¿A quien quieres convencer?
¿A la alegre juventud
estulta y presumida?
¿A los de edad provecta,
achacosa, decrépita,
de egoismo henchida?
¿A coetáneos amigos
que moran región ignota?
Que les importan los dichos,
las historias y las penas
del hombre triste, caduco,
hecho ya una piltrafa
por fallo inapelable
del tiempo inaprensible
que mancilla lo que toca
convirtiéndolo en ruina,
asco, desolación y polvo.
La ciencia de que presumes,
¿cuantas veces superada?
Conquistas de que blasonas,
¿no son momias carcomidas?
Los consejos que pregonas
¿sirvieron para gran cosa?
Archivos reverenciados,
¿no los llevó basurero?
Hasta los libros que amaste,
¿no están ya desperdigados?
Ese cariño tan cantado,
¿acaso no fue espejismo
de sentimiento frustrado?
Supuesta inteligencia
que tanto alarde te dio
¿donde ha consolidado?
Que pretendes, cuando pides
un poquito de atención?
Buscas sólo admiración,
acucias entendimiento,
comprensión, tal vez piedad?
¡Pobre viejo! ¡Que miseria!
¡Cuan triste porvenir y fin!
Mientras el cuerpo se agosta,
el soplo anímico huye
y la vida se consume,
¿te acongoja la duda
de haber sido paradigma,
faro, guía que envanezca
a tu nutrida estirpe?
-Que me dices?...
¡Ah, comprendo!
Que todo lo prejuzgado
no encaja con la verdad.
Que la atención que reclamas
es sólo para aconsejar
en este ponzoñoso averno
que, al final del camino,
otro más excelso mundo
aguarda a los que sienten fe
en misericordioso Dios.
Sorpresa grande es la mía
pues has invocado a Dios.
Siendo así, te pido perdón
por semblanza tan nefanda,
que rectifico con gusto,
y ensalzo... ¡tu redención!