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La niña y el rey Lagarto

En un poblado muy lejano vivía un talabartero que era muy bueno en su oficio. Tenía una hermosa hija y una mujer que era muy atenta con él, pero en los últimos tiempos el clima en la casa se tornó triste y tenso, dado que el buen hombre no tenía suficiente trabajo para salir de la pobreza.



Así, con el pasar de los días la situación se hacía cada vez más complicada hasta que de pronto irrumpió en la humilde morada un sirviente del rey de la comarca, cuyo castillo estaba erigido en lo alto de una colina, a unos pocos kilómetros de la casa del talabartero.



El sirviente explicó al hombre que el motivo de su visita se debía a que su Alteza quería desposar a la bella hija, pues las noticias de la belleza y buenos sentimientos de la misma habían llegado hasta la mismísima corte.



El pobre hombre, impactado por la novedad, apartó a su mujer e hija y les explicó lo sucedido. Por un lado manifestó que si la niña se casaba con el rey, toda la situación de pobreza y necesidad de la familia desaparecería, pero por el otro lado explicó con pesar que, según se comentaba, su Alteza era un lagarto bien grande y feo, y a ningún padre le gustaría casar a su hija con una monstruosidad.



La hija le dijo al padre que no temiese, que ella estaba dispuesta a asumir cualquier sacrifico con tal de que la familia mejorase.



Así, al día siguiente la hija y la madre fueron al palacio real, donde las aguardaba el rey, que ciertamente era un horroroso lagarto. La boda se hizo de inmediato y en la noche, una vez el nuevo matrimonio estaba retirado en su alcoba, el lagarto se desprendió su piel y se transformó en un bello príncipe, cuya belleza física emulaba o hacía honor a la de su prometida.



La niña estaba maravillada con su esposo, pero este le hizo prometer que si quería seguir siendo feliz a su lado, le guardaría el secreto. Si no lo hacía y revelaba su verdadera apariencia, él desaparecería de su lado y no podría encontrarlo a menos que anduviese y desanduviese el mundo, buscando el castillo más mágico de todos.



Mas encontrarlo, le explicó, conllevaría gastar siete pares de zapatos de metal, por causa de todo lo que habría que caminar.



Ante tales riesgos y la profundidad de su amor por el príncipe, la hija del talabartero y ahora dueña y señora de la comarca no veía motivo alguno por el cual revelar la identidad de su esposo.



Al día siguiente su madre fue a verla y, contrario a lo que esperaba, la halló radiante de felicidad.



Extrañada, preguntó que cómo podía sentirse alegre si compartía lecho con un monstruo; pero la hija, tajantemente, y resuelta a no romper la promesa que hizo a su amado lagarto, le dijo a la madre que lo esencial era siempre invisible a los ojos.



Por supuesto, la mujer del talabartero no le creyó ni jota y cada día volvía a preguntarle lo mismo. Estaba segura que la hija le ocultaba algo y estaba determinada y no dejar de presionarla para que le contara la verdad.



Un día, ante tanta insistencia, la princesa pensó que no pasaría nada malo si le contaba a su mamá. Así que lo hizo y esta, tan sorprendida como su hija el día de la noche de bodas, le dijo que no era justo que la comarca viviese engañada por su rey.



Dicho esto la instruyó de destruir la piel de lagarto en la noche, cuando el monarca se quedase dormido, para que se viese obligado a revelar su identidad y de paso animar a sus súbditos, que nunca habían mirado con buenos ojos la apariencia de su rey.



La hija creyó que era lógico lo que la madre le decía y dudó de que algo malo fuese a pasar. Así, una vez su esposo quedó dormido, tomó la piel de reptil y le prendió fuego.



A la mañana siguiente el rey se levantó enfadado, pues apenas despertó descubrió el ardid. Le dijo a la hija del talabartero que lo había traicionado y ahora, para poder recuperar el amor herido, tendría que hacer todo lo que le había explicado en la noche de bodas.



Sin decir nada más desapareció, como por arte de magia.



Pasaron unos días y el reino sin rey comenzó a caer en desgracio. Se sobrevino una crisis que golpeó todas las siembras y comercios, y los súbditos comenzaron a extrañar al monarca que tan bien los había guiado, a pesar de su monstruosa apariencia.



La princesa, consciente de su error y de que ciertamente su amado había desaparecido para siempre, decidió emprender la larga travesía en busca del castillo mágico.





Tanto anduvo y desanduvo la hija del talabartero en busca del palacio en el que suponía se alojaba su esposo, que ya había gastado seis pares de zapatos de metal y sus esperanzas mermaban. No obstante, un día divisó una pequeña y extraña casa, erigida en lo alto de una colina alejada.



Por lo exótico del sitio, creyó que allí podía encontrar alguna pista que la llevase por el buen camino.



Al llegar llamó a la puerta y le abrió una anciana de mucha edad, que rápidamente y de forma poco cortés le preguntó cómo se le ocurría llamar a la puerta del sol.



Sí, el sol, pues resulta que la anciana era la madre y la casa el hogar del astro rey, que cada día traía luz al mundo, pero que en la noche se ocultaba y buscaba saciar su apetito acumulado, por todas las vías posibles.



Llorando, la hija del talabartero narró su triste historia y ganó la compasión de la señora, quien le dijo que no temiera. Ella calmaría el apetito de su hijo y le pediría que la guiase hacia el castillo más mágico de todos, si es que sabía cómo hacerlo.



Cayó la noche y el sol regresó a su hogar. Su primera intención fue devorar a la hija del talabartero, pero su madre le pidió compasión y le contó la triste historia de la niña.



Solidarizado con ella entonces, el sol explicó que no tenía idea de dónde ese castillo podía estar.



Sin embargo, aseguró que hay sitios que sólo se descubren en la noche a la luz de la luna, y otros que están tan escondidos, a los que sólo el viento puede llegar.



Por ello, instruyó a la niña cómo llegar a la casa de sus primos la luna y el viento, en busca de una pista verdadera. Le advirtió que la primera intención de ellos sería devorarla, pero que si rápidamente les contaba su historia, lograría sensibilizarlos, tal y como sucedió con él.



Así, la niña partió en busca de su pista.



En casa de la luna no obtuvo ningún indicio. Pero ya cuando estaba gastando su séptimo par de zapatos, y en la casa del viento, este le dijo que conocía el intrincadísimo lugar, y que la llevaría de buena gana.





Tras kilómetros de viaje acompañada por el viento, la hija del talabartero llegó por fin al castillo más mágico de todos.



Allí ciertamente encontró a su amado, pero resulta que este estaba pronto a contraer nuevas nupcias con una bella muchacha del lugar.



Desconsolada, estuvo a punto de rendirse y reemprender su retorno, pero una anciana que la vio llorando le preguntó qué la apesadumbraba tanto.



La princesa contó su error y todas las peripecias de su búsqueda. Cuánta sería su sorpresa entonces al ser informada por la anciana que su cuento podría tener un final feliz, pues el rey estaba hechizado por la bella pretendiente; un hechizo que solo podría romperse si este era besado por aquella mujer a la que su corazón realmente pertenecía.



Al tanto de esto, la niña se aferró con todas sus fuerzas a esa posibilidad. Esperó el día de la boda e irrumpió en la ceremonia, justo antes de que su amado diese el sí quiero.



Ante la mirada estupefacta de todos los asistentes a la boda, corrió al altar y apartó a su querido exlagarto de la hechicera. Sin dar tiempo a nada, dio un apasionado beso a su marido, que de inmediato volvió en sí, como quien se despierta de un profundo aletargamiento, y reconoció a la hija del talabartero.



Lo había traicionado una vez, pero comprendió que si lo había buscado hasta ahí era porque lo amaba como nadie en el mundo, y nunca más volvería a traicionarlo.



A partir de ese momento todo fue felicidad. El rey mandó a apresar a la bella hechicera y disfrutó el banquete previsto para la amañada boda, con su verdadera esposa.



Al día siguiente, reemprendió viaje con ella a su otrora reino, que en pocos meses recuperó el esplendor de antaño, cuando era gobernado por el feo lagarto; sólo que a partir de ese momento, el monarca era un apuesto joven, que gobernaba en compañía de su hermosa esposa, una muchacha que aún parecía niña, y que era la hija de un humilde talabartero.


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