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La sentencia de muerte

Cansado de leer y de pensar, decidí un día hacer como muchos y me marché. Lleno de escepticismo y con más curiosidad que verdadero interés llegué y empecé a vagar por este místico país.

Como me lo esperaba, no había nada de místico y, aunque no buscaba nada específico, estaba convencido de que tampoco hallaría nada nuevo. Pueblo sucio, pueblo pobre, caminos descuidados y hombres débiles, doblegados, aferrándose a sus pintorescas e imaginativas creencias para justificar su inercia.

Ciclos que se repiten, círculos que se cierran, vidas pasadas y futuras, el tautológico principio de acción-reacción, deidades con muchos brazos (en sentido figurado o literal) son sólo tonterías, a lo sumo conjeturas, rejuegos de la imaginación humana.

Por dos años viví en un remoto poblado, lejos de todo sin darme cuenta del paso del tiempo. No traía mi pasado conmigo y no tenía futuro. No me sentía más cerca de nada, aunque sí debo admitir un cambio en mi percepción de la realidad y de mis antiguas ideas.

El pueblo funcionaba automáticamente para la mayoría de las cosas. Todo se desenvolvía normalmente sin letreros, sin formularios, sin firmas y sin autoridades ni intermediarios. El viejo era lo más cercano a una autoridad. Le solicitaban su aprobación u opinión para tal o cual cosa. Pero era más una costumbre que un deber impuesto. Nadie le llevaba jamás al viejo algo que pudiera rechazar. Con el tiempo, todos habían aprendido lo que era bueno y lo que era malo, y la opinión del viejo era igual a la conciencia de todos.

Lo tenían como algo sagrado, pero a la vez natural, quizás por verlo siempre y por conocer sus necesidades físicas (reducidas, pero existentes). Vivía solo, con dos ayudantes que le cuidaban y una mujer que le servía.

Siempre aprecié su respeto por la vida, las ideas y las acciones de los demás (animales y hombres). Por eso me sorprendí cuando ordenó la muerte de sus ayudantes por haber tomado lo que no era de ellos. Al atardecer fui a conversar con él.

Estaba sentado en su choza de una sola habitación, entre cuatro paredes y las ventanas cerradas, como la mayor parte del tiempo. Sin ver hacia afuera, oyendo apenas un murmullo de lo que ocurría y ajeno a la hermosa exhibición de belleza desplegada por la naturaleza en aquel lugar perdido. El calor se hacia más intenso al no haber el menor movimiento de aire en la habitación, pero no molestaba y, al rato de haber entrado, el fresco no le hacía falta a uno.

Con la cabeza en las manos me recibió y sin decir nada me indicó que me sentara. Impaciente y mientras me sentaba en el piso de tierra le pregunté.

-- ¿Odias a esos hombres?

-- Los amo a los tres.

-- Entonces, ¿por qué los condenas a morir?

-- Para que no sufran.

-- ¿Y no es la muerte el mayor sufrimiento de todos?

-- La muerte es purificación.

-- ¿Y no es ése el propósito de la vida?

-- Si vivieran, deberían soportar hasta su muerte el peso de la vergüenza, la desconfianza de sus hermanos, los castigos de la conciencia.

-- ¿Y si mueren?

-- No sufrirán. Al morir somos todos iguales, nuestro pasado deja de existir.

Al otro día me marché de allí y empecé a andar de nuevo, buscando sin buscar, si acaso tan sólo por la certeza de nunca encontrar.
Datos del Cuento
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