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Categoría: Terror

La serpiente dormida

La niebla cubría el suelo de la aldea hasta los tobillos, impidiendo ver el sangriento fruto de la acometida de aquellos bárbaros. Entre risotadas y jadeos bestiales, las mujeres fueron empujadas a la hierba como animales. Despojadas de su ropa y también de su dignidad, sintieron pronto el tacto de inmisericordes falos que retozaban en busca de sus orificios. Entonces fueron ensartadas. Los mástiles de carne profanaron con lentitud y horrenda lascividad su boca y su vagina, y en algunos casos incluso el ano. El aire de la tarde se llenó de gemidos ahogados, proferidos por almas envilecidas y lanzadas a la oscuridad de un infierno en vida. Cerca de allí, custodiados por los superiores de aquellos demonios, los pechos de los aldeanos temblaban de furia, temblaban de impotencia.
Sin embargo, no todos los guerreros que habían masacrado ese lugar por la gloria del Imperio estaban participando en aquella improvisada y vil orgía. Simplemente, no había suficiente carne para todos...
Después de un buen rato, la execrable escena terminó y como guinda, la morena piel de las aldeanas fue regada con semen. Entonces las levantaron del suelo y uniéndolas al resto de los supervivientes, emprendieron el camino a Tenochtitlan.
Llegaron al anochecer, justo cuando Coyolxauqui reclamaba su trono en lo alto del firmamento. En una plaza cercana a la calzada por donde habían llegado, uno de los tres águilas viejas que dirigían la tropa marchó a las dependencias del ejército con varios guerreros y las mujeres de la aldea.

Poca gente transitaba a aquella hora por los alrededores de la plaza, tan sólo algunas maátimes y varios paseantes. Coatl, uno de los guerreros, joven y audaz, miró con cierta lástima al grupo de prisioneros. Detrás suyo, escuchó a un compañero cuchichear con un águila vieja. La charla duró varios minutos, y cuando acabó, el guerrero se dirigió a los cautivos. De un tirón, sacó del grupo a un hombre de mediana edad, de aspecto cansado, y lo llevó a rastras hasta donde estaba el águila vieja. Entonces, sin esperar a que pasasen ni dos segundos, le arrancó de cuajo la pìerna derecha con su maquáhuitl.
El hombre cayó al empedrado entre gritos de dolor, mientras su pierna chorreaba sangre sin cesar. El guerrero cogió la pierna y, ante los atónitos ojos de su antiguo dueño, comenzó a comérsela. Su soberbia boca, enrojecida por la sangre y la vileza, engulló la carne como si de una torta de maiz se tratara, los dientes la acuchillaban salvajes en medio de la marea de sangre.
A pocos metros de los protagonistas de tan dantesco cuadro, Coatl miraba con sorpresa, era la primera vez que presenciaba aquella ceremonia, miraba con pudor,..... y de repente miró con asco y vergüenza.
Interrumpiendo el festín con afiladas palabras de repulsa y condena, intentó asesinar al guerrero, pero se topó con los maquáhuitl de sus compañeros y tuvo que huir. Corriendo sin mirar atrás, pronto llegó a los límites de la ciudad, donde le aguardaba la protectora oscuridad de Chapultepec. Cerca del depósito de agua sintió que le seguían. Eran tres, y estaban cerca. Bajo los árboles que crecían próximos a la efigie en la pared, se acurrucó listo para la lucha. Al cabo de unos instantes, su arma hablaba por primera vez. Al otro lado de las peñas, las silenciosas chinambas escuchaban con atención. Coatl, más curtido en la guerra que sus enemigos, lamió con su obsidiana la dulce piel de éstos, abriendo grifos de sangre que pronto empaparon la fría hierba. De un tajo, separó sin remedio a una cabeza de su cuerpo, de otro, abrió la puerta de la libertad a los intestinos del segundo, que viscosos resbalaron sobre el suelo, y de un tercer tajo rebanó el gaznate del último de aquellos pobres ilusos.
Coatl miró el resultado de la frugal pero no menos cruel batalla, de pie sobre una inocente hierba salpicada de vísceras y sangre. De pronto, miró al cielo estrellado y, como si hubiese sido él el derrotado que, malherido, regresa a su hogar después de una larga guerra, lanzó un desgarrador grito a la negrura del universo.
Un gran tormento asaltaba su espíritu, una vergüenza indescriptible nacida entre náuseas, que le hacía sentirse enemigo incluso de la violación a las mujeres enemigas.
Le hubiese gustado echar a correr, perderse entre los bosques de delgados árboles, alejarse de ese deshonroso pasado, pero ya no podía, ahora era un proscrito, un proscrito condenado por su buena conciencia.....
Bajó la cabeza y observó la tranquilidad del paraje, dominada al fondo por la brillante belleza de la ciudad. Luego agarró su arma con las dos manos y, después de tomar aliento durante un instante, la hundió dolorosamente en su pecho.
Ya sin vida, cayó a la hierba, cerca de sus enemigos.

N.A.: las dos costumbres anteriormente recreadas existieron realmente, no habiendo sido por tanto inventadas para la elaboración de este cuento y mucho menos, en el caso de la primera, para satisfacción sexual de ningún tipo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 4.5
  • Votos: 46
  • Envios: 3
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