No sabía explicar la sensación, no se atrevía a contárselo a nadie. Pero la idea persistía en su mente, le obsesionaba. Estaba convencido que aquellos personajes diminutos, negros, enjutos, desfilando sin desfallecer día y noche, creía con firmeza que los transportaba en su mente.
Fue el día que visitó el museo de arte contemporáneo. En la quinta sala, dedicada a un pintor argentino llamado Juan Alberto Arjona, vio un cuadro que le llamó mucho la atención. Se titulaba "Girando alrededor de un mismo tema" y representaba a unos pequeños seres oscuros, portando cada uno de ellos una banderita, que daban vueltas en torno a una rueda en el centro del lienzo. El fondo era colorido y acentuaba aún más a los minúsculos entes. Edgar estuvo mucho tiempo mirando el cuadro. No entendía qué podía atraerle, qué significaba. Se dio cuenta que había pasado media hora sin moverse, observando, buscándole un sentido al óleo. Como despertando de un sueño, se giró y siguió visitando las otras salas, pero su mente divagaba, ya no le interesaba el resto de la exposición y pasaba de una sala a otra sin detenerse más que unos segundos. Antes de que cerraran volvió a la sala quinta y siguió contemplando el cuadro hasta que lo devolvió a la realidad un guardia jurado.
Esa noche durmió mal. Tuvo pesadillas y al despertar un dolor de cabeza le persiguió por el cráneo todo el día. La idea parecía absurda en un principio pero cuando a los tres días empezó a hablar cambiando las letras, el significado, las palabras, se convenció que ellos estaban allí. Los sentía girar en sus pensamientos, trajinando neuronas del módulo frontal al occipital, serrándole el tálamo, destruyendo sus conocimientos, avanzando uno detrás de otro, conquistando masa encefálica, desconectando axones.
Desesperado, intentaba memorizar listas de palabras, columnas de números, pero todo era inútil. El dolor de cabeza remitía y volvía con redoblado furor, mientras él seguía perdiendo recuerdos de su infancia, de su familia y de su vida.
Volvió al museo una semana después. Se acercó al cuadro lentamente, veía como los muñecos pintados se acercaban despacio, creciendo hasta que los tuvo frente a sus ojos. Se acercó todo lo que pudo e intentó verles la cara pero estaban de espaldas. En un segundo todos se giraron y le miraron a los ojos. Les vio el rostro con unos ojos inyectados en sangre, sonrisas cínicas en bocas diminutas, abiertas, hambrientas, de pequeños dientes afilados. Edgar dio dos pasos atrás, tambaleándose y un relámpago alumbró su mente y entendió que el cuadro mostraba la psicosis del artista. Y empezó a chillarles, «¡salid de mí!», les gritaba, «¡salid de mí, salid de mí!», una y otra vez.
Acudieron dos vigilantes y lo sacaron del edificio mientras él seguía gritando. Sentía esos dientecillos como le mordían el cerebro, arrancando trozos a dentelladas, escupiendo la masa arrancada y riendo. Los guardias intentaron calmarle mientras llegaba la ambulancia pero Edgar se deshizo de ellos y empezó a correr enloquecido calle abajo, chillando y golpeándose la cabeza con las manos. Los peatones se apartaban asustados, nadie le detuvo y Edgar corrió y corrió hasta que no pudo más.
Se detuvo en un sucio callejón, agotado. No sabía qué hacer, ni a dónde ir porque ellos seguían allí, y seguirían con él allá donde fuera, seguirían dando vueltas alrededor de su cabeza, dando vueltas alrededor de sus pensamientos y arrinconándole en ese miedo que le envolvía, ese miedo que hizo que se acurrucara en un rincón, escondido. Ese miedo que imposibilitó que nadie lo encontrara. Ese miedo que acabó por llamarse Edgar.