~El barullo armado por los muchachos y las muchachas del instituto era ensordecedor. Bajo el cielo otoñal, grupos de niños pateaban con ilusión una pelota de fútbol; decenas de niñas comentaban exaltadas los amoríos de la serie juvenil de la noche anterior; algunos mozuelos miraban a escondidas y desde lejos los divinos cuerpos de sus compañeras de clase, ataviadas de ajustados pantalones de llamativos colores y escotadas chaquetas vaqueras; mientras otros, tan prudentes como imprudentes, estudiaban e interpretaban con inquietud los apuntes del examen de física y química al que se enfrentarían en pocos minutos.
En definitiva, aquellos futuros funcionarios, obreros, técnicos, oficinistas y dependientes, convivían pacíficamente dentro de las esferas de sus amistades, riendo bajo el mundo de los sueños adolescentes. Pronto volverían a las aulas, finalizado ya el recreo, y retomarían una actividad que algunos detestaban, a otros les aburría, pero que todos necesitaban para adquirir la sensatez y el buen juicio que son menester en un mundo perteneciente a todos.
Por desgracia, este esbozo del jolgorio juvenil era opuesto a lo que sucedía en el interior del colegio. El viejo edificio, que había sido utilizado como hospital republicano durante la guerra civil, y bombardeado y restaurado, se exponía tenebroso y lúgubre. Parecía una caverna repleta de monstruos extravagantes o una prisión de maniáticos asesinos. Sus bisagras de metal chirriaban por razón del viento y el conserje vigilaba desde el vestíbulo como un buitre hambriento.
El sonido del chapoteo que caía de la fregona y el bisbiseo iterativo del aire acondicionado surcaban la atmósfera como el susurro de un fantasma. Las vitrinas que decoraban los pasillos exponían trofeos oxidados, y los pupitres de las clases se corrompían con la podrida opacidad del ambiente. En el gimnasio o en el aula de música había tal deterioro y escasez de instrumentos que se obstaculizaba el desarrollo del espíritu artístico de los alumnos.
Lo dicho atendía a una implacable antítesis: mientras el patio de recreo parecía un pacífico y alegre jardín, el colegio se figuraba un oscuro trayecto de diez años de invalidez y desorientación, carente de una dirección nítida y firme. Sin una educación apropiada, sin un modelo ecuánime al que seguir, el humano se convierte en animal, y ese animal... en un monstruo.
Por todo ello, ocurría lo que estaba ocurriendo:
En los aseos de las chicas ubicados en el tercer piso, provistos de espaciosos lavabos, estrechos cuartos de inodoros individuales y una portezuela que daba a un balcón exterior, una niña de trece años plañía desconsolada. El llanto arreciaba como un diluvio, y cual tormenta retumbaban las lágrimas sobre el suelo alicatado.
No lloraba porque hubiese cateado el examen de matemáticas, tampoco a causa de que hubiera discutido con el chico que le gustaba, sino porque su hermosa melena rubia estaba desgarrada y su rostro límpido y cálido empapado de sangre. Los ojos morados, la nariz rota. El corazón latía sin fuerzas; seco y harto. Tenía el cuerpo infestado de arañazos y contusiones. Y el alma partida como un espejo de cristal, reflejo de la guerra.
Se encontraba tendida en el suelo, con los brazos apoyados sobre las finas baldosas como si buscasen una ayuda a la que aferrarse, y con las rodillas flexionadas, a semejanza de un espasmo de autoprotección desencadenado por el miedo.
Se llamaba Linda, hija de una honesta pareja extranjera que había abandonado hacía más de una década su país oriundo en busca de la dignidad y la fortuna sólo merecida por la gente honrada. Gente honrada como ellos.
Linda, tal y como su nombre indicaba, era una chica preciosa; y lista, cabal y reservada. Su timidez la había dejado sola. Y ahora en su soledad, lloraba. Nadie escuchaba sus lamentos ni acudiría a socorrerla. Se encontraba sola ante la apatía de un mundo tintado de arco iris sobre un lienzo de oscuridad. Ojalá pudiese esconder la cabeza y mirar a sus sueños. La realidad, sin embargo, devoraba todo lo bueno.
Los insultos, las burlas, las agresiones y las palizas la habían hostigado desde el inicio del curso. Ni siquiera la dejaban en paz en las aulas donde el maestro debe ejercer su competencia. La marginaban, le daban la espalda. Sólo la miraban a los ojos para reírse de ella. La impotencia, la frustración, la amargura de vivir se habían combinado en su único sentimiento. No quería volver a casa y decirle de nuevo a su madre que se había caído por la escalera. No quería mentir de nuevo. Ni quería sufrir más.
¿De quién era la culpa? ¿Qué había hecho ella, una ingenua niña de trece años, para ser castigada tan brutalmente? ¿Dónde estaba el ser humano tras diez milenios de evolución? ¿Cómo pudo cometer Dios el error de crear los sentimientos del odio y la crueldad?
Linda no se hizo ninguna de esas preguntas. En ese instante, el dolor y la desolación eran demasiado ingentes como para preguntarse nada. Supo que sólo le quedaba una salida. Se levantó apoyándose en los lavabos y miró por los ventanales. Un cielo completamente azul se extendía en el firmamento, un cielo repleto de libertad y de oportunidades.
La niña se dirigió al balcón, abrió la portezuela y salió al exterior. Al sentir el tacto de la brisa, el dolor de sus heridas se volvió aún más agudo. Con el rostro ensangrentado y lágrimas en los ojos, salvó el obstáculo que significaba la barandilla.
Luego se lanzó al vacío.
Cuando se estrelló contra el suelo, en medio de sus compañeros de clase, las lágrimas todavía le recorrían el rostro.
A mí me lo recorren aún.