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La mujer de mi vida

No deben existir aquellas largas reflexiones que te obligan a sentarte, en el mejor de los casos, en un bonito bar, y buscar respuestas exactas a aquellas preguntas que vienen y van y que a la vez no tienen la mínima intención de retirarse sino más bien, alojarse placidamente hasta que te incomodan. Así como darle sentido a determinadas cosas que giran hacía un lado y a otras que, para bien o mal, se han cansado por tanto girar. Sobre estos y otros asuntos inexactos divaga Marcelo que acaba de pedir otra copa de vino al sujeto que detrás de la barra, se inventa historias basándose en las miradas de aquellas almas melancólicas que tratan de hundir en lo más hondo de esas copas de cristal las penas que los perturba y que no los deja avanzar, hacía algún lugar seguramente.

Sabe Marcelo que es tarde, que no debe pensar en aquello que se ha ido y que tampoco debe esperar que vendrá. Debe afrontar el destino de otra manera, recurriendo o robándole fuerzas, si es posible, a la persona que hace un par de años le modifico la existencia para siempre, su pequeña Rossmery. Aquella bella niña que tuvo como Madre a una indecisa mujer que prefirió escapar que ver crecer toda una vida, lentamente, paso a paso. Lástima por ella, piensa Marcelo que ahora ya debe de estar bebiendo la décima copa de vino.

Mira el reloj del lugar y comprueba que así como copas también se le ha pasado la hora. Reconoce estar ebrio y decide llamar un taxi desde el local para no sufrir ningún tipo de percance pues además de su vida también debe prever por la pequeña Rossmery que esa noche se quedo en casa de unas tías queridas. Antes de que llegue el taxista con su horrible auto color amarillo, Marcelo paga la cuenta y se dirige al baño para tratar de disimular cualquier indicio de ebriedad. Se mira al espejo y le causa gracia ver sus ojos desorbitados, recuerda con cariño las malas noches adolescentes que todavía lo persiguen y no lo dejan dormir en paz, ese problema con el alcohol que no pudo ni logro superar. Una mala adicción que ocupo el lugar de tantas personas que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino para que al final fueran desechadas por el propio Marcelo. Sonríe al recordar viejas anécdotas que ya no se atrevería a fabricar simplemente porque cerro muchas puertas cuando la noticia de que iba a ser Padre lo sorprendió. Al saberlo, en un primer momento pensó en escapar pero hoy se alegra de que por primera vez no haya sido tan cobarde y sea él quien ve todos los días como aquel fruto de un amor, que ya desconoce, se mueve de un lado a otro, tropezando y levantándose una y otra vez.

Le irrita saber que la batalla contra el alcohol la tiene pérdida y que por alguna razón sus dudas se disipan cuando esta debidamente bebido, que puede ser todo lo audaz que quiere cuando esta en medio de copas, que a pesar de tener una vida que cuidar es incapaz de escapar de esa pequeña debilidad que muy temprano, por las mañanas y a través de las resacas le recuerdas que él es un tipo solo, que por más dinero que guarda debajo de la cama solamente es feliz cuando se sienta en un bar y exige que llenen su copa. Por eso ahora Marcelo se ha dirigido hacía la estancia de ese viejo bar que ahora ya no le parece tan simpático dispuesto a sentarse en uno de los muebles a la espera del bendito taxista que ya esta tardando más del tiempo que prometió. Mira al rededor y en uno de los sofás una pareja, al parecer muy feliz, se abraza, se besan y se dicen promesas al oído. Marcelo mira con envidia sus anillos, le recuerdan que él no tiene uno y que posiblemente jamás sea dueño de alguno.

Marcelo sale corriendo del bar, la tristeza lo sigue persiguiendo, no le importa que el taxista pueda estar estacionado cerca de la acera esperándolo. Al doblar una esquina baja la velocidad y sin dejar de respirar agidatamente camina. Cruza muchas calles hasta que se detiene frente a una de las tantas iglesias que decoran la ciudad porque solamente sobreviven pocos fieles que las visitan. Se sienta sobre una de los bancas que, felizmente, esta libre de indigentes que por necesidad o pereza pernoctan ahí. Se persigna, a pesar de todo no le ha perdido el respeto a Dios y se alegra por ello. Pide sobretodo fuerzas que en muchas ocasiones se le disuelven entre botellas de alcohol y un lejano momento de tranquilidad lo invade. Se derrota un poquito al recordar a la pequeña Rossmery porque para ella no ha sido ni es un padre perfecto. Ni siquiera es un remedo de lo que alguna vez soñó. Todo estaba en sus manos, fue lo suficientemente listo para olvidar un desliz pero no fue demasiado audaz para escapar de aquellos fantasmas que tarde o temprano lo atan a hecho pasados que inevitablemente termina por recordar.

No dejaré de ser más aquel perdedor que yo sólo me he inventado, se dice Marcelo, no trataré de ser un buena persona porque fracase al querer ser un buen Padre, Rossmery no tendrá porque pagar las consecuencias de mis pésimos actos y tampoco los de una mujer que jamás permitió que ella llamará Madre. Decidir el suicidio ha sido una constante en su vida y hoy la diferencia esta en que no puede volver a fallar, un método más efectivo lo espera en el tramo que recorre un elevado puente y el pavimento ubicado a pocas cuadras. Camina derrotado hasta la baranda del puente, a lo lejos las olas del mar revientan en las contaminadas playas del litoral. Marcelo cierra los ojos y pide que el primer beso que entregue Rossmery sea para el hombre que hasta con los ojos vendados sea capaz de conducirla correctamente por los caminos que le va a ofrecer la vida, que con ayuda del viento levante sus caídas. Aquel ser que pueda borrar las huellas de un pasado prefabricado y del cual ella no es culpable.

No le hace falta valor a Marcelo porque el acto que va a cometer esta destinado sólo a los cobarde pero necesita ver por última vez a la mujer que últimamente lo mantuvo desvelado, a la que enseño a caminar y a la que nunca ha podido robar un beso, su pequeña Rossmery. Toma un taxi con destino a casa de las tías que cuidan a la bebe. Pude ser las cuatro de la mañana, no importa, sólo importa que Marcelo ha escuchado un agudo llanto dentro del hogar, señal de que Rossmery esta llorando. Luego de tocar con insistencia una de las tías a cargo le abre la puerta y Marcelo comprueba que efectivamente Rossmery a despertado por los golpes de la puerta que sólo él consideraba ligeros.
Marcelo se apresura en cargar a Rossmery y se sorprende cuando esta luego de llamarlo Papá le da un fuerte beso en la boca.
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