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La sal de su vida

Fue su risa. Cristi estaba segura de eso. Porque aunque la tía Mónica era neurótica, envidiosa y frustrada, no se diferenciaba gran cosa de muchas otras señoras con iguales características. Sí era ese ruido repetitivo, una especie de deformación del "jo-jo" de Santa Claus, un sonido no se sabía si agudo o grave, pero que iba en un insoportable crescendo hasta llegar a decibeles capaces de sacar de quicio a un monje budista.

La primera vez que Cristi oyó ese ju-jú espeluznante apenas alcanzaría los tres años. La tía llegó de visita como a las ocho de la noche. Ya la nenita estaba acostada, con la lámpara encendida y la puerta abierta, medidas que tomaba para ahuyentar a todos esos monstruos que los niños creen ver de noche. De pronto, una vibración espantosa e indescriptible la despabiló. Pensó que sus precauciones habían fallado. Cruela de Vil en persona vendría para llevársela a su horrible casa. O tal vez se trataba de un fantasma con ojos sangrantes y figura transparente. Pero no, según averiguaciones que hizo al siguiente día, quien se encargó de desvelarla era la doña Mónica, la hermana de su mamá.

Habían pasado dos décadas, quizá un poco más, desde aquella noche sobresaltada y Cristi aún se retorcía de...digamos que desagrado, cuando sus tímpanos tenían que soportar esa risa fuera de este mundo. Mientras tanto, la tía había invertido este tiempo en ir y venir, trabajar de 9 a 5 y hasta había tenido varios novios, bastantes, pero no parecía entenderse con ninguno. Pasados los cincuenta aún conservaba esperanzas de encontrar a alguien, pero lo cierto es que ella no cooperaba con la causa.

Se empeñaba en hacer miserable la vida de quienes la rodeaban: criticaba la moral, el físico, los gustos, los hijos y la ropa de todo el que se le ponía enfrente. Había cambiado decenas de veces de puesto asegurando que aquello era "un nido de víboras" y desde que Sisi, la otra tía solitaria, había conseguido un acompañante, las cosas se pusieron realmente color de hormiga.

Rechazada por sus novios, sus compañeros de trabajo y casi todos sus sobrinos, se entregó de lleno a la "operación intriga", que consistía en decir cosas al descuido, especialmente diseñadas para mortificar a los presentes, como hablar de la esbeltez del vecino X delante de su hermano el gordito inseguro o preguntar a la progenitora de un muchacho medio delicado por qué sería que él aún no se casaba. O, en otro matiz, agredir pasivamente, como cuando compró un perro que se encargó de destrozar todos los jardines del barrio. Lo que ya no resultó tan pasivo fue la amenaza con revólver que le hizo a un latoso pero inofensivo Testigo de Jehová que llegó un día a ofrecerle un folletín.

La misma Cristi recordaba el triste episodio que provocó su salida del Colegio San Luis, provocado, por supuesto, por un comentario desatinado de la tía hecho a una de sus compañeras.

Sin embargo, pensaba Cristi, no era su avinagrado temperamento lo que le había impedido casarse. En su vida había visto a muchas señoras amargadas, feas con ganas y llenas de insatisfacciones que vivían con un señor que... las alucinaba, es cierto, pero que por costumbre, desidia, temor a la soledad o lo que fuera compartía el techo con ellas. (El techo, que no el lecho, vale la aclaración, porque de que fueran felices o de que hubieran conocido el amor alguna vez, ni hablar, eso era harina de otro costal).

Pero la tía tenía una gran desventaja ante esas matronas descolgadas. Sí, exactamente. Esa carcajada espeluznante, ese ruido irritante y asesino de los nervios.

Y hablando de nervios, un día doña Mónica no pudo más. Se cansó de sufrir "los desaires de su familia" (porque ya para estas alturas no tenía ningún amigo) y se entregó a la depresión. Sacó licencia en su trabajo y no hacía más que llorar.

Desesperado, y, al fin y al cabo preocupado, su hermano el gordito le sugirió la terapia: sería bueno que confiara sus asuntos a un profesional y de paso desahogara todas sus cuitas.

Sorprendentemente, ella no se negó. Dejaría de ir a casa de su hermano los martes y jueves para asistir al lugar donde paliaría sus penas de otra forma. A pesar de los pronósticos, no desertó. Siguió yendo puntual y las cosas parecían mejorar notablemente. La tía ya podía ir a una reunión sin crearse mala atmósfera y hasta le dio la bendición a Sisi para que uniera su destino al de "el divorciado". Su vestimenta, inclusive, se volvió más atrevida y hablaba de faciales, cirugías, clínicas de belleza.

Tanto cambio en tan poco tiempo tenía nombre y apellido: Julio Sotomayor, el terapista, un cincuentón viudo con dos hijos mayores que supo mostrarle lo bueno de la vida. Entre lo bueno estaba, por supuesto, el amor. Y la tía floreció cual gardenia: sus días de lágrimas se iban reduciendo, su ropa anticuada se modernizaba y el vinagre se volvía miel.

Cierta tarde, el devoto prometido tuvo la repentina idea de invitarla al cine, cosa que no habían hecho nunca en su corto noviazgo. Los boletos para la cinta candidata al premio Oscar se habían agotado. Resolvieron, por lo tanto, escoger un filme al tin marín. Pagaron y entraron...

Al poco rato, contemplaban abrazados la pantalla. La tía no escatimaba en mimos para su amado y sentía que, en ese momento, su depresión oficialmente terminaba, se extinguía, caía derrotada. De ahí en adelante, la vida no sería para sufrir ni padecer, sería para gozar, amar y...reírrr! La mueca de Jim Carrey que coincidió con esos pensamientos sirvió de impulso para que sacara su obra maestra, la carcajada más fuerte, retorcida y escalonada de su vida, capaz de hacer que el profesional que combatía a diario los peores males mentales comenzara a sonrojarse, rascarse, acomodarse nerviosamente y hasta expresar ciertos tics.

No lo volvió a ver. Algunos parientes aseguran que la causa fue la escena de celos que ella le montó al tipo a la salida del cine, cuando saludó a una escotada colega. Pero Cristi sabe que no. La culpa la tuvo esa risa insoportable, extraña, enojadora. Ese ingrediente malsonante de su existencia que ella nunca supo dosificar. Algo que raspaba los oídos y el cerebro como raspa la garganta una sopa con exceso de pimienta. O de sal. Porque de que esa risa fue la sal de su vida, lo fue.
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