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La posada de las mil preguntas

Cuando llegué a la ciudad, me recibieron unos negros cipreses que parecían doblarse delante mío para indagar quien era el forastero que osaba incursionar en su territorio. Todo era fantasmagórico allí, desde el oscuro cielo, como si alguna divinidad se hubiese complacido en apagar todos sus astros, hasta esos famélicos perros flacos y desgarbados que sólo atinaban a aullar como si yo fuese el mismísimo demonio. Nadie deambulaba por las calles, salvo esos horribles animales que se acercaban amenazantes, envueltos en esa extraña penumbra. El letrero frente a aquella casona de luces mortecinas me indicó que me encontraba delante de una posada y sin pensarlo dos veces abrí la puerta e ingresé de golpe. El corazón me latía con desenfreno, algo me desacomodaba, algo que no era tangible y que como una lucecita roja intermitente le anunciaba a mi entendimiento que mantuviera la cautela. La voz monótona del encargado me sacó de estas disquisiciones.
-¿Desea un cuarto?- preguntó sin saludarme.
-Buenas noches. Si. Espero alojarme acá para reanudar mañana temprano mi camino. ¿Le queda alguno disponible?
Me tendió una llave enorme y me indicó anodinamente –Pieza 320 al fondo. Son diez mil pesos. Lo toma o lo deja.
No había alternativa. Pagué y me interné en un corredor sofocado por las tinieblas. Cuando pasé por delante de una puerta en donde unos curiosos números luminosos indicaban el 346, escuché extraños gemidos, los que se acallaron durante un momento para proseguir a intervalos. Continué mi trayecto hasta dar con la pieza alquilada. Me costó bastante encontrar la cerradura dada la profunda oscuridad en que parecía sumido todo aquel recinto. La puerta se abrió con un rechinar que me recordó aquellas risas destempladas de las brujas de los cuentos. El interior lo conformaba una oscura y gélida mancha que se diluyó apenas accioné el interruptor. Mi sorpresa fue sin límites cuando contemplé el entorno. Todo estaba tapizado de negro, las cortinas, la alfombra, los muebles, todo, todo parecía idolatrar a ese espectro incoloro que se saciaba en las sombras.
Con demasiadas reticencias logré acostumbrarme a esa fúnebre instancia, me quité el abrigo y me dispuse a tomar algunas notas sentado en esa mesa que servía por lo visto para todo.
Sentía el rasguido de la lapicera sobre el papel mientras el silencio era el amo absoluto del lugar, siendo interrumpido a intervalos por el lúgubre aullar de los perros y los atenuados y fantasmales gemidos de la pieza 346.
Cerca de las dos de la mañana, cansado y somnoliento, abrí mis alforjas para sacar un emparedado. Eso, más una taza de ese exquisito café que aún conservaba su calor dentro del termo, me permitirían conciliar el sueño. Me levanté para buscar algún recipiente en el cual vaciar el líquido. Introduje mis manos en la negra estantería y encontré un tazón obviamente de color negro. Cuando disponía a sentarme, constaté aterrorizado que una sombra se dibujaba en ese caos de tinieblas. Lancé un alarido e intenté salir arrancando de esa horripilante habitación. Una voz suave surgida de esa masa sombría me detuvo y quedé petrificado en el dintel de la puerta.
-No tema nada usted, señor…
La masa adquirió forma humana cuando la tenue luz de una cerilla iluminó sus facciones. Era un tipo de edad incierta, cuyos ojillos pequeños e inyectados en sangre sostenían una mirada feroz, lo que era desmentido por esa voz cálida que invitaba al diálogo.
-Sea usted bienvenido- me dijo y yo, algo más tranquilizado, di tres pasos vacilantes antes de decidirme a preguntarle:
-¿Qué diablos hace usted dentro de mi habitación?
-¿Su habitación?- preguntó con un tono ligeramente burlesco.
-Pagué por ella y exijo un mínimo de privacidad.
-La tendrá si así lo desea pero antes tengo que advertirle algo.
Me sobresalté. ¿Qué era lo que tenía que advertirme aquel hombre extraño que se había aparecido de improviso en mi pieza? El tipo debió leer mi mente, puesto que antes que yo preguntara nada, repuso:
-El posadero debe haberle dicho que esta es la habitación de los suicidas.
-¿Queeeeeee? El corazón casi se me detuvo.
-Claro. Aquí se han quitado la vida más de cincuenta personas. A decir verdad, todas han sido muertes violentas: ahorcamientos, cercenamiento de venas, verdaderos rituales de muerte que han culminado con un festín de sangre.
Tragué saliva. Con esa noticia ya era imposible que yo pudiese conciliar el sueño. ¿Quien es usted?- le pregunté con un resto de voz.
-Soy- contestó escuetamente.
-Ya sé que es, no cabe ninguna duda. Lo que yo le pregunto cual es su nombre.
-Mi nombre es Soy, alguien que usted ha tenido la sensatez de invocar para la salvación de su alma.
-Perdóneme pero no sé de que está hablando- le respondí ya un tanto fuera de mí. Además yo no he invocado a nadie.
-Vamos por parte. Si yo me ciño a lo que usted estaba escribiendo acá, podremos determinar que ha intentado deshacer la cifra fatal.
-Aún no entiendo- dije, e intrigado me senté a su lado.
-En este papel que hay sobre la mesa hay una suma.
-Por supuesto, son la cantidad de clientes que he visitado este semestre
-Si usted me hace el favor ¿Cuál es la cantidad que usted ha sumado acá?
-Hum- Cotejé las cifras y al final estas dieron por resultado 344 clientes.
-Exacto- dijo el intrigante tipo. Es el número que necesitaba. Si a eso lo sumamos a usted, entonces sólo faltará que aparezca la persona que lo liberará de la condena eterna.
-No entiendo nada.
-Más vale así. Si toma usted asiento, le contaré una historia.
Acepté encantado porque ya estaba decidido a no pegar pestaña. El tipo encendió una pequeña lámpara y extrajo de sus bolsillos un raído libro.
-Esta es la historia de Munray, un tipo acaudalado, una especie de rey Midas contemporáneo, puesto que amasó una gran fortuna producto de sus múltiples negocios. Siempre se especuló que cuando joven había hecho un pacto con el demonio y él nunca lo desmintió. Finalmente se casó con una mujer a la que se le atribuían poderes mágicos. Esta posada fue la última de sus tantas propiedades que inexplicablemente perdió por una extraña racha de mala suerte. Dicen los que lo conocieron que el tipo se fue secando como un vegetal, incluso sus peores rivales se compadecían al verlo, puesto que era tan lastimero su estado que cierta noche, arrastrándose, alcanzó a llegar a esta habitación como si huyese de alguien. Dicen que se encerró en ella y pasaron varios meses antes que alguien se atreviera a abrir la puerta. Cuando lo hicieron, cuentan que pareció como si alguien hubiese destapado algo maligno, ya que una especie de ventarrón se escapó de acá derribándolo todo a su paso.
-¿Y que sucedió con Munray?
-Nunca más se vio. Mucho después se abrió esta posada con la seguidilla de suicidios que ya le mencioné.
-¿Y a que se debe que todo sea negro en esta habitación?
-Es una especie de conjuro. La viuda de Munray ordenó que se alhajara de esa forma esta pieza para atrapar el alma errante de su esposo. Aún se comenta que el diablo ronda esta casa persiguiendo aquello que el considera suyo.
-Escalofriante todo esto- le comenté al curioso personaje.
-Pero todavía no termino. Su alma corre peligro. Se lo digo en serio. Si no encuentra antes del alba a la mujer que gime, entonces usted será otra conquista de Satanás.
-Pamplinas pueblerinas- le respondí. Apenas amanezca me largo de aquí. Y me comprometo desde ya a no aparecerme nunca más por este supersticioso pueblo.
-Lo positivo resta cuando es acción humana- musitó el hombre.
-¿Qué dice usted?
Vea esto. ¿Cual es el número de esta habitación?
-La 320 si no me equivoco.
-Exacto. ¿Y cual es el número de clientes que usted ha visitado hasta ahora?
-344 por supuesto. Aquí está la suma.
-Sume ambas cantidades por favor.
-Hum…son 664…
-Más usted, son 665 y si no resta usted la cifra que falta, entonces…
En ese momento se me vino a la mente la imagen cuando pasé frente a la puerta en que alguien gemía. El número se me había quedado grabado porque estaba escrito al parecer con pintura fosforescente y era el 346. Más 320 –que era el número de mi habitación- ¡sumaba el 666, el número de la bestia! El hombre al parecer leía mis pensamientos porque bajo su torva mirada se dibujó una mefistofélica sonrisa. Con su voz suave repitió el concepto antes enunciado: -Lo positivo resta cuando es acción humana ¿Se da usted cuenta ahora?
Mi cabeza comenzó a dar vueltas y más vueltas. Recordé los gemidos de aquella habitación y yuxtapuse las palabras de Soy: Si no encuentra antes del alba a la mujer que gime, entonces usted será otra conquista de Satanás.
-¡Sé en donde se encuentra esa mujer!- le grité al hombre. ¡Está en la habitación 346!
-Vaya entonces usted allí y véala. Sólo bastará con eso para que salve su alma. Vaya pues, le deseo mucha suerte.
Salí con el miedo dominándome por completo. ¿Pero que estaba yo haciendo allí? ¡Yo que me consideraba inmune a todo tipo de supercherías! Era extraño. Una especie de fuerza que nacía en mí pero que provenía de un lugar difuso, me impulsó a ejecutar acciones que jamás habría realizado en otra instancia.
En medio de la oscuridad más absoluta recorrí una serie de pasillos que al parecer se habían multiplicado hasta convertirse en un interminable y espantoso laberinto. En medio de sonidos extraños, risas grotescas y gritos atroces, traté de encontrar aquella puerta en la que estaba seguro que encontraría mi salvación. Ya no cabían dudas, el hombre decía la verdad, él intentaba ayudarme.
Perdí la noción del tiempo. Sólo me impulsaba el deseo febril de encontrar dicha puerta y abrirla para que la mujer gimiente apareciera ante mis desorbitados ojos.

Debe haber transcurrido un siglo antes que divisara aquellas pintitas luminosas en el fondo de uno de los pasillos. Me abalancé a dicho lugar y frenético, abrí aquella puerta. Adentro de la habitación no había nada. Era como si alguien se hubiese encargado de borrarlo todo, una especie de vacío absoluto, algo así como la enorme pupila de un ciego que se jactaba de su vacuidad. Desesperado, traté de introducirme en aquello pero temí que yo mismo desapareciese en aquel pozo sin fondo.
Entonces sucedió lo terrorífico. El canto de un gallo enronquecido pareció emerger desde las profundidades de esa oquedad. ¡Comenzaba la madrugada! Desde el fondo de aquel laberinto se escuchó un gimoteo de mujer. Recuperando todo el escaso arresto que aún pugnaba por mantenerme en pie, corrí a todo lo que daban mis piernas hacia aquel lugar…hasta que la vi. Agazapada en una esquina apenas iluminada por extrañas fosforescencias, una horrible anciana completamente vestida de negro, gemía y sobajeaba con sus huesudas manos su rostro surcado por miles de arrugas. Al sentir mi presencia, levantó su cabeza y una sonrisa cadavérica reinó por ese despojo de facciones. Entonces, mirándome fijamente desde el fondo de sus cuencas vacías, me hizo una extraña seña con una de sus manos. Caí al punto desvanecido.

Horas más tarde, desperté recostado en el negro lecho. Mortecinos rayos de luz iluminaban apenas el entorno. Mi cabeza parecía querer estallar, posiblemente por la tensión acumulada después de aquella extraña situación vivida. Me incorporé a duras penas y miré la hora que centelleaba en un pequeño reloj digital: 11:00. ¡No podía ser! ¡A las doce del día debía presentarme donde un importante cliente que se encontraba a la nada despreciable distancia de trescientos kilómetros.

Ya preparado para partir, me acerqué a la sala de recepción, la cual se encontraba vacía. No importaba tanto comunicarme con el tipo de voz monótona por lo que me dispuse a salir. Pero, sorpresa, la puerta se encontraba tapiada. ¿Qué diablos ocurría allí! Nadie parecía vivir allí, ni siquiera escuché al pasar los inquietantes gemidos provenientes de la habitación 345. Una sensación de frío intenso comenzó a subir por mi cuerpo. ¿Acaso era víctima de una broma? ¿Era eso?
Pronto, todo comenzó a dar vueltas, la noche pareció retractarse de haberle dejado su lugar a la mañana ya que lentamente, las sombras comenzaron a envolverlo todo. El terror se adueñó de mis actos. ¡Esto era demoníaco!

La voz suave de Soy se escuchó desde algún lugar indeterminado: -Bienvenido a su casa señor Munray.
Miré para todos lados pero parecía que la voz cambiaba de lugar.
-Siempre supe que algún día usted regresaría. Por eso, he sido fiel y le he esperado durante tantos años.
-¿Munray está aquí?- pregunté con voz entrecortada.
-Más cerca de lo que usted se imagina.
Una luz muy tenue se encendió frente a mí. Allí se destacaba un espejo.
-Contémplese en él por favor- me invitó la voz.
Me acerqué al espejo y ¡el que estaba allí no era yo! ¿Qué era lo que sucedía?
-¿Se reconoce ahora, señor Munray?
-¿Qué hizo usted conmigo? ¿Es acaso un brujo? ¡Respóndame por favor!
-Ha regresado a su hogar. Y pronto comenzará a recordarlo todo.
-¡Usted es un loco! ¡Déjeme salir de aquí!
Una mano aprisionó mi hombro. Aterrado, no quise volver mi cabeza y traté de desasirme de ella, cual si fuese un repugnante arácnido. Un grito espantoso escapó de mi garganta…
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Soy Munray, este es mi reino y este es mi designio. Junto a mi fiel sirviente y mi abnegada esposa, oculto en las sombras, espero que jamás se cumpla la hora en que aparezca Luzbel a cobrarme lo que le adeudo…
Datos del Cuento
  • Autor: lugui
  • Código: 11383
  • Fecha: 21-10-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 4.76
  • Votos: 42
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5110
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