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La reina

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La historia cuenta que, cierta vez, un grupo de rebeldes fue a visitar a la Reina Juana I de Castilla para proponerle un trato. Ellos la liberarían de su encierro en el Castillo de Tordesillas si a cambio firmaba un documento en el que destronaba a su hijo, Carlos I. Juana se negó. Les dijo que pese a que ansiaba profundamente la libertad, no estaba dispuesta a hacer nada que pudiera perjudicar a su hijo primogénito.

Lo que la historia se calla es que pese a ello, al regresar de su viaje por sus tierras borgoñesas, Carlos reforzó la seguridad del Castillo donde tenía encerrada a su madre. Para ello contrató al despótico Marqués de Denia y le dio órdenes expresas de no permitir que nadie entrara sin su permiso. Conocido por todos es el abusivo trato que ese hombre tuvo con Juana y lo desamparada que ella, una de las reinas más poderosas que ha tenido la historia española, quedó hasta el final de sus días.

Y lo que tampoco nos cuenta la historia son las razones por las que Carlos cedió su poder antes de tiempo; aunque hubo un hecho que le marcó profundamente, ocurrido meses después de dar santa sepultura a Juana, la reina.

Se encontraba disfrutando de una tarde plácida, junto al río Duero, cuando escuchó un sordo ruido que venía de debajo del enorme puente. Se acercó lentamente y pudo ver el cuerpo de su madre tendido sobre el agua: con la belleza que ni siquiera los artistas más renombrados habían sabido capturar en los lienzos. Se restregó los ojos para comprobar que no estaba soñando. Volvió a abrirlos y allí seguía: tan recta como siempre había sabido estarlo. Carlos se arrodilló para verla mejor, y entonces, escuchó su voz:

— Pagarás por lo que has hecho. De ahora en adelante no tendrás un instante de paz, te perseguiré y haré que tus mayores alegrías se conviertan en tormento, y terminarás tus días solo como me has condenado a mí a pasarlos.

Al regresar a castillo, Carlos intentó hacer como si nada hubiera ocurrido, pero le fue imposible. En su alma se había depositado una pena tan grande que tuvo que retirarse a su habitación y desatender todos los asuntos diplomáticos de ese día.

Durante tres días no asomó la cabeza. Y cuando finalmente volvió a ponerse de pie fue para presentar su abdicación, tanto en la corte de Bruselas como en la de España, pese a que todavía era joven para hacerlo.

Después de abandonar sus labores de Estado, se retiró al monasterio de Yuste, un lugar perdido del resto del mundo, donde acabó sus días de la misma forma que lo había hecho su madre: aislado de todos.

Se cree que aquella tarde junto al Duero, Carlos conoció el verdadero rostro de su progenitora. Vio su inocencia, sus ansias de libertad y su vida usurpada… La certeza del daño que él mismo había provocado le causó tal congoja que ya no pudo disfrutar de nada: y se dispuso a esperar la llegada de la muerte.

 

 

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