los asmáticos, petimetres, santurrones, gafufos, bizcos y hasta los patitorcidos; en fin, todos los negados para el balompié. En otras palabras, a los que no les observábamos aptitudes para anotar en la valla contraria. No sabíamos aún que la posición de guardavallas habría de ser enaltecida por grandes intelectuales como Albert Camus o revolucionarios como el Ché Guevara. Ni que, más tarde, también sería reivindicada por otros escritores famosos, entre ellos Mario Benedetti. De todas maneras, por más izquierdista que uno sea debe aceptar que todos estos personajes, que alternaron la filosofía, las quimeras y las letras con la muy prosaica función de gardavallas, no llegaron a sobresalir propiamente por sus atributos físicos y futbolísticos, como tampoco era el caso de nuestro compañero.
Sin embargo, ahora, este remedo de deportista nos estaba amargando la tarde.

El bullicio es ensordecedor. Decenas de estudiantes y profesores han invadido la cancha. El árbitro intenta reiniciar el juego. Faltan algunos segundos para terminar el partido, pero nadie encuentra el balón. Los segundos se agotan. Ya no hay salvación. Tan pronto como cesa el alboroto, el juez sopla con todos sus pulmones y señala con sus dos manos el centro del campo.
Es el pitazo final.
--Increíble, nos han vencido los troncos…¡Los tarados!--lloriqueamos todos nosotros, unidos en un abrazo de vergüenza deportiva.
Varios minutos más tarde, cuando aquellos ineptos con suerte se aprestaban a dar la vuelta de vencedores al estadio y nosotros caminábamos cabizbajos, taciturnos y amargados, en dirección a las duchas, un grito desgarrador nos paralizó:
--!Vengan todos, corran que el Abuelo se templó: está completamente muerto!
Todos corrimos adonde el Abuelo todavía yacía de espaldas, bajo el arco, con los brazos en cruz. Su rostro de niño viejo ostentaba la palidez más descolorida que yo hubiera visto jamás.
--“El balonazo que le atizó Mondragón seguramente le masacró los entresijos”–conjeturaban algunos
—“El arrume de troncos y fanáticos emocionados que le cayeron encima habrá terminado aplastándolo contra el piso tieso de la portería…”—opinaban otros.
--“¡Pobre Abuelo! Parece que ya falleció”-. Fue la conclusión unánime de la conmovida multitud.
—Sólo nos queda otorgarle un minuto de silencio—remató Mondragón, sin distraerse de la “veintiuna” que ya concluía con notable virtuosismo en el dominio de la pelota.
Pero el hermano Gerardo, el rector, que también se horrorizó con aquella tétrica estampa --tal vez esperando un milagro o tratando de evitar el gigantesco escándalo que se desataría en todos los círculos sociales y pedagógicos de Bogotá con el infalible titular del periódico con que se despertaría la capital en la mañana siguiente: “Estudiante lasallista muere reventado tras tremendo balonazo”, que remataría algún amargado periodista con un subtítulo todavía más elocuente: “Investigan responsabilidad de los hermanos de las EE CC” --, nos ordenó sin pensarlo dos veces:
--Llévenlo de inmediato a Urgencias en la clínica de Marly, les presto la camioneta del colegio.
En la clínica, tras resucitar transitoriamente al Abuelo, los médicos nos recriminaron con sevicia incomprensible:
--!Ustedes son unos brutos! ¿Cómo se les ocurre semejante torpeza?
--Además son crueles y desalmados. ¿Si así son los amigos, para qué los enemigos?
Y otros vituperios semejantes.
El cuerpo seco y arrugado --y ahora transparente--, del Abuelo se había desangrado por dentro a consecuencia de la ruptura del bazo. Pero lo más grave no era eso, que ya era suficiente motivo para que el Abuelo dirigiera hacia el cielo la punta de sus guayos 44, sino la supuesta culpabilidad penal de nosotros, quienes lo habíamos colocado en el puesto de guardavallas a sabiendas de que era un hemofílico.
--“¡Es un caso típico de homicidio culposo!” --Fue la inobjetable sentencia que profirieron sobre nuestras inclinadas cabezas unos malvados estudiantes de medicina que se regocijaban con nuestra evidente preocupación.
--¿Homicidio? ¿Culposo?—me pregunté, aterrorizado.
--Abuelito, no te mueras por favor—imploré, elevado los ojos al cielo.
Ahora su sangre no coagulaba. El Abuelo, sediento de glóbulos rojos, ya había recibido, y perdido otra vez, todas las cien bolsas de A+, 0+ y 0- que guardaban en el banco de la Clínica de Marly y la Cruz Roja de la vecindad. Y, para completar, las hematófagas enfermeras del Banco de Sangre nos amenazaban con que tendríamos que donar la nuestra, si queríamos ayudar a resucitar del choque hemorrágico al desmirriado cadáver color lirio, mimetizado entre las blanquísimas sábanas que lo amortajaban. Las pérfidas mujeres de la cofia aseguraban que el dueño de aquellas escuálidas garras, que sobresalían varios palmos por fuera de la camilla, ya exhibía los rasgos fríos y catalépticos de la muerte cerebral. Sólo un milagro y unas veinte bolsas de sangre fresca podrían, tal vez, traerlo de nuevo a este valle de lágrimas.
--¿Sangre fresca?
--Sí. Exactamente.
--Por ejemplo, ¡la de ustedes!
--¿Nuestra propia sangre?
Nuestra sangrecita tibia y rutilante. La de los atléticos titulares del scratch del Liceo. Excepto la de Dimas Mondragón, quien, al observar el tremendo trócar con que lo iban a sangrar se desvaneció de un súbito soponcio y tuvo que ser atendido con inhalaciones de alcohol; y la mía, que logré conservar convenciendo a la de blanco con la mentirilla de que mi religión me prohibía donar ese sagrado líquido viscoso.
Los otros nueve jugadores del equipo titular de fútbol del famoso colegio del norte de la capital, no tuvieron más remedio que salvarle la vida al Abuelo, o al Flaco como quieran ustedes llamarlo.

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