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Categoría: Terror

La salita

Recuerdo ese miércoles 9 de setiembre, tan claro como si fuera ayer, o mejor aun como si fuera hoy, y lo recuerdo tanto por lo estremecedor que fue y que seguramente nunca olvidaré, esos acontecimientos que ocurrieron previa y posteriormente generaron en mi un análisis que mejor no lo hubiera hecho nunca.
Eran como las siete menos quince de la tarde, salíamos de la capilla, habíamos terminado las vísperas, oración tan querida por la mayoría de mis hermanos y que se hacía cotidianamente a las seis en el oratorio del convento y además que se hace en todos los conventos del mundo, recuerdo que al momento de realizar las preces, ese día, desfilaron como en una ordenada procesión cinco polillas, si, esos pequeños insectos que les gusta acercarse a la luz para morir en ella, y de hecho se dirigían al pequeño reflector izquierdo que iluminaba de manera diagonal el sagrario que estaba incrustado en la pared frontal de la capilla, era hermoso ver ese sagrario, los dos reflectores que lo iluminaban y generaba en él un reflejo dorado muy intenso que despertaba un misterioso recogimiento a cualquiera de los frailes que rezara ahí, esa tarde unas horas antes, fray Orlando me comentó de un libro antiguo que leyó sobre la mariposa negra, y su simbología relacionada con la muerte, esa tarde, él pidió por la salud mental de todos los monjes que vivíamos en el claustro, de hecho nos pareció un poco extraña su petición y nos cruzamos algunas miradas entre nosotros como diciendo ¿y este? 

Como era de costumbre al terminar las Vísperas apagábamos las luces de la capilla y nos quedábamos sentados meditando en silencio, bajo el resplandor del sagrario dorado y sus dos reflectores que le daban a la capilla ese ambiente de gruta muy hermoso. Yo me sentaba el la última banca del lado derecho y podía ver el espectáculo de contemplar a todos los monjes con sus hábitos orando. Ese día mi concentración se perdía y se disipaba por ese grupo de “maripositas de la luz” que daban vueltas alrededor de la capilla como si fuera un circuito cerrado, ordenadas, una tras otra, no se si nadie se había percatado o por lo menos no le daban ninguna importancia, la verdad es que la mayoría de nosotros llegábamos tan cansados a las Vísperas que mas de uno se dormía en la meditación, ese día yo estaba un poco inquieto, sin saber lo que vendría.

Después de casi tres cuartos de hora salíamos de la capilla directos al comedor, lugar de encuentro de todos los monjes, lugar para no solo comer sino conversar, reír, compartir, y de hecho cenar, muchas veces teníamos ayunos que se rompían con la cena, así que llegábamos como leones fieros a devorar la presa, nos colocábamos de pie delante de nuestra silla esperando que el padre abad hiciera la oración de los alimentos, AMÉN, respondíamos todos tan fuerte que rompía el silencio de todo el día, retumbaban las paredes del claustro, creo que hasta lo escuchaban en la calle; como era miércoles recuerdo que cenamos un caldo de verduras y arroz con lentejas, y de postre una banana. La cena duraba aproximadamente una hora, que dicho sea de paso, transcurría muy rápido,

Luego de cenar, prácticamente acababa el día, teníamos tres cuartos de hora para recrearnos, hacer tareas los que estudiábamos, o ver las noticias, en fin, recuerdo que ese día yo preferí entrar en la capilla a orar, probablemente era la intuición de lo que viviría; es muy común en los conventos que a una hora determinada un fraile pasa con una campanita por todo el claustro sonándola como inicio del silencio, que no se romperá hasta la mañana siguiente después del desayuno.

Entré en mi celda, me lave los dientes, me puse el pijama, como siempre, tome mi libro que leía en las noches a luz de lámpara, eran como las diez y quince, normalmente leía en la noche como unos veinte o treinta minutos hasta que me quedaba dormido. El convento tiene dos edificios grandes uno antiguo hecho de madera, que le llamábamos “el noviciado” porque ahí era donde tenían sus celdas o habitaciones los novicios y algunos otros frailes, también estaba la biblioteca antigua que guardaba libros antiquísimos y donde también estaba la habitación del padre abad; y el otro edificio de concreto, construcción moderna en forma de seminario, donde estaban las demás habitaciones, el comedor, la capilla, la cocina, etc., mi habitación estaba en el edificio de madera muy cerca del campanario y con una ventana hacia la calle; los hermanos mayores (ya sacerdotes muchos de ellos) como Teodoro y Giorgio, contaban unas historias realmente escalofriantes que sucedían en ese antiguo edificio, me quedé muy impresionado sobre todo con las perturbaciones que sufría nuestro sacristán Juanito, un hombre sencillo y bueno y un poco ingenuo, que trabajaba haciendo la limpieza del templo mayor, varias veces pude ver en su rostro el pánico, sobre todo cuando me contaba la historias de la mujer de velo negro con un bebe en brazos que se aparecía en el campanario, que bajaba y entraba en la única habitación vacía del noviciado que estaba justo en un balcón frente a la habitación que usaba Juanito; el siempre terminaba su historia diciendo que desde su cama acostado podía verla través del orificio de la cerradura, sentada en su cama dándole de lactar a su bebe y levantando el rostro para verlo a él.

Cuando vi mi reloj eran ya las doce y diez de la noche y yo seguía leyendo, sin sueño aun, apagué la lámpara y trate de dormir, pasaron como unos quince minutos de silencio y quietud, propia de un convento. Cuando escuche un murmullo de voces, sentí un escalofrío, era como el coro de los frailes cuando rezaban en la capilla, pero lo extraño era que a esa hora no había oración y si la hubiera habido me habrían avisado o se habría programado durante el día, así que me levante y me dirigí hacia la capilla, caminaba inquieto y tembloroso y no podía dejar de pensar en lo que encontraría, llegué y cuan grande mi sorpresa al ver que la capilla estaba llena, de un lado los frailes y del otro lado las monjas (que tenían su casa cerca de la nuestra, ellas eran la rama femenina de la orden), todos rezaban en latín y con mucho fervor, como suplicando, con temor, con misterio; pero mayor aun fue mi sorpresa al ver que no estaba el sagrario dorado de siempre sino mas bien en el extremo lateral izquierdo descansando sobre un pedestal de madera había una urna marrón, barnizada, nueva, desconocida; una de las religiosas se levanto hacia ese nuevo sagrario, abrió su puertecilla y saco un pequeño copón dorado lleno de ostias y lo puso en el altar central que tenía la capilla, en eso todos se arrodillaron, yo congelado del asombro también me arrodillé, oramus te Dominus nostrum, se escuchaba a coro, yo no entendía nada, miraba hacia todas partes para que alguien me explique, todos con la capucha puestas leyendo un librito que yo no tenia, que desconocía, que también quería, el ambiente era de sacro temor, algo pasaba y yo en pijama, ahí sin saber nada, nadie voltio a mirarme, ¿Qué pasa Señor? Era lo único que pensaba.

En eso abrió la puerta de la capilla, el padre Juan, el abad, con su imponente hábito blanco humo, agitado, al tanto de todo, su rostro comunicaba que estaba coordinando algo muy importante, ¡Carlos! Me llamo con voz potente pero baja, llena de autoridad y mansa a la vez, ¡ven conmigo!, Salí de inmediato y me encontré con otro grupo de frailes que acompañaban al padre, sin tiempo de preguntar nada me empujaban en dirección a la cocina que daba al comedor y a la entrada del noviciado, era una especie de portal que dividía los dos edificios, por un lado el comedor y por el otro una salita; mientras caminábamos un hermano me puso la capa del hábito, otro me ponía una guitarra en la mano y me decía en voz baja ¡Sol y Re, Sol y Re! Cuando llegué a la puerta de la cocina vi que también estaba el hermano Richard en las mismas condiciones que yo, en pijama, con la capa del hábito, con una guitarra en las manos y sus dedos variaban las notas sol y re, sol y re; pero sobre todo con el mismo rostro de desconcierto, asombro y angustia que yo.

La salita que colindaba con el comedor era de tipo colonial barroco, en ella se recibía a los familiares de los frailes que esporádicamente venían de visita, tenia por un lado que daba a la pared dos sillones rojos esquinados y por el otro lado la salita en si, con una mesita de centro y siete sillas del mismo estilo de los sillones, que descansaban sobre un tapete persa muy hermoso, y contra la pared una antigua radiola con su tocadiscos que ya nadie usaba. Cuando me asome por el portal en ese momento tan critico, mi sangre se helo por completo, vi que había una cortina que dividía en dos a la salita justo por la mitad, al otro lado de la cortina se traslucía la figura terrorífica de una mujer, como desnuda, grande, de frondosa cabellera suelta, danzando contorsionadamente, con los brazos hacia arriba, en medio de otras figuras mas que parecían estar detrás de ella, como en una orgia oscura, tenebrosa, diabólica; la piel se me erizo completamente, sentí un frío congelante recorrer todo mi cuerpo y estacionarse en mis manos, me dolían de lo frías que se pusieron, Richard y yo nos vimos los rostros pálidos casi amarillos, con los labios blancos, sabíamos que teníamos que entrar, encarar, que de alguna misteriosa manera habíamos sido designados para pasar y ponernos detrás de los sillones rojos esquinados, uno para cada uno, utilizarlos como trincheras, hacerle frente a esa oscura figura femenina que había conmocionado a todo el convento y que tenia a los frailes y a las monjas orando y llorando en la capilla; cerramos los ojos y nos encomendamos al bien a la fuerza del amor que nos había llevado a encerrar nuestras vidas en un monasterio, éramos mitad monjes mitad soldados y había llegado el momento de demostrarlo, cada uno con su guitarra como si fuera un rifle, detrás de esos sillones, yo no podía abrir los ojos, no podía relajar los dedos helados de mis manos; el aire era ralo, denso, frío, la luz era rojiza, anieblada, penumbrosa, el tiempo era lento muy lento, habíamos entrado.

Trate de concentrarme, de recordar las sacras notas del Requiem de Mozart que había escuchado durante el día, me asome por el espaldar del sillón y si, estaba allí, danzando su tenebroso baile, no lo imaginaba, me asome por el otro extremo del respaldar y vi al padre abad, arrodillado, casi en el portal de la salita con sus manos juntas a la altura del pecho, sus dedos entrecruzados, sus ojos cerrados y su cabeza inclinada, ¡Sol y Re! ¡Sol y Re! escuchaba, miré a Richard y el me aguardaba con su mirada, nos arrodillamos con los rostro en dirección a los espaldares y comenzamos a tocar las guitarras, la toque como nunca antes, tres rasgueos para cada nota comenzando por Sol, no se escuchaba nada, tocaba mas fuerte y no se escuchaban las guitarras, ¬¿qué es esto? Richard y yo nos miramos nuevamente, no dejamos de tocar las guitarras aunque no se escuchara nada, el hielo del miedo se iba alejando por el calor del esfuerzo, seguíamos tocando. A la tercera secuencia de notas retumbo todo el lugar, fue un grito ensordecedor que contenía otros gritos en su interior, se asemejaba al chillido que hace un cerdo al morir, me asome por el espaldar y la vi, esta ves ya no danzaba si no se retorcía, sus manos querían arrancarse el cabello, me di cuenta por lo gritos estruendosos que sentía dolor, que las notas que tocábamos aunque no las escucháramos la herían, no se como pero me di cuenta que no podía traspasar la cortina, me volví a esconder detrás de mi trinchera, comencé a sentir un poco de confianza, de alguna manera supe que no podía exponerme a su mirada, que eso si sería mi fin y no me expuse, seguí tocando, la luz rojiza comenzó a disiparse y poco a poco iba subiendo el volumen de la guitarra, los gritos se volvieron mas tenebrosos y escalofriantes podía sentir su furia, el olor era una mezcla entre amoniaco, cloro y propano, me volví a asomar pero esta ves con la mirada hacia el suelo, ¡no puede ser! La cortina se acercaba lentamente hacia nosotros, los gritos eran cada vez mas amenazantes y eran mas voces, la guitarra otra vez muda. Los gritos llegaron a un nivel insoportable, sentía que entraba en mi alma a través de los oídos, Richard estaba convulsionando con los ojos en blanco y vomitando encima de la guitarra, la cortina avanzaba, me iban a devorar, el fin era inminente, ya no tenía fuerzas, mis manos estaban entre taparme las orejas o seguir tocando, ¡Señor! ¡Dios mío! ven en mi auxilio, date prisa en socorrerme. 

Ya no recuerdo mas solo que desperté en mi celda petrificado de miedo todo sudoroso, no podía abrir los ojos, el aire fresco entraba por la ventana abierta de mi cuarto, era todavía de madrugada, abrí los ojos hacia el cuadro inmenso del Señor de los Milagros que tenia a los pies de mi cama, vi mi reloj, eran las tres, desde fuera de la ventana, en la calle, una voz de hombre le decía a alguien mas con tono fuerte y seguro: ¡ya despertó, vámonos! Arrancaron un auto y se fueron. Lo último que escuche fue el sonido del motor alejándose en medio del silencio de esa noche. 

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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